uchos sectores de los pueblos originarios se encuentran en emergencia alimentaria y sanitaria, por mencionar sólo los aspectos más visibles y urgentes de sus necesidades. Esta realidad es cíclicamente puesta en escena según lo manden los intereses político-partidarios y de los medios. El lento genocidio de las comunidades aborígenes fue deslizándose a lo largo del tiempo desde la negación directa al sutil paternalismo que anula la diferencia y somete. El carácter autoconciliador de las actuales dádivas caritativas se antepone al cuestionamiento de las circunstancias -siempre políticas- que llevaron al otro, al que recibe, a condiciones indignas e injustas. Vigencia del supuesto moderno civilización / barbarie. Necesidad de reconocer los procesos de resistencia que tejen los conjuntos históricamente soslayados y negados.
Desde hace algún tiempo y como si fuese el último grito de la moda burguesa se organizan por doquier grandes colectas y campañas de beneficencia para llevar el progreso a aquellos tobas o wichis del Impenetrable Chaqueño, que quién sabe por qué inexplicable fatalismo universal se encuentran en el último escalón de la dignidad humana.
En 2007 se denunciaron un promedio semanal de alrededor de 92 nuevos casos de desnutrición grave1. Como causal de la muerte, a la desnutrición se suman el chagas y la tuberculosis.
Pero el aborigen es atrasado por su histórica e incomprensible obstinación a no asumir las pautas de trabajo del hombre supremo.
Entonces medios de comunicación, otros grupos empresariales camuflados tras la pantalla del marketing social, artistas del mundillo de la fama frívola, fundaciones de identidad real desconocida y ciertos sectores pequeño-burgueses mancomunan esfuerzos y sensibilidades en estas cruzadas salvadoras.
Y luego de tantos eventos de visibilidad pública, la violencia de llegar a ese lejano paraje e improvisar la alegría espontánea. La disimulada arrogancia de presuponer o imaginar que el otro ya es determinada cosa, que necesita tales otras, que son ellos quienes se las pueden dar -tan cristianos y bondadosos, tan occidentales, tan blancos, tan urbanos-. La conceptualización de esos enormes hombres y mujeres arrugados (que viven desde miles de años donde quizá nadie más podría hacerlo) como pequeños, como pobres, como recipientes a llenar con amor católico.
Para salvarse a sí mismos muchos volverán creyendo haber sido misericordiosos, con recuerdos bellos, tal vez con lágrimas, con fotos de objetos antes que de sujetos, con ese lugar del cielo ya en el bolsillo. Un feliz tour al corazón de la miseria.
(Aunque al fin y al cabo lo importante es otra cosa: aquellos desheredados serán exonerados de sus padecimientos terrenales al llegar al reino celestial, que es para los pobres.)
En eso están. Sumados al cargoseo de tanta iglesia, de tanta organización de desarrollo, de tanto candidato a cargo público. ¿Puede la pobreza redituar a intereses particulares? ¿Qué fundamenta semejante nivel de cinismo?
La ayuda social se orienta hacia los excluidos dóciles, los no rebeldes. Creación de los sectores del poder, es seguida por sus vasallos -conscientes cuanto no- que trabajan en la puesta de simples «parches» pasajeros.
Las palabras que denuncian seriamente la situación socio-económica de los asistidos y sus causas «reales» son un tanto menos escuchadas de lo ya poco que las reproducen medios, universidades y gobiernos. La caridad, que consuela pero no cuestiona, es legítima y emociona hasta las lágrimas. La solidaridad que interpela las causas de toda injusticia debe ser desestimada o ignorada con el mayor decoro posible2.
Quienes se asoman desde «afuera» a esa región de tristeza no aluden nunca a la imposición de economías y estilos de vida que condenan u orientan a muchas comunidades originarias hacia la dependencia. Es que sencillamente, sabiéndolo o no, forman parte de esas estructuras de desmembramiento espiritual y material. El santo mesianismo prolonga la negación de saberes, creencias, lengua, rutinas, concepción del tiempo, simbolismos de la cosmovisión sobre las que se amasa la artesanía de la vida misma. Postergan el re-emerger pleno y digno de los pueblos sometidos.
Cíclicamente la televisión de la capital se da vuelta para mirar los restos del viejo continente, pues su presente y destino urbanos la hermanan con las grandes capitales del mundo. Se acercan a apenarse y a mostrar al aborigen como suplicante, silente, desposeído, imposibilitado, eterno mendigo que estira la mano desde su origen esperando el abrigo y el alimento de la sociedad que supo descubrir el progreso casi por propio instinto y principio genético. Qué no fue Buenos Aires sino una ciudad por sus luces hecha insignia de los procesos de modernización capitalista en esta América de raíz indígena.
Las mismas emisoras y pantallas que glorifican el histórico progreso económico de la nación, y que hoy se alimentan de la extensión de las fronteras del monocultivo que mata al monte y a sus hombres, se visten con el ropaje que los asemeja a filántropos puros de corazón3. Hipocresía y falso humanitarismo que lleva a rememorar los sonidos trágicos de Gerónima, la anciana mapuche muerta por la violencia del sistema religioso y médico occidental que la manoseó compulsivamente: «No quiero que me den una mano, quiero que me saquen las manos de encima»4.
Las dádivas paternalistas autoconciliadoras configuran una relación de poder asimétrica entre quien otorga -quien impone- y quien recibe. Al anular la percepción del Otro en tanto par, delinean o reafirman la existencia de un ser superior.
Con el asistencialismo desaparecen además las prácticas culturales comunitarias de satisfacción de las necesidades. Dice Sixto Vázquez Zuleta, maestro y escritor colla:
al indio se le condiciona a esperar todo de afuera, del blanco omnipotente, dueño de la riqueza, la tecnología y la sabiduría. Y eso conduce también a esperarlo todo del gobierno y a perder el sentido comunitario. Las dádivas, limosnas, el paternalismo actual, nos están haciendo dependientes de otro; esa sobreprotección ahoga nuestra responsabilidad y nos causa pereza mental. Total, si me van a mandar ropa. Para qué voy a tejer. Total, si mandan comida, para qué voy a sembrar. Para qué voy a trabajar, si es más fácil pedir. Es el mecanismo que genera pordioseros5.
La dicotomía civilización / barbarie que expresara Sarmiento como principio del proyecto de europeización del sur de América Latina adquiere en el siglo XXI un nuevo rostro, revelando su vitalidad como supuesto filosófico. Para el hombre de este tiempo el ajeno es al fin de cuentas, hoy, un bárbaro abatido. A esto fueron minimizados los aborígenes del Chaco. El que había sido un indómito refugiado en el bosque inaccesible ahora languidece su vida. El último espacio de fortaleza en ser domesticado por las instituciones de la Nación -ejército, iglesia y luego la escuela- fue siendo de a poco un Impenetrable cada vez más frágil y endeble.
(Simultáneamente a la eliminación de las condiciones materiales de existencia, en el plano «ontológico», el hombre urbano – burgués actual cosifica a los pueblos originarios transformándolos en una postal fotográfica de la prehistoria incivilizada).
Pero para calmar semejante desprotección está la mano buena, cristiana, occidental, blanca, propietaria, masculina, que salva y purifica los espíritus solitarios en medio del yermo. Quién sino podrá ayudar al niño tímido y desamparado que muestra la TV.
Sin embargo, más vergonzoso que el estado al cual fueron reducidos estos pueblos es el proceso pergeñado y ejecutado a lo largo de los siglos para ello. Así como no existe desde siempre este paisaje de tragedia humana mostrado de vez en vez, tampoco es repentino. Desde su origen el Estado moderno capitalista ha sido cómplice, responsable y/o ejecutor del genocidio aborigen6. La historia de la eliminación de las diferencias y de la dominación efectuada por el hombre occidental (y/o por el occidentalizado) se escribe en etapas muy claras.
En la primera destruyó y tomó posesión del espacio de los nativos, en avanzadas sucesivas que fueron relegando cada vez más a los habitantes originarios. Los que no fueron empleados como mano de obra barata o directamente esclava en los obrajes del patrón blanco, fueron muertos7. Otros corrieron la mejor suerte de terminar confinados a reducciones religiosas o en reservas alejadas y muchas veces improductivas. Pocos se salvaron para continuar la vida en el monte, en los cerros.
Otro capítulo insoslayable de la conquista se escribe con los aportes de la cruz. El testimonio de Patricio Doyle resulta una confesión cruenta. Este escritor, ex sacerdote y ex presidente del Instituto Nacional Indígena (INAI) que desde 1973 vivió más de veinte años con el pueblo wichí, revela la importancia de la religión en el proceso de vaciamiento cultural de las comunidades aborígenes por las cuales transitó:
Los grandes responsables del genocidio indígena fueron los misioneros, no los políticos, ni los militares ni los empresarios, aunque estos también se aprovecharon, y mucho, de ellos. […] Desde hacia siglos se les venía imponiendo el pensamiento de que todo lo suyo era malo, que tenían que olvidarlo todo, pasar a vivir como blancos, ser buenos trabajadores y que, si se portaban como ellos les decían, algún día serían felices en el cielo […] Social y psicológicamente fue genocidio lo que hicieron con ellos, porque los obligaron a olvidar su pasado. […] Los aborígenes […] a través de los misioneros de la religión oficial del imperio español fueron vaciados por dentro […] El gran problema fue que los misioneros les arrancaron su identidad. Si trato que un naranjo sea un algarrobo, lo mato. Si trato que un wichí sea un alemán, lo mato. El aborigen es aborigen, o no es. […] Llegué a la conclusión de que nosotros no debíamos estar allí ni para llevarles cosas ni para enseñarles que si se portaban bien iban camino al cielo. Lo que necesitaban era ser valorados y amados.8
Esta enajenación se prolonga en el presente, y con figuras celestiales de distintos signos. Casi todos los aborígenes del Chaco, por caso, hoy dicen pertenecer a grupos evangelistas, de la llamada Asamblea de Dios, de la Iglesia Universal o a otras que siguen con el proceso de deformación y olvido de la propia cosmovisión y hábitos.
En los últimos años se edita un nuevo desplazamiento de comunidades aborígenes y campesinas. Las opulentas ganancias que promete el cultivo de la soja han llevado a pampeanizar zonas hasta ahora inexploradas, como algunas regiones de Chaco, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, el norte de Córdoba, y más.
El modelo agro-exportador se cultiva con la connivencia de productores rurales y gobiernos nacionales y provinciales. «En los últimos doce años, la superficie de las tierras fiscales existentes en la provincia de Chaco ha disminuido de 3.900.000 a 660.000 hectáreas. Pero estas tierras no fueron otorgadas, de acuerdo a la Constitución provincial, a las comunidades indígenas o a criollos que desarrollan actividades rurales, sino que fueron vendidas (en ocasiones con los propios indígenas adentro) a empresarios madereros y sojeros, principales responsables de la drástica reducción de los montes ocurrida durante la última década»9.
Cada parte capitaliza su ganancia y, en paralelo a la ruptura del auto-sustento de los pueblos nativos, se tejen estructuras de dependencia que terminan por someterlos.
«El monte ya no es el antiguo vergel de recursos que brindaba alimentos y medicinas, que permitía la vida y la hacía posible. Van desapareciendo los árboles que han acompañado las tradiciones y los mitos del pueblo toba. Hay menos lapachos, menos algarrobos, menos itines, menos quebrachos. Disminuyen las especies animales y vegetales, no hay más marisca, se restringe la pesca. Las abejas, que tradicionalmente han formado parte sustancial de la economía y la alimentación toba, huyen a otros sitios a causa del desmonte. La depredación avanza y la gente no tiene sustento. Sólo quedan los planes sociales y los bolsones de comida que hacen a los miembros de la comunidad presas del clientelismo político»10.
El monocultivo se traduce a monocultura.
La agricultura que promete generar alimentos, deja a la geografía hecha páramo y desolación. A cambio, crecen lejanas cuentas bancarias, aumentadas para un flamante e inescrupuloso terrateniente.
Qué comerán estos sujetos, sin su tierra, despojados de futuro para seguir construyendo su historia, trizado el sustento de la propia cosmovisión. Ahora bien, y lógicamente, entra en escena la asistencia social.
Tras las avanzadas «físicas», finalmente, vienen los portadores de una batería de métodos más o menos sutiles de invasividad, negación y subyugación cultural11. Aunque no siempre se reconozcan mutuamente, la mano que enferma y la que cura comparten principios, intereses y aspiraciones socio-culturales. Doble moral que asesina. Falso altruismo.
El último bastión de la imposición y dominación viene en curiosas y a veces inútiles mercaderías coloridas. Alimentos, ropas, medicinas y juguetes viajan a salvar las almas pobres. Van con la forma de ayuda social, que no es más que una forma subsidiaria de sanar el hambre y la injusticia.
Zapatos viejos para el norte, sí. Oponerse a la expansión de la frontera agrícola que avanza destruyendo las comunidades campesinas y el espacio en donde ellas recrean la vida, no. Es de esta forma cómo se anula (o se consuela) la consciencia de la necesidad de una transformación verdadera, radical a la par que respetuosa de los principios de su gente.
La miopía propia a la conformación cultural que se concibe como superior alimenta la hipocresía de la sociedad que juega el papel del humanitarismo ingenuo, como si esto la salvara de responsabilidades y culpas.
La brutalidad de este confinamiento del aborigen al último espacio material y simbólico de su vida, de esta expulsión al margen de la dignidad humana en donde es «rellenado» con los desechos materiales de las clases medias, se completa con el rechazo y/o con la explotación laboral en las propias urbes urbanas. ¿Qué suerte siguen los que migran de su espacio originario para trabajar en la sociedad blanca-occidentalizada? No alcanza con expulsarlo de su tierra…
La decolonización del conocimiento de esta realidad debe partir de la certeza según la cual no existen lugares pobres (como si lo fueran desde la génesis del mundo, o por un cataclismo desconocido cuya identificación resulta hasta irrelevante). Pero sí hay pueblos empobrecidos, desposeídos, sometidos por terceros12.
Tan necesario como subsanar la urgente inanición es revisar la injusticia de este hambre, reconociendo y asumiendo causas históricas.
Estas páginas no son inhumanas por negar la ayuda caritativa. Si son crueles los son al desnudar la posición de poder que el discurso de la limosna supone, llamada centralmente a que las estructuras de desigualdad material se prolonguen en el tiempo, y a que las de colonialidad del pensamiento se justifiquen a sí mismas.
La sensibilidad real es reconocer la diferencia y la igualdad real entre los hombres, valorando las condiciones dignas de vida del Otro.
Es por esto que a la lástima cristiana debe anteponerse la admiración hacia quienes siguen levantando su propia bandera aún tras siglos de padecer la expropiación y la indiferencia.
La única solidaridad que los pueblos necesitan es la de la escucha y no la del monólogo compasivo.
La mano necesaria es la del puño que acompaña la histórica resistencia cultural, que hoy re-emerge en cinco siglos de vejaciones, ataques, humillaciones y «olvidos». No hacen falta fórmulas subsidiarias, sino compañía en la lucha.
Porque «A las estrategias, modalidades y mecanismos diseñados por los dominadores de todos los tiempos corresponde una plétora de expresiones, acciones, estrategias y proyectos políticos de quienes se resisten a ser dominados»13. Siempre.
De ahí lo imperioso de alentar los procesos actuales de autoconcientización y reivindicación de los pueblos originarios: para que haya un mañana tejido con la sabiduría y los colores de los hombres milenarios
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