Un sistema que, cuando no tiene problemas, excluye de una vida digna a la mitad del planeta y que soluciona los que tiene amenazando a la otra mitad, funciona sin duda perfectamente, grandiosamente, con recursos y fuerzas sin precedentes, pero se parece más a un virus que a una sociedad. Puede preocuparnos que el virus […]
Un sistema que, cuando no tiene problemas, excluye de una vida digna a la mitad del planeta y que soluciona los que tiene amenazando a la otra mitad, funciona sin duda perfectamente, grandiosamente, con recursos y fuerzas sin precedentes, pero se parece más a un virus que a una sociedad. Puede preocuparnos que el virus tenga problemas para reproducirse o podemos pensar, más bien, que el virus es precisamente nuestro problema. El problema no es la crisis del capitalismo, no, sino el capitalismo mismo. Y el problema es que esta crisis reveladora, potencialmente aprovechable para la emancipación, alcanza a una población sin conciencia y a una izquierda sin una alternativa elaborada.
El lunes 21 de octubre de 1929, el mercado bursátil sobrevaluado comenzó su caída. Logró una breve recuperación a mediados de semana, pero 7 días más tarde, el Martes Negro, volvió a derrumbarse: se pusieron a la venta 16 millones de acciones y no había compradores. El juego se había acabado.
El capitalismo de casino ha hecho crack estrepitosamente. Sufrimos en estos tiempos un auténtico aluvión de noticias sobre la hecatombe económica en curso. Los mass-media, en manos de los mismos agentes económicos protagonistas del derrumbe, nos bombardean día tras día con informaciones fragmentarias e intencionadamente manipuladas por los creadores de opinión para impedir una visión de conjunto de las entrañas del proceso. De este modo, las sopas de cifras difícilmente inteligibles, los rescates financieros multimillonarios, las pseudonacionalizaciones bancarias y demás flashes inconexos, pretendidamente aclaratorios de la gravedad de la situación, se convierten en un magma caótico destinado a transmitir la idea de que, aunque la nave haga agua por los cuatro costados, las vías se pueden taponar con medidas «cosméticas» o profilácticas que no afecten a su rumbo ni pongan en peligro el puesto de mando.
Paralelamente, los títeres políticos, dócilmente sometidos a los dictados del poder económico, tienen el descaro de violar flagrantemente los mandamientos del, hasta hace bien poco, sacrosanto neoliberalismo ortodoxo (su catecismo para las vacas gordas). Vemos así cómo, transmutados súbitamente en apóstoles de la llamada «socialización de las pérdidas», se aprestan a decidir intervenciones multimillonarias para librar al capital financiero de sus activos basura. Tratan de esta forma de recomponer a costa del erario público las maltrechas arcas de los especuladores, contribuyendo incluso al saneamiento y posterior restitución al capital privado de los buques insignia del capitalismo de la edad dorada como Chrysler o General Motors.
Este hecho desvela la falacia difundida a los cuatro vientos por la propaganda neoliberal imperante, cuyo primer mandamiento es que el estado no se entrometa en los negocios, cuando en realidad requiere, como vemos un día si y otro también, su auxilio permanente para tratar de allanar los obstáculos que la dinámica contradictoria de la acumulación de capital encuentra constantemente a su paso.
El capitalismo exangüe encuentra en el capital público y en el apoyo entregado de los bancos centrales los últimos puntales que pugnan por mantener con respiración asistida al paciente terminal. Sin embargo, ello no debería sorprender a nadie, ya que la clase política es, parafraseando a John Dewey, la sombra que el gran capital proyecta sobre la sociedad.
De esta suerte, la situación económica mundial está tomando un cariz de patetismo surrealista pocas veces resaltado. A pesar del carácter dramático de las consecuencias sociales de la vorágine especulativa que cotidianamente presenciamos (explosión del paro, quiebras inminentes de fondos de pensiones, ejecuciones inmobiliarias masivas, etc.), la élite de oligarcas político-financieros, derramando abundantes lágrimas de cocodrilo, no ceja ni un instante en su empeño de obtener las máximas regalías públicas, sufragadas involuntariamente por toda la ciudadanía. Su intención es continuar con sus trapacerías a una escala aun superior, manteniendo incólume la estructura del poder social y dando una vuelta de tuerca más en la huida hacia adelante del capitalismo parasitario.
En el colmo del descaro y la desfachatez, los creadores de esta montaña de capital ficticio, destinada a exprimir al máximo el flujo de plusvalía que mana del capital productivo (y que, según los apologistas neoliberales, habría de servir para lubricar el sistema económico con una asignación de recursos más eficiente que eliminaría el carácter cíclico del capitalismo), sufren una metamorfosis pasmosa abandonando su catecismo ideológico neoliberal al compás del agravamiento de la situación de sus cuentas de resultados. De este modo, haciendo gala de una volubilidad teórica abracadabrante, arrumban al desván a su santón monetarista mister Friedman y su retórica neoliberal y antiestatista, para abalanzarse en brazos del salvador por excelencia del capitalismo letárgico, Lord Keynes, y adaptar un sucedáneo espurio de su teoría a las necesidades actuales de la acumulación de capital. Presenciamos pues cómo todo el aparato ideológico de la clase dominante desempolva los viejos manuales macroeconómicos de estirpe keynesiana, hasta hace bien poco denostados y sometidos a anatema por esos mismos propagandistas del capital. Pero ya se sabe que, cuando se trata de evitar el hundimiento del barco, las fruslerías teóricas de los académicos se pueden enviar al purgatorio, para a continuación rescatar las viejas recetas reiteradamente denostadas en los tiempos de vacas gordas. Queda de esta forma al desnudo, dicho sea de paso, la falta de rigor y la perfecta adecuación a los intereses de la clase capitalista de esa pseudociencia llamada pomposamente teoría económica.
Así pues, nuestros ínclitos expertos y eximios teóricos de la Academia y de los Servicios de Estudios de la gran banca y los organismos internacionales al servicio de la «libre empresa» se aprestan raudos a bendecir de nuevo los déficit públicos e incluso la activación de la impresora de billetes (llamada, eufemísticamente, expansión monetaria cuantitativa). Todo vale en el intento desesperado por sanear la maltrecha economía de mercado y su hipertrofiado sector financiero a costa de las arcas públicas.
Paralelamente, millones de trabajadores, entrampados en las arenas movedizas de las deudas impagables y los expedientes de regulación de empleo, sufren la inclemencia del ajuste. A ellos no llegan ni por asomo esas regalías y dádivas públicas con las que el Estado ejerce su función de mamporrero del capital. Más bien al contrario: las voces de los expertos ultramontanos claman por una mayor «flexibilización» laboral que abarate el despido y facilite la expulsión de millones de trabajadores «excedentes» del mercado de trabajo y la reducción del sueldo y los derechos de los restantes. Las ejecuciones inmobiliarias son masivas y reflejan crudamente el trato discriminatorio en las ayudas y dispendios públicos: millones volcados en los bancos para su saneamiento mientras se niegan moratorias hipotecarias o cualquier tipo de ayuda financiera a las víctimas de la orgía especulativa.
Contemplamos pues meridianamente cómo la supuesta vuelta al keynesianismo de esta política económica no es más que otra cortina de humo, lanzada por los tribunos de los tabloides hegemónicos y sus padrinos en los departamentos de las Facultades de Economía, para ocultar que las montañas de fondos vertidas sobre los cortocircuitados mercados financieros no se dirigen a financiar inversiones generadoras de empleo sino a restablecer la rentabilidad del sector más parasitario y especulativo de la economía. Lo único que se pretende con ello es volver a las andadas y sentar las bases que favorezcan una huida hacia adelante del entramado capitalista, sin alterar ninguno de los presupuestos que han llevado a la actual hecatombe.
Y mientras tanto, esta enorme montaña de dinero fiduciario, de especulación inmobiliaria y de activos financieros basura que están volatilizándose a ojos vista muestra al desnudo en su derrumbe la permanencia de las bases históricas de la acumulación de capital y los límites intrínsecos de la misma.
De esta forma contemplamos cómo, a medida que colapsa el endiablado entramado financiero basado en la inflación especulativa de activos bursátiles e inmobiliarios, aparece con claridad meridiana la desesperada pugna del capitalismo por superar una vez más la contradicción insoluble entre la tendencia a la acumulación ilimitada de plusvalía y las crecientes dificultades para su valorización. Estos cortocircuitos internos del sistema, y su incapacidad consiguiente para corregir los desequilibrios que conlleva el anárquico proceso de producción, impiden sacarlo por sus propios medios de las arenas movedizas en las que está atrapado. Ello implica, inevitablemente, la necesidad de movilizar todos los recursos públicos disponibles inflando de deuda las arcas públicas para tratar de engrasar esta maquinaria oxidada para que vuelva por sus fueros. El objetivo sería dar una nueva vuelta de tuerca a la creciente condición parasitaria del capitalismo actual, basado en la proliferación por doquier de ingresos no ganados, rentistas y especulativos, cada vez más alejados de la menguante economía productiva.
Así pues, mientras el maremoto financiero-crediticio resultante de esta brutal superproducción general de mercancías impacta contra la inerme economía real, sus culpables reorganizan sus fuerzas con el apoyo incondicional de la clase política mundial para tratar de continuar a su antojo con el expolio del planeta y de sus sufridos pobladores. Aunque parezca inaudito, mientras en los oasis de la abundancia capitalista se desarrolla la mencionaba barahúnda de consumo y especulación rampantes, más de tres mil millones de personas sobreviven con menos de dos dólares diarios en el erial de miseria que ocupa la mayor parte del planeta.
En resumen, vemos que los medios empleados para trascender de nuevo los límites del proceso de acumulación son los de siempre: centralización y concentración crecientes de los capitales para eliminar las partes más ineficientes de la estructura económica capitalista; la ya mencionada ayuda del papá estado para tratar de recomponer los paralizados circuitos financieros a través de inyecciones multimillonarias de liquidez, que permitan encontrar por esta heterodoxa vía un comprador de última instancia de derivados financieros sin ningún valor de mercado y reducir la hipertrofia creciente de capital ficticio carente de refrendo productivo; incremento de la intensidad de la explotación del trabajo, con la galopante destrucción de empleo que actualmente presenciamos y el aumento consiguiente del ejército industrial de reserva, para deprimir los salarios reduciendo costes laborales.
Así mismo, el núcleo central del poder imperial pone en marcha todos los mecanismos para traspasar el coste de la crisis a los países pobres a través del intercambio desigual, los trucos financieros de los mercados de divisas y la manipulación de los precios de las materias primas y fuentes de energía que realizan las multinacionales en el trampeado y asimétrico comercio internacional.
Simultáneamente, cumpliendo con enorme probidad su función de anestésicos sociales, los pseudoizquierdistas moralizantes, entre los que destacan los economistas y periodistas reformistas al estilo de Krugman o Stiglitz, braman contra la especulación rampante y sermonean lastimeramente sobre la necesidad de volver al capitalismo del tendero, basado en el esfuerzo prudente y en el trabajo metódico y supuestamente libre de especulación y de comportamientos irresponsables. Vuelve a resucitar en estos sermones de los ecónomos el espectro del viejo Weber que, en su ética protestante, fundamentaba la ética capitalista en la vida dedicada al trabajo honrado, la austeridad puritana y la entrega al buen Dios.
Sin embargo, todo esto son pamplinas. La evolución histórica del capitalismo enseña que no hay capitalismo bueno-productivo y capitalismo malo-especulativo y que tampoco es posible embridarlo para controlar sus desajustes estructurales. Así que todas estas monsergas machaconas de los expertos de cabecera (asesores áulicos de quienes tratan de mantener, a pesar de las tempestades, firme el timón del barco) rezuman cinismo insostenible y defensa a ultranza del statu quo por los cuatro costados.
La verdad es que el llamado capitalismo productivo, basado en la producción de mercancías a través de la explotación del trabajo humano, lleva insertas las tendencias opuestas y autodestructivas que han provocado la crisis actual. En un proceso histórico que comenzó doscientos años atrás, el sistema ha ido generando endógenamente (debido a sus necesidades intrínsecas de preservar la realización de la plusvalía y el mantenimiento de la tasa de ganancia) un apéndice de capitalismo de casino que es tremendamente funcional a la necesidad del capital de mantener su valorización tensando al máximo la cuerda de la explotación del trabajo asalariado.
Este apéndice parasitario del capital se convirtió en hegemónico como salida a la pérdida de rentabilidad de la tradicional producción de mercancías de los sectores industriales dominantes en los llamados «treinta años gloriosos» posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Este vacío dejado por el agotamiento del modelo productivo de posguerra no pudo ser llenado por la llamada terciarización y la subsiguiente incorporación a los procesos productivos de las tecnologías de la información y la comunicación en la denominada tercera revolución industrial.
Así pues, ninguna salida productiva asumió el relevo a una escala lo suficientemente grande para poder desempeñar el mismo papel que la industria automovilística de la precedente fase fordista. El capitalismo buscó su tabla de salvación en la especulación en bienes raíces y en el festín de derivados financieros surgidos para sostener la gran montaña de deuda que constituye la clave de bóveda del andamiaje de la estructura económica moderna. Se trataría de pugnar por escapar (como vemos ahora, infructuosamente) del inexorable final de todos los auges capitalistas: el derrumbe progresivo de la tasa de ganancia causado por la plétora de mercancías invendibles que inunda los saturados mercados.
Empero, tarde o temprano, el festín de productos financieros creados para multiplicar la rentabilidad de los ingentes excedentes no reinvertidos en la inversión productiva se vuelve incapaz de llenar la brecha creciente entre las rentas salariales y el volumen de consumo necesario para mantener la maquinaria en marcha. Los astronómicos ingresos derivados del «milagro del interés compuesto» y del consumo de los rentistas y especuladores no pueden compensar el constante declive de la participación de los salarios en la renta nacional. Los «cortadores de cupones» de Weber que viven de ingresos no ganados acaban secando el pozo de especulación del que mana su parasitaria riqueza.
El hecho palmario es que la reproducción ampliada del capital se mantiene incólume mientras el retraso crónico de los salarios respecto al creciente volumen de medios de consumo puestos en circulación pueda ser compensado por el crédito y el consumo de los rentistas. Pero la exorbitante rentabilidad de los productos financieros creados para apuntalar este déficit creciente de demanda efectiva acaba socavando las bases de su propia perpetuación, al desplazarse cada vez más capitales hacia estos sectores especulativos donde la rentabilidad es mucho mayor, abandonando éstos la esfera productiva y minando paulatinamente la base de su propia supervivencia.
En este punto crítico, el «chicle» del ciclo alcista ya no se puede estirar más y la pugna del capitalismo por superar sus propias e insolubles contradicciones desemboca en un hundimiento aún más estrepitoso que en anteriores ocasiones históricas. El supuesto auge no ha sido más que el resultado de un esfuerzo sin precedentes por retrasar el estallido de las costuras del entramado con el lubricante multiplicador de riqueza ficticia que representa la avalancha vampírica de entelequias de ingeniería financiera parida por los prebostes de Wall Street.
En conclusión, por debajo del estruendo de la propaganda legitimadora de los tabloides y de los brindis al sol de los politicastros, desarbolados por la gravedad de la situación, opera la falsa idea legitimadora de que no es el sistema como un todo el que hace agua por los cuatro costados, sino sólo el castillo de naipes piramidal levantado por una cúpula de especuladores que han pervertido las reglas del capitalismo productivo. Estos agiotistas sin escrúpulos habrían estado enriqueciéndose astronómicamente aprovechándose de los incautos pequeños inversores y ahorradores que habrían quedado atrapados en este timo piramidal creado por los trasuntos de los antiguos alquimistas medievales (buscadores, como ellos, de la piedra filosofal de crear riqueza de la nada).
El objetivo de esta enorme ceremonia de la confusión reinante es que el público no tenga a su alcance nunca las herramientas de análisis necesarias para comprender el trasfondo de la actual hecatombe. Las pseudoexplicaciones dominantes son de una pobreza pasmosa, pero tienen una función común: tratar de concentrar las causas y los culpables en sectores concretos de la economía capitalista, dando de esta manera a entender que la reforma de los procedimientos erróneos, el salvamento de los sectores más afectados y la purga de los especuladores avariciosos serán capaces de corregir las disfunciones actuales y hacer retornar al sistema a su funcionamiento ordinario.
Se trataría, trayendo a colación una, quizás demasiado socorrida, metáfora quirúrgica, de aislar la zona tumoral (el sector especulativo de los fondos de inversión y de titulización de hipotecas) para tratar de extirparla antes de que haga metástasis. Sin embargo, la expansión de las células cancerígenas ya ha colonizado todo el organismo y resulta imposible su eliminación, quedando pues como último recurso la transfusión de enormes cantidades de plasma sanguíneo (la llamada expansión cuantitativa o inyección masiva de liquidez monetaria) para mantener artificialmente con vida al moribundo, convertido en una suerte de mutante-zombi necesitado de sostenimiento artificial.
Como siempre, los medios de comunicación de masas cumplen con su función alienante de ocultar la gravedad del paciente y de otorgar una pátina de respetabilidad pseudocientífica a las consignas del complejo político-empresarial, envueltas y adornadas con la retórica vacua de los expertos de las Facultades de Economía. El fin último de esta monumental manipulación informativa perfectamente orquestada es evitar a toda costa que la población tome conciencia de las causas y de los culpables que han generado esta huida hacia adelante del capitalismo senil que estamos presenciando en tiempo real.
Una huida hacia adelante que no se diferencia en lo esencial de las acaecidas en los últimos doscientos años de historia del sistema capitalista, si bien las bruscas oscilaciones anteriores palidecen ante el espectáculo actual de un proceso de acumulación de capital cada vez más parasitario e improductivo. Esta nueva vuelta de tuerca de la metástasis capitalista otorga al sistema actual un potencial destructivo mucho mayor que en otras situaciones similares del pasado. Entre otras cosas, porque, con este modo de producción, la naturaleza que nos sostiene ya no se sostiene a sí misma frente a un Moloch que la expolia sin cesar, amenazando directamente la supervivencia de la especie.
Hoy como ayer, la única manera de que este mutante-zombi no arrastre en su descomposición degenerativa a la humanidad y a su maltrecho entorno ecológico, comporta la construcción de un agente histórico de transformación social que sea capaz de arrumbar el organismo agonizante en que se ha convertido el imperio del capital. Si esta tarea prometeica se viera colmada por el éxito se podría aspirar a construir, sobre las cenizas del actual, un modo de producción no depredador que, en una simbiosis productiva que no agoste los recursos naturales, vertebre la organización social poniéndola al servicio de las auténticas necesidades humanas antes de que sea demasiado tarde.