En este artículo el autor sostiene que la izquierda tiene que avanzar movilizando a las clases trabajadoras, no convenciendo a las clases privilegiadas de que no son una amenaza para ellas, que es lo que parece pretender la posible inclusión de Alckmin como vice en la candidatura de Lula para el año 2022.
La presencia de Alckmin en una candidatura Lula en 2022 no es una solución táctica «imbatible» para vencer a Bolsonaro. El «giro al centro» no tiene por qué ser la orientación de la campaña contra Bolsonaro.
Reconozcámoslo, sinceramente. Ha pesado en partes de la izquierda una idealización de que Lula ganará la elección para la presidencia y ya está. Pero lo cierto es que nadie sabe, con un año de antelación, quién ganará las elecciones de 2022. Eso no es serio. Tres décadas y media de elecciones ininterrumpidas, cada dos años, han creado una mentalidad que alimenta una expectativa. Hay frivolidad y superficialidad en este optimismo ingenuo.
Lula no debe preocuparse por asegurar a la clase dirigente que no hay rencor ni resentimiento por su encarcelamiento. Un Frente Único de Izquierda puede ganar las elecciones si consigue entusiasmar a la clase trabajadora y a la juventud. Porque si ponemos en marcha esta base social, es posible arrastrar una mayoría entre los pobres semiproletarios de las ciudades, y dividir una parte de las clases medias. Sin apoyarse en la movilización de masas no será posible derrotar a Bolsonaro.
La lucha electoral es una lucha de clases. No será un conflicto entre propuestas, será una disputa de intereses. En 2022 no será una lucha electoral «fría». Será «caliente», porque Bolsonaro depende de la movilización de los sectores exaltados y exasperados de su base social para llegar a la segunda vuelta, más aún ahora con una situación económica deteriorada y una feroz disputa con los candidatos de la «tercera vía». Su resultado dependerá de quién sea capaz de poner en marcha una fuerza de choque social más potente.
Las oportunidades perdidas dejan valiosas lecciones. La «maldición» de los vices es una de las crueldades de la historia contemporánea de Brasil. Así como el regicidio, el asesinato del rey, era el peligro de las monarquías, la permanencia de la vicepresidencia es la amenaza institucional del presidencialismo. Tras la toma de posesión de tres vicepresidentes es inevitable equiparar los riesgos.
¿Podría haber sido diferente? ¿Fueron Sarney, Itamar (Franco) y Temer inexorables? La percepción de que lo ocurrido era inevitable es una ilusión óptica anacrónica. Toda lucha social y política es un campo de posibilidades. No todo es posible, por supuesto. Pero siempre hay en disputa, dependiendo de la relación de fuerzas entre las clases, diferentes resultados. Nada es fatal, hasta que es demasiado tarde. Los contrafactuales, la consideración de otros escenarios como hipótesis, son ejercicios legítimos.
El mandato de cinco años de Sarney entre 1985/89 no fue el único resultado imaginable de la campaña por las Directas Ya. Era posible ir más allá, si no nos hubiéramos retirado de la propuesta de huelga general cuando ya había millones de personas en las calles. La toma de posesión de Itamar en 1992 no fue inevitable. El impulso de la explosión estudiantil que culminó con actos de medio millón de personas era plausible. El impeachment de Dilma Rousseff y el mandato de Michel Temer eran el único epílogo previsible a los trece años de gobiernos de coalición liderados por el PT. Si el gobierno de Dilma no hubiera capitulado ante la presión burguesa, y aceptado la imposición de Joaquim Levy (N. del tr.: banquero, fue ministro de Economía de Dilma), por ejemplo, o si hubiera desafiado a Eduardo Cunha (N. del tr.: presidente de la Cámara de Diputados por entonces) y, desde la Presidencia, hubiera enfrentado el golpe, convocando a la clase obrera y a la juventud a las calles. Se tomaron decisiones equivocadas, se tomaron decisiones absurdas y, por tanto, tuvieron consecuencias.
Entre todos estos procesos, el más profundo e importante fue la batalla en la fase final de la lucha contra la dictadura. En 1984, al final de la campaña de Diretas Já, la mayoría de la izquierda brasileña decidió que la mejor orientación era apoyar la elección indirecta de Tancredo Neves y José Sarney en el Colegio Electoral. Se equivocaron. El PT se opuso y, por lo tanto, obtuvo la autoridad para ir con Lula a la segunda vuelta en 1989.
El proceso de las Directas fue lo suficientemente grande como para consolidar en las calles la conquista de las libertades democráticas, y derrotar al régimen. Fue la movilización de millones la que derrotó a la dictadura, pero, paradójicamente, no culminó con la caída del gobierno de Figueiredo (N. del tr.: general João Baptista de Oliveira Figueiredo).
¿Por qué fue así?
El pacto de consenso entre la dirección del PMDB y las fuerzas políticas que apoyaban la dictadura -el PDS y, sobre todo, las Fuerzas Armadas- se tradujo en una apuesta política por una solución institucional de conciliación. Este entendimiento no habría sido posible sin la movilización de masas que subvirtió el país, e impuso una nueva relación de fuerzas. El proyecto de una apertura lenta y gradual de los generales Geisel/Golbery, e incluso de Figueiredo, fue dinamitado, pero sólo parcialmente. Sus planes para una transición controlada «desde arriba» fueron subvertidos por la movilización «desde abajo”.
La dirección del PMDB estaba seriamente dividida sobre la táctica y, por tanto, sobre el objetivo de las Directas desde el principio de la campaña. Ulises Guimarães, por un lado, y Tancredo Neves, por otro, luchaban entre sí por la presidencia. Ulises quería ser candidato en las elecciones directas y Tancredo creía que sólo podía ganar en las indirectas. Por ello, Tancredo inició las negociaciones con la dirección del PDS desde antes de la movilización en Praça da Sé (N. del tr.: centro comercial y popular de Sao Paulo) del 25 de enero de 1984.
Lo que merece ser considerado excepcional en el proceso de las Directas no es que Tancredo haya conspirado con la dictadura, sino que Ulises y Montoro hayan llamado a la movilización de masas contra Figueiredo. La desconfianza en la participación popular fue el patrón de conducta política de la burguesía brasileña. Sólo la obstinación de los altos mandos de las Fuerzas Armadas en su obtusa defensa del régimen, cuando una nueva relación de fuerzas internas e internacionales lo había dejado obsoleto, podía explicar la decisión in extremis de Ulises y Montoro de resolver el conflicto apelando a la movilización de masas.
Las formas institucionales del proceso de transición de la dictadura a la democracia parecían las de una transición negociada, pero ocultaban el contenido político-histórico de lo ocurrido: el gobierno se mantuvo hasta la elección de Tancredo y Sarney por el Colegio Electoral, pero, paradójicamente, junto a Figueiredo era la dictadura la que había sido derrotada.
El análisis histórico debe reconstituir los contextos, describir los acontecimientos y explicar la grandeza y los límites de estas luchas democráticas. Lo que no debe hacer es disminuir las imponentes movilizaciones políticas de las masas populares que derrotaron una dictadura de veinte años. Porque no consiguió llevar a cabo, como quería, la transición que había previsto. No cayó derrocado por la clase dirigente que lo había apoyado. Cayó porque entraron en escena fuerzas sociales y políticas colosales -un bloque social de alianza de la clase obrera con la mayoría de la clase media y fracciones minoritarias de la burguesía- que cambiaron la relación de fuerzas que permitieron poner fin al régimen dictatorial.
He aquí la principal lección de la historia: una izquierda que no apuesta por la movilización no avanza en la lucha por el poder.
Valerio Arcary es militante de la corriente Resistencia/PSOL y columnista de Esquerda Online.
Traducción: Correspondencia de Prensa.
Fuente (de la traducción): https://correspondenciadeprensa.com/?p=22707
Fuente (del original): https://esquerdaonline.com.br/2021/12/04/a-maldicao-dos-vices/