Desde que los españoles conquistaron nuestra tierra, la suerte de la población aborigen entró en un larguísimo periodo de sombras. A diario estaba sujeta a la violencia más descarnada, a la pobreza más miserable y a la explotación más brutal. No hay una cuenta para saber cuántos millones de indios murieron a manos de sus […]
Desde que los españoles conquistaron nuestra tierra, la suerte de la población aborigen entró en un larguísimo periodo de sombras. A diario estaba sujeta a la violencia más descarnada, a la pobreza más miserable y a la explotación más brutal.
No hay una cuenta para saber cuántos millones de indios murieron a manos de sus opresores. Tampoco es posible describir con lujo de detalles la historia de su triste suerte, porque casi nadie nos ha guardado su historia y, con raras excepciones, esa historia ha sido modificada para agradar a los amos de estas tierras.
Las guerras de la independencia acabaron con el sistema colonial, pero la suerte del indio siguió igual porque el latifundio, que era el principal instrumento de explotación, se mantuvo intacto y los cambios, pequeños o grandes, como la eliminación del tributo personal o el concertaje fueron adoptados tardía y parsimoniosamente, como si se tratara de un inmenso esfuerzo y de un tremendo favor que los latifundistas hacían a los indios. Oculta está la historia de que para conseguirlos primero corrieron ríos de sangre.
Para el indio, que tras la llegada de los europeos, fue obligado a retroceder a formas más primitivas de vida, solo le quedaban tres caminos: conformarse con lo que disponían sus amos, huir de las haciendas o rebelarse en contra de sus opresores.
Este último camino, la rebelión, dado su aislamiento, era rápidamente conjurado por los terratenientes y sus lacayos y la sublevación era aplastada con violencia extrema, como para que no vuelvan a alzar cabeza. De manera que generalmente ocurría cuando las condiciones eran totalmente insoportables y a sabiendas que en ello se les iba la vida. Sino que lo digan Lorenza Avemañay o Fernando Daquilema.
Sin embargo, a principios del siglo pasado, en el mundo ocurrieron cambios muy profundos. De todos esos cambios, el más significativo fue el triunfo de los trabajadores en Rusia. La difusión de ideas nuevas, revolucionarias, las ideas del socialismo, alentaron a los trabajadores de la ciudad y del campo no solo a despertar nuevas esperanzas, sino a encontrar métodos de lucha para que, por primera vez en siglos, los campesinos pudieran ganar batallas a sus patronos y buscar una mejor existencia.
En nuestra patria, esas ideas organizadas por valerosos precursores, dieron vida a un partido político diferente, un partido de los trabajadores, el Partido Comunista. Y ese partido fue capaz de acoger en su seno a muy distinguidos líderes indios como Jesús Gualavisí, Ambrosio Laso, Dolores Cacuango, Amadeo Alba, que junto con dirigentes de la ciudad como Ricardo Paredes, Luisa Gómez de la Torre, Modesto Rivera y muchísimos más, promovieron una nueva forma de organización: los sindicatos indígenas.
Por primera vez los indios encontraron una nueva forma de reclamar sus derechos, la huelga. Y, gracias a esta nueva forma de lucha, por primera vez empezaron a cosechar triunfos. Pero no se vaya a creer que el cambio se produjo de la noche a la mañana, como por arte de magia. Fue resultado de un tenaz proceso de organización y de acoger nuevas ideas. Cosa nada fácil ya que la inmensa mayoría de los indios eran analfabetos.
También difícil, porque ocurría en medio de una feroz persecución por parte de los gamonales que siempre desfrutaban del apoyo de las autoridades civiles y militares. Cuantas veces no le escuché decir a Tránsito Amaguaña, a Lino Alba, a Tarabata y a otros viejos dirigentes de la Federación Ecuatoriana de Indios ya fallecidos, de los sinsabores y sufrimientos que debieron soportar por la arrogancia de los enemigos del pueblo. Y cuántas veces fui testigo de cómo los presos eran llevados al cuartel de La Remonta o al penal García Moreno por el único delito de reclamar una vida mejor.
Sus miserables chozas eran quemadas y, si era posible con indios adentro. Eran expulsados del latifundio separándolos de su familia, eran azotados hasta dejarlos exánimes o simplemente eran llevados a la cárcel donde ni siquiera recibían alimento. Que para los ricos, la violencia contra el pobre siempre ha sido la principal forma de hacerse obedecer. Sino, escuchen este vívido testimonio de Mama Tránsito:
«De joven no me quería nadie diciendo que soy socialista. Me odiaban por india, comunista, ladrona. De nadie he robado yo. Yo ca solita soy. Mis hijos casados se murieron… Esa es una historia vieja como yo. Lo que le puedo decir es que no fui ignoranta… Mashca que he molido, he convidado… Lo que hice fue porque las cosas estaban mal. Andábamos una lástima… algunos regalaban a guaguas janchis… ¿habrían comido? ¡Ques pes! Yo lloraba, yo pedía misericordia cuando estaban latigueando a mi papá y a mamá. Un día había pedido permiso mi papá, de eso ca, se había muerto una vaca. De noche llegaron mayorales, de seis, con perros para que lamían la sangre que salía de la cabeza, de las piernas. De noche entraron y pegaron a mi papá. Medio muerto quedó. Nunca olvido esa noche. ¡Desgraciados, carajo!»**
En ese ambiente tenebroso, es que los indios desplegaron su lucha. Desde luego, ya no estaban solos. Cuando había una huelga en el campo los trabajadores de la ciudad, sacando parte de sus escasos salarios, entregaban una ayuda económica para que los indios pudieran sostener la medida de hecho. Por su parte, cuando eran los obreros quienes debían ir la huelga para reclamar mejoras en su vida y en su trabajo, eran los indios que, de sus magras cosechas, destinaban una parte para alimentar a sus compañeros de la ciudad.
Así, se fue forjando una poderosa alianza obrero-campesina bajo las banderas de la Confederación de Trabajadores del Ecuador y de la Federación Ecuatoriana de Indios. Así, también fueron surgiendo ideas cada vez más audaces. La más grandiosa, fue la lucha por la reforma agraria. La consigna de que la tierra debe pertenecer a quien la trabaja fue la bandera de combate más importante de los trabajadores del campo tanto en la Sierra como en la Costa.
Otra gran idea fue la de combatir la ignorancia, porque cuanto más ignorante es el pueblo, más fácilmente puede ser oprimido: entonces se defendió el derecho a establecer escuelas indias. Esas escuelas fueron organizadas con muy pocos recursos por María Luisa Gómez, Dolores Cacuango y Neptalí Ulcuango. Derrotando, claro está, la encarnizada oposición de los terratenientes y del Estado que no quería abrirlas.
El afán de defender la cultura india se expresó principalmente a través del periódico bilingüe de la FEI, Ñucanchig Allpa ya a fines de los años 40 del siglo pasado.
El afán de impulsar cooperativas agrícolas, también fue otra manera de procurar que el indio salga de su sempiterna pobreza. Por eso se logró que las haciendas de la Asistencia Social sean traspasadas a sus legítimos propietarios, eso a principios de los años 70 del siglo pasado.
Como podrán comprender, siendo muchas y enormes las necesidades, no importaba quien dirigiera la lucha. Por eso del seno de las organizaciones indias surgieron mujeres cuya talla ha sobrepasado largamente los límites del campo para convertirse en heroínas nacionales. Una de ellas es Dolores Cacuango. En homenaje sentido, ustedes pueden ver el mural del gran pintor Oswaldo Guayasamín donde se recoge esa famosa frase de la lideresa cayambeña:
«Somos como paja del páramo, que se arranca y vuelve a crecer.»
Como se sabe, a partir del gobierno de Rodrigo Borja, por la falta de firmeza de los dirigentes, el Partido Comunista empezó a decaer rápidamente y, con él, sufrieron un gran debilitamiento la CTE y la FEI. Nuevas fuerzas empezaron a organizar a los indios pero ya no con la audacia de antes. Muchos de esos grupos han sido infiltrados por enemigos -nacionales y extranjeros- de los pobres del campo.
Hace mucho tiempo que los dirigentes indios no hablan de reforma agraria, como si ya no existiera la obligación de defender al indio más pobre. Muchos, con un discurso etnicista, tienden a aislar al trabajador del campo del trabajador de la ciudad que, desgraciadamente, ahora ya tampoco cuenta con la fuerza organizada que alcanzó en el siglo pasado. Y eso los hace más vulnerables, más débiles, presas más fáciles. Porque solo la unidad de los trabajadores es condición de triunfo.
Las generaciones jóvenes que son explotadas como lo fueron sus ancestros, hoy en día tienen que volver a recorrer el camino que siguieron los precursores de la lucha india. Por eso es que las jóvenes generaciones deben conocer lo que hicieron grandes dirigentes indios.
Aquí, en La Chimba, donde vivió sus últimos años y donde reposan los venerables restos de esa gran dirigente india llamada Tránsito Amaguaña, cuya presencia imponía respeto, admiración y cariño, bien valdría que los jóvenes del campo pensaran en recoger nuevamente esas banderas de lucha, porque deben saber que todo lo que consigue el pueblo es fruto de su acción, de su esfuerzo, de su lucha y nada van a recibir gratuitamente de los dueños del país.
Que esas grandes tradiciones de combate que nos dejaron de ejemplo los dirigentes indios que ya no están con nosotros, pero que siguen vivos en nuestra memoria, sean la semilla de nuevos logros para que el pueblo encuentre el camino del progreso, y la prosperidad y su liberación definitiva, es nuestro más ferviente deseo, porque, como dijo Dolores, «somos como paja del páramo, que se arranca y vuelve a crecer».
Muchas gracias.
La Chimba, Cayambe, 11 de mayo de 2019
* Exposición con motivo del décimo aniversario de la muerte de Tránsito Amaguaña.
** Cecilia Miño Grijalva, Tránsito Amaguaña, heroína india, Banco Central del Ecuador, Quito, 2006, p. 26.