Cuando yo iba a un colegio de frailes, éstos nos daban clase de Física, Matemáticas, Historia y, por supuesto, Religión. Hoy no hay frailes ni siquiera para enseñar religión, al menos en la escuela pública. Esta carencia de mano de obra eclesiástica es correlativa con la disminución drástica de la práctica religiosa en nuestro país […]
Cuando yo iba a un colegio de frailes, éstos nos daban clase de Física, Matemáticas, Historia y, por supuesto, Religión. Hoy no hay frailes ni siquiera para enseñar religión, al menos en la escuela pública. Esta carencia de mano de obra eclesiástica es correlativa con la disminución drástica de la práctica religiosa en nuestro país y aún en toda Europa, según las estadísticas, que repiten los mismos datos decrecientes año tras año. Pero el que los eclesiásticos disminuyan y envejezcan no significa que hayan dejado de alzar su voz. Antes el contrario. Da la impresión de que, al menos en España e Italia, los líderes eclesiásticos elevan hoy el volumen de sus diatribas antigubernamentales y de sus condenas a las libertades con mayor intensidad que cuando gozaban del privilegio de la confesionalidad del Estado, quizás para compensar su progresiva irrelevancia social. Desde los tiempos de la confesionalidad han pasado varias cosas. Por una parte, como he explicado en mi «Religión a la Carta» (Espasa, 1996), muchos católicos, como antes muchos protestantes, tienden a considerar la religión como un asunto privado, voluntario, sin mediadores forzosos. Tienen una fe a la carta. Por ejemplo, hay creyentes que van a misa y se casan por la Iglesia pero toman anticonceptivos y hay quien cree en el cielo pero no en el infierno. Muchos usan la liturgia católica para subrayar los tres momentos biográficos principales, nacimiento, boda y muerte pero para poco más.
Desde la generalización del régimen democrático, la Iglesia ha perdido el papel que tenía antes, en los tiempos de la alianza entre el Trono y el Altar. Los eclesiásticos estaban acostumbrados a ser los asesores del poder político y económico y la expansión de los derechos y las libertades les cogió a contrapelo. No se han sentido, ni siquiera hoy se sienten cómodos con el sistema democrático que tratan de manipular mediante los partidos populares, antes demócrata cristianos, sin mucho éxito. Su pretensión de que la legislación civil recoja sus puntos de vista va haciéndose impracticable a medida que incluso los demócratas cristianos aceptan la soberanía popular.
Pero es que esa pretensión tampoco tiene mucha validez ética. Los eclesiásticos afirman que su moralidad, la que pretenden imponer a todos es de mayor calidad que la que puedan confeccionar los legisladores civiles pero olvidan su tradicional apuesta por los poderosos. Cuando yo estudiaba Derecho, aprendí que, según la moral católica, las leyes impositivas eran «meramente penales», lo cual quiere decir, en su argot, que no obligan en conciencia. Decirle a la gente que el principal instrumento de solidaridad ciudadana, que es el sistema fiscal, no obliga en conciencia es mucho decir y descalifica moralmente a quien lo sostiene. También la Iglesia es más partidaria de la caridad, es decir de la limosna de los ricos, que de la justicia. Por eso cuando eclesiásticos concientizados tratan de defender ésta, caso de los teólogos de la liberación, no suelen hacer carrera en las curias, antes bien, son castigados cuando no perseguidos. Como decía un obispo brasileño, «»Cuando ayudas a los pobres te llaman santo, cuando preguntas por qué lo son, te llaman comunista». El Vaticano, o mejor los dos últimos Papas, éste y el anterior, son extraordinariamente fundamentalistas y calientan la cabeza a los obispos para que sigan dando la vara a los gobiernos. Solo lo consiguen en España e Italia donde las respectivas Conferencias episcopales protagonizan permanentemente incidentes, conflictos con las autoridades civiles y en el caso de España, hasta incluso se manifiestan por las calles como si se tratara de una minoría marginada cuando de sobra es sabido que gozan de privilegios económicos impensables en otros países. Son privilegios claramente anticonstitucionales pero protegidos por un Concordato que nos hace a muchos avergonzarnos de que nuestros políticos sean incapaces de abrogarlo.
El machismo tradicional del mundo eclesiástico que se revela en el tema de la fertilidad es también cada vez más irrelevante socialmente. Da la impresión de que su condena del aborto, más que una defensa del derecho a la vida es una condena de la mujer «supuestamente libertina», que se atreve a ejercitar su sexualidad como los hombres pero a la que la naturaleza le juega malas pasadas. La ideología eclesiástica es convertir la prohibición del aborto en una condena a la maternidad forzosa de esas supuestas mujeres libertinas. Es la maternidad como castigo. Y para terminar de arreglarlo también tratan de influir para que la legislación civil prohiba o haga difícil el uso de los anticonceptivos en los que precisamente descansa la mejor prevención del aborto. En este tema rebrota la vieja desconfianza, incluso la vieja animosidad del clero hacia la mujer, tentadora de su celibato y presunta causante de la caída original. Por eso se asustan de que pudiera haber mujeres sacerdotes, una medida que, junto al matrimonio electivo de los clérigos, podría detener la sangría vocacional.
Y, finalmente, otro asunto irrelevante es la obsesión eclesiástica con la educación. La psicología que subyace en la moral católica es sumamente conductista. Da la impresión de que bastaría con que los eclesiásticos controlaran el comportamiento de los niños para que éstos, de adultos, les hicieran caso. Es algo así como considerar a la persona una especie de robot programable cuando todos sabemos que la vida y sus circunstancias nos van moldeando y que muchos hemos cambiado de opinión por el mero transcurso del tiempo. Esto también les pasa a los eclesiásticos e incluso a sus líderes que reniegan hoy de importantes opiniones que tenían no hace más de cincuenta años e incluso alardean de que nunca fue esa la doctrina católica. Les falla la memoria algo que no nos pasa a los que, por edad, presenciamos cómo la Iglesia, que calificó de Cruzada nuestra guerra civil, fue cómplice del franquismo en tantas represiones.
La irrelevancia social del mundo eclesiástico es paralela a una sequedad doctrinal que se ha fraguado como consecuencia del conservadurismo imperante. La burocracia curial cerró bruscamente las ventanas que había abierto el Concilio Vaticano II para que entrara el aire fresco y renovara el pensamiento católico. Se ha apagado el profetismo que pudiera buscar nuevas causas para la misión evangélica. Ya no hay apenas teólogos que se atrevan a pensar porque la lealtad a la tradición es el único valor aceptable. Y en contrapartida crecen los líderes populistas que acaudillan grupos sectarios como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, empeñados en mantener a las gentes en esa misma lealtad y en el temor a las novedades y dispuestos a entrar en guerras de religión que diseñan las autoridades y que se parecen sospechosamente a los radicalismos islamistas. No en balde, los líderes políticos americanos se llenan la boca de encargos divinos para acompañar e incluso fundamentar sus aventuras bélicas. Y es que no hay peor patriotismo que el religioso. Perseguir a los enemigos de Dios es una vieja costumbre que ni siquiera la irrelevancia de lo eclesiástico en la sociedad ha detenido suficientemente.
Alberto Moncada es presidente de Sociólogos sin fronteras