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La libertad, según el catecismo liberal de Vargas Llosa

Fuentes: Rebelion

Para el Nobel cosmopolita Mario Vargas Llosa, lo primero es la libertad. Sobre esta doncella encantadora giran todos sus discursos públicos en los que siempre se dirige a una audiencia selecta y elegante de banqueros, políticos, directivos de multinacionales y periodistas de postín. La jet set adora sus palabras mágicas. La derecha le agasaja con […]

Para el Nobel cosmopolita Mario Vargas Llosa, lo primero es la libertad. Sobre esta doncella encantadora giran todos sus discursos públicos en los que siempre se dirige a una audiencia selecta y elegante de banqueros, políticos, directivos de multinacionales y periodistas de postín. La jet set adora sus palabras mágicas. La derecha le agasaja con honores cum laude como portavoz estrella mediática de su ideología neoliberal globalizadora. Se ha convertido en el fetiche intelectual más valorado de la clase alta de porte posmoderno y paraíso fiscal opaco. 

Cada vez que el excelentísimo señor don Mario abre la boca y se le llena de libertad, los aplausos atronadores salen a la palestra de modo espontáneo. Él y sus seguidores representan la libertad del uno por ciento en este mundo de pobreza generalizada, recortes salvajes de derechos civiles y laborales y guerras humanitarias por doquier. Su libertad se alimenta de la sangre explotada por el capitalismo virulento de las últimas décadas y de la crisis inducida actual. Ellos lo saben, pero han de proclamar la libertad como un bien sin atributos, configurándolo de manera que parezca un objeto neutro y universal de origen casi natural. La libertad lo es todo: un dogma que hay que perseguir con fe absoluta, sin vuelta de hoja, por la tremenda.

Empero, no existe dogma liberal que no arrostre enemigos y monstruos colosales. Todo dogma que se precie de serlo debe contar con un elenco de enemigos ad hoc, situación maniqueísta muy similar a las guerras de las galaxias de Hollywood. El guión así lo exige: la bella dama de la libertad rodeada por adversarios a muerte, feos y malencarados, que ponen trabas irracionales a su devenir histórico. Los enemigos principales de la protagonista estelar son dos para Vargas Llosa, el nacionalismo y la manipulación, dos conceptos grandes en los que caben argumentaciones muy dispares y contradictorias, si bien el caballo de batalla predilecto del egregio escritor es todo aquello que huele o destila un aroma inconfundible a políticas de corte socialista que pongan énfasis en una distribución más equitativa de la riqueza. La igualdad, aunque no se diga de forma expresa, es el antagonista auténtico de la libertad preconizada por la doctrina inamovible del neoliberalismo.

Nacionalismo es para Vargas Llosa, entre otros ítems seculares de su idealizada y falaz libertad, las experiencias latinoamericanas contra el orden impuesto por la dictadura de los mercados. Manipular, en su opinión, es hacer que el discurso omnipotente de los medios de comunicación al servicio del capital no sea el único que llegue a la ciudadanía, promoviendo espacios distintos y críticos que representen y se alcen como eco genuino de los trabajadores y la gente común. Expuestas así las cosas, en verdad que la libertad de don Mario se transforma mágicamente en agua de borrajas o fuego artificial de destellos con fecha de caducidad instantánea, en una especie de castillo fortificado para disfrute de las clases hegemónicas mundiales, una libertad restringida a la crema social, los únicos que pueden disfrutar a placer de ella desde sus almenas inalcanzables. En el fondo, el liberalismo del escritor nacido en Perú no es más que un catecismo ramplón reservado a las elites elegidas por el destino inescrutable, un lugar edénico prohibido a los pobres y la carne de cañón explotable en una casa gigantesca sin fronteras visibles para la libre circulación de mano de obra precaria, los capitales especulativos y la alta cultura exenta de compromisos fuertes con el otro, contaminaciones izquierdistas y conflictos sociales.

Cabría oponer a la tesis recurrente de Mario Vargas Llosa, esa frase efectista y publicitaria de que lo primero, la libertad, otra más radical y objetiva, lo primero es comer. ¿Pensaría igual que ahora el afamado escritor si viviera con una hipoteca que pende a plazo inminente sobre su cabeza liberal y tuviera un empleo basura de corto recorrido gracias a la benevolencia exquisita de los mercados a los que rinde pleitesía siempre que tiene ocasión para ello? Vargas Llosa piensa tal como come: su abundancia y estatus de deidad laica o gurú global le dicta lo que tiene que decir para justificar sus ideas y las de los que financian sus discursos derechistas. Su ego inflado de vanidad intelectual no le deja ver la realidad tal cual es. Y si la ve, ha de hacer un ejercicio de violencia interior extraordinario, que solo tapa a base de hipocresía y eslóganes propagandísticos muy eufónicos y resultones, agradables de escuchar sin espíritu crítico alguno. Son tonadillas populares de deglución rápida.

La libertad, según Vargas Llosa, es un artefacto intelectual de dominación muy útil para las castas hegemónicas. Para ellos si tiene sentido ese concepto hermoso y florido que pueden ejercer sin trabas a través de su ser intrínseco al completo, ajenos al sobrevivir cotidiano del resto de la gente. Su particular y privada libertad de expresión y de empresa es la no libertad de la clase trabajadora, feroz y depredadora ideología de clase que no admite las contrapartidas de igualdad ni tampoco de justicia social. La libertad que le queda a los pobres, inmigrantes y asalariados de tal acaparamiento religioso y natural de tan rimbombante vocablo, es la libertad de un trabajo en precario, del consumo compulsivo de bagatelas y del silencio sumiso al statu quo.

Vargas Llosa ama su libertad en la misma medida que odia la igualdad de la inmensa mayoría, un vaivén intangible y necesario para alimentar sus prejuicios de clase alta que quiere imponer con recursos dialécticos de ética de convicciones elitistas y estética dogmática ultraneoliberal al común de los mortales. Su beligerancia fija contra la izquierda ya es proverbial, a la que acusa de totalitarismo y con otros adjetivos nefandos y sonoros un día sí y otro también desde su púlpito áureo de prohombre de las letras universales. Es un dios para su clase y el poder establecido. La jet set ociosa y especulativa le dora la píldora porque es un ariete formidable con resonancias globales. Su discurso mistificador destila efluvios de sabio intelectual incontestable. Su ágora no tiene fronteras, pero sí guarda en la manga límites muy precisos: piensa a sueldo de la derecha y los ricos, con mensajes fáciles que lleguen a todos. Su autoridad hace el resto, una legión de lectores fieles compran sus palabras al peso si lo ha dicho o escrito don Mario, palabra de dios, te alabamos señor Vargas Llosa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.