El mago está en escena. Cierra herméticamente la caja en la que alguien acaba de introducirse y la atraviesa con un montón de cuchillos. Instantes después, esa misma persona saldrá de su encierro sin siquiera haber sufrido un rasguño, se mostrará ante nosotros y recibirá nuestros aplausos. Si hubiéramos mirado atentamente, quizá habríamos adivinado […]
El mago está en escena. Cierra herméticamente la caja en la que alguien acaba de introducirse y la atraviesa con un montón de cuchillos. Instantes después, esa misma persona saldrá de su encierro sin siquiera haber sufrido un rasguño, se mostrará ante nosotros y recibirá nuestros aplausos. Si hubiéramos mirado atentamente, quizá habríamos adivinado dónde residía el truco. Pero hemos preferido, como en el cine, dejarnos llevar por las apariencias, suspender durante un instante nuestras facultades racionales y disfrutar del espectáculo. Podríamos hacer lo mismo con El prestigio, pero en ese caso dejaríamos pasar alguna de las diferentes sorpresas que esconde. De modo que, por esta vez, quizá sea conveniente echar un vistazo al interior de la caja.
En apariencia, la última película del formalmente sobrevalorado Christopher Nolan incluye, (al igual que su competidora y predecesora en la cartelera, El ilusionista, de Neil Burger) una contraposición de clase a través del destructivo enfrentamiento entre un hombre pobre (Christian Bale), con talento para la magia, de vida dura, carácter arisco y no demasiado agraciado físicamente y un hombre rico, atractivo y simpático (Hugh Jackman), con habilidad para rentabilizar sus aptitudes y casado con una mujer hermosa: un feliz ser humano. La ambición y envidia propias del personaje encarnado por Bale (el resentimiento de clase) parecen ser las causantes de una tragedia evitable que constituirá la base una enconada enemistad. A partir de ahí, El prestigio también nos ofrecerá, además de excesivas vueltas de tuerca a un argumento clásico, algunos enfoques nada apropiados para la época en que su acción se desarrolla y mucho más cercanos a las metáforas que se suelen emplear en el suelo económico contemporáneo. Es aquí cuando deberíamos recordar la habitual tendencia de los autores de narraciones fantásticas a dejar volar la imaginación sólo para retratar mejor el tiempo presente.
Y una de las imágenes más actuales es la que refleja los cambios en el enfoque de clase: lo que Nolan arranca contándonos es que ambos magos compiten en igualdad de condiciones, que el terreno de juego en el que deben mostrar sus habilidades permanecerá inmune a la procedencia social y que sólo reconocerá una virtud, el talento. En buena medida, se trata de una metáfora que aparece siempre en los trabajos inmateriales contemporáneos: que lo esencial en las trayectorias profesionales tiene que ver con la capacidad para realizar bien un oficio, con las utilidades que se es capaz de producir y con las innovaciones que se es capaz de añadir a lo recibido.
Pero el desarrollo de El prestigio consiste precisamente en contradecir ese punto de partida. Porque, como ha ocurrido en tantas ocasiones en la producción inmaterial, una cosa es producir algo nuevo y otra distinta recoger los beneficios; quien pone en marcha las innovaciones y quien finalmente las vende no suelen ser la misma persona. Y el mago encarnado por Hugh Jackman es buen exponente del capitalista contemporáneo, que carece del talento preciso pero que sabe ejecutar lucidamente la magia ajena; que sabe cómo convertir un truco en un gran show. Quizá Nolan nos quiera contar que esa sería la lucha de clases moderna: privados de los medios que les permitirían entrar en las redes globales del espectáculo, el destino de los menos favorecidos, como nos dice entre sollozos la secretaria encarnada por Melanie Griffith en Armas de mujer, es producir ideas que otros rentabilizan.
La dedicación absoluta
La segunda referencia al presente la aporta un mago chino que realiza ante los ojos asombrados de los jóvenes aprendices un truco imposible. Es el personaje interpretado por Bale el que cae en la cuenta de que el truco sólo se puede realizar gracias a la entrega absoluta del viejo, capaz de fingir tan sinceramente fuera de escena como sobre ella. A ambos se les hace evidente entonces que sólo quien supedita la existencia a su oficio puede conseguir la clase de éxito que están buscando: que no hay vida privada fuera de la dedicación íntegra. En principio, Bale, el pobre, es el más dado a esa clase de sacrificios. Todas sus posibilidades de ascender en la escala social, de ser alguien y, al mismo tiempo, de salir de la miseria, pasan por triunfar en aquello que sabe hacer. De modo que no extraño que, en algunos pasajes de El prestigio, volvamos a oír una serie de recriminaciones habituales en innumerables producciones televisivas y en el último cine hollywoodiense para masas, (desde Click hasta El diablo viste de Prada) acerca del olvido de la familia por parte de un padre inmerso en un trabajo absorbente. Algo que resultaría todavía más frecuente en el arte, terreno abonado para la obsesión. Así que ambos, pero más aún el mago rico, serán capaces de relegar una privacidad que, ya no es, contradiciendo a Douglas Sirk, una simple imitación de la vida, sino un estorbo que retrasa las posibilidades de la vida verdadera, esa que se acontece encima de los escenarios.
Los límites de la obsesión
Ahora bien, habrían de delimitarse los límites de la obsesión, de aquello para lo que viven ambos magos. Y curiosamente, ninguno de los protagonistas de El Prestigio parece darle demasiadas vueltas a cómo llevar a cabo mejores trucos, a cómo perfeccionar su manejo del ilusionismo, a como llegar a la excelencia que se plantearon como meta. Más bien, lo que alimenta su obsesión es ver el rostro del competidor recortándose en su espejo. Y es que nuestros magos actúan para su contrincante y es cuando adivinan sus trucos y le hacen fracasar (en escena, en el amor, en la vida privada) que son plenamente felices. No es difícil, pues, adivinar en su enfrentamiento sin tregua alguna de las características del mercado posmoderno, en el que lo significativo no es triunfar sino quedar por encima, donde lo sustancial no es presentar un buen balance sino mejorar las cifras de los competidores. Las rivalidades contemporáneas han alcanzado lo institucional hasta tal punto que buena parte de nuestra vida pública está tejida de esos odios corporativos entre medios de comunicación, partidos políticos, empresas informáticas, de refrescos, etc. Y lo peculiar de este largometraje es hasta qué punto reproduce en lo real lo que el relato nos cuenta: que películas como El ilusionista y El prestigio, de similar temática, coincidan en la cartelera, tiene mucho que ver con las estrategias competitivas de las empresas que las produjeron. Por eso, nadie que conozca por dentro esas actitudes puede dejar de mirar con una sonrisa las artimañas y el juego sucio, pero también la desesperación en la derrota, de estos dos magos condenados a enfrentarse sin que ninguno de ellos pueda obtener el triunfo definitivo; donde la única victoria real es ser capaz de abandonar la competición.