Confiada ha andado la humanidad. Creía que las fuerzas soviéticas y aliadas habían abatido completamente la hidra en 1945. Sin embargo, su hálito flota en el ambiente. Y cuando menos se espera, rebrota en uno u otro punto. Sobre todo en el hemisferio norte. Porque, al parecer, a esa práctica excluyente nombrada fascismo le vienen […]
Confiada ha andado la humanidad. Creía que las fuerzas soviéticas y aliadas habían abatido completamente la hidra en 1945. Sin embargo, su hálito flota en el ambiente. Y cuando menos se espera, rebrota en uno u otro punto. Sobre todo en el hemisferio norte. Porque, al parecer, a esa práctica excluyente nombrada fascismo le vienen bien los climas gélido y templado. Climas de desarrollados en economía y «punteros» en derechos humanos.
Y hablando de norte, de frío y de derechos humanos, uno de los sitios donde últimamente ha asomado la bestia es aquel donde nació. Sí, allá donde una tradición de humanistas, filósofos de avanzada, artistas, revolucionarios, ha encontrado su contraparte; primero, en una teoría que exalta el nacionalismo, la «pureza» étnica, el «superhombre»; luego, en una praxis que, de no atarse a tiempo, hubiera arrasado con Europa y quién sabe si con el orbe entero.
Alemania vuelve a ser noticia de escabroso asunto. Y que conste: no solo por el fútbol. Desde antes, observadores atentos insistían en que mientras el país «se dispone a recibir una oleada de turistas de todo el planeta durante la Copa Mundial de la FIFA 2006, el ataque racista contra un político y manifestaciones neonazis ensombrecen los preparativos para el torneo».
Los temores son fundados. Al presentar su informe anual 2005 -nos recuerda la agencia informativa IPS-, el ministro del Interior, Wolfang Schaeuble, reveló que más del cinco por ciento de los hombres de entre 18 y 24 años de edad votaron por el (ultraderechista) Partido Nacional Democrático en las elecciones federales del año pasado. En el este del país, el diez por ciento. Para mayor inri, el número de los dispuestos a perpetrar actos de violencia con tufo nazista se disparó de 400, en el año 2004, a 10 mil 400, en 2005. La cantidad de ataques por motivos raciales creció casi una cuarta parte, para sumar 958.
El clímax de algo que no significa precisamente paranoia, sino prevención con causa, asomó en la advertencia hecha a horas del comienzo del reciente Mundial por Uwe Karsten Heye, vocero del canciller Gerhard Schröder de 1998 a 2002: «Recomendaría a las personas que tengan otro color de piel no visitar ciertas ciudades medianas y pequeñas de Brandeburgo y otros lugares, porque corren peligro de no salir vivas de allí.»
Y a quien dude de la posibilidad de una muerte anunciada, le recordamos un rosario de ataques de entre los que sobresale el incendio, en 1992, de un hostal que albergaba a inmigrantes solicitantes de asilo en la oriental ciudad de Rostock. Doce meses después, una familia turca resultaba el «mejor» pasto para otra quema intencional, en la occidental Solingen.
Hace muy poco, en Postdam, también en un este en que algunos, cada vez más, empuñan la xenofobia y el antisemitismo con el argumento de las desigualdades sociales surgidas tras la caída del vituperado Muro de Berlín, un vociferante grupo de cabezas rapadas ofendía («¿Por qué me llaman nígger?», increpaba la víctima) y colmaba de puntapiés por todo el cuerpo a un extranjero, ingeniero hidráulico y padre de dos niños, quien, con su desesperada defensa solo logró un ensañamiento que le costó fractura de cráneo.
Si bien el hecho, como los demás, ha conmocionado a la opinión pública, no encontró eco parecido entre los máximos responsables de conjurar a tiempo el demonio del fascismo. El mismísimo ministro del Interior no se daba por enterado. Como si no entendiera por qué los agresores intentaban estigmatizar al golpeado espetándole al rostro tumefacto los denuestos de «negro de mierda» y «sucio nigeriano», Schauble comentó con candidez inimaginable que «la víctima podría haber sido también rubia y de ojos azules».
¿Rubia, no? En ese contexto, y a pesar de la conmoción, quizás la nota que más alarme sea la pasividad ante la mayoría de los actos públicos de violencia contra los «extraños», uno de los más sonados símbolos del espíritu ultranacionalista. Buena parte de los ciudadanos -digámoslo sin cortapisa alguna- lucen adormilados frente a la olorosa salchicha rociada con la mejor de las cervezas…
Actitud que hace unos lustros puso al globo al borde del fin, bajo una égida que apostó por el holocausto judío y la del orbe eslavo, entre otros. Si despertaran y se desperezaran de manera gregaria todos -los gobernantes en primerísimo orden-, los pacíficos alemanes harían a una humanidad expectante el mejor de los regalos: la tranquilidad de saberse protegida contra las consecuencias de esa vieja teoría de «superhombres» y razas únicas. Basta con tensar la memoria histórica. Y proponerse cerrar espacio a la hidra que, decididamente, no murió en 1945.