En este artículo el autor analiza las tres herencias malditas dejadas por Bolsonaro al gobierno de Lula: un Banco Central independiente dirigido por un ultraneoliberal, un parlamento dominado por la derecha y una amenaza permanente procedente de las fuerzas golpistas.
La tercera elección de Lula como presidente de Brasil fue muy distinta, en varios aspectos a las anteriores. Cuando fue elegido por primera vez, Lula da Silva sucedió a dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, elegidos en su contra, en procesos democráticos. Cuando fue elegido por segunda vez, Lula dio continuidad a su propio gobierno.
Esta vez Lula fue elegido presidente después de un período convulso en la política brasileña, que comenzó con la ruptura de la continuidad de tres gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), a través de un golpe de Estado, con el retorno, por seis años, de la derecha a la presidencia del país.
El país experimentó retrocesos en cualquiera de los ámbitos atribuibles al gobierno puestos en relación a lo que habían hecho los gobiernos del PT. La derecha se ha radicalizado de forma extrema. La represión cayó fuertemente sobre el PT, especialmente sobre el mismo Lula, quien fue detenido y a quién se le impidió ser candidato a la presidencia de Brasil para enfrentarse a Bolsonaro en 2018.
Lula tuvo que afrontar una campaña electoral diferente a las anteriores, para volver a ser presidente de Brasil. Con énfasis, sobre todo, en la recuperación de la democracia en el país, además de los temas tradicionales del programa antineoliberal del PT.
El carácter sui generis del tercer mandato no tuvo que esperar más de una semana para manifestarse, con los atentados terroristas del 8 de enero. Los opositores no quedaron satisfechos con la derrota electoral y buscaron recuperar el poder a través de las formas más violentas que la historia brasileña había conocido.
Lula se había hecho cargo del gobierno una semana antes, pero con legados malditos. El primero de ellos vino del golpe de Estado contra Dilma Rousseff, confirmando que realmente había sido un golpe de Estado: la imposición de un Banco Central supuestamente independiente, con el mandato del presidente impuesto por el gobierno de derecha, que tendrá que coexistir durante dos años con el mandato de Lula.
Una herencia muy pesada, que pretende impedir que el nuevo gobierno, elegido democráticamente por voto popular, ponga en práctica su propio programa, elegido por el pueblo a través de elecciones. La expresión más clara de ello está en la definición de las mas grandes tasas de interés del mundo, obstáculo decisivo para impedir que la economía vuelva a crecer y posibilitar la reversión de las desigualdades sociales y regionales características de Brasil.
Es el legado más maldito, porque condena al país a la recesión, por la acción deletérea de una persona, designada por Bolsonaro para impedir que la economía vuelva a crecer y para favorecer los intereses de la banca privada. Eso impide que se realice la voluntad democrática del pueblo.
El otro legado maldito es la mayoría de derecha en el Congreso, que bloquea las iniciativas gubernamentales. No sólo se le impide aprobar iniciativas esenciales para el gobierno, sino que lo convierte en víctima de las iniciativas de la mayoría conservadora en el Congreso.
Las manifestaciones del 8 de enero revelan otro legado maldito: las fuerzas terroristas en los sectores policiales, militares y otros, que constituyen una amenaza permanente contra la democracia.
Lula no gobierna como lo hizo en sus victorias anteriores. Es un gobierno bloqueado por estas herencias neoliberales. Lula tiene que enfrentar estos obstáculos a lo largo de su gestión. Con cada búsqueda de inversiones, con cada búsqueda de aprobación de un proyecto en el Congreso.
Incluso antes de los primeros 100 días, Lula ya tuvo que enfrentar varios de estos obstáculos. No se puede decir que su gobierno despegó como los anteriores. Todo dependerá de la capacidad del gobierno para eludir estos legados malditos.
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