Para los nacidos en la década de los cincuenta del siglo pasado, la primera división de fútbol en España estaba integrada por un equipo que tenía nombre y apellido, y el resto de los equipos eran instituciones sin pedigrí. Los niños de los barrios pobres y menos pobres crecimos jugando al futbol con la idea […]
Para los nacidos en la década de los cincuenta del siglo pasado, la primera división de fútbol en España estaba integrada por un equipo que tenía nombre y apellido, y el resto de los equipos eran instituciones sin pedigrí. Los niños de los barrios pobres y menos pobres crecimos jugando al futbol con la idea que el mejor equipo de fútbol del mundo hispanoamericano era el Real Madrid, ya sea por ignorancia o por evidente enajenación deportiva de los padres, quienes a su vez también fueron víctimas de la propaganda mediática de la prensa, el cine y la televisión de la época.
Así fue como nació mi amor por el Real Madrid, jugando por las tardes con una pelota de cuero semi ovalada con mi amiguito, quien creía ser Di Stefano, mi primo, quién soñaba con ser Puskas, el hijo del boticario gallego, tan rápido como Gento, y yo, el extremo izquierdo, el tocayo de Herrera.
¿Qué podía saber un carajito como yo, de la existencia de un tal Francisco Franco? ¿Cómo podía enterarse que España era más que castañuelas y paso doble? ¿Dónde se podía leer acerca de la dictadura franquista y del Opus Dei? ¿Quién se atrevió a denunciar, en un país gobernado por militares, que el estandarte deportivo de la monarquía y la derecha falangista española era el equipo de Di Stefano, Puskas, Gento y compañía? Y, además ¿Qué sabíamos de fascismo y todo el embarullo político de la Madre Patria? Nada. Simplemente jugábamos al balompié.
Luego, los avatares de la vida nos condujeron a la vieja Europa y sentado en un asiento de primera en el Nou Camp escuché, sorprendido e indignado, a una dama de la tercera edad, unirse al coro de voces de miles de culés, que frenéticos injuriaban al jugador de origen ¿mixteca o azteca? Hugo Sánchez con improperios que iban desde indio, sudaca hasta hijo de su santa madre. Sorprendido, pues en mi época no se estilaba que una abuelita visitara un estadio de fútbol o que una dama de la alta sociedad dominara el lenguaje soez de barrio bajo, e indignado, por los peyorativos indio y sudaca. Si al menos le hubieran dicho centraca, los forofos del Barça no hubieran puesto en evidencia sus escasos conocimientos geográficos y en segundo lugar, y esto es mucho más grave, dejaron al descubierto sus discriminantes sentimientos racistas. Tentado estuve a intervenir en favor de la «raza», pero la agresividad de la octogenaria catalana de cepa y mi buen instinto de conservación que heredé de mis ancestros indígenas, me lo impidieron. Anonadado me quedé quietecito en mi asiento, esperando que Sant Cougat, Sant Jordi, Sant Joan Despí o Sant Gaudí me protegieran, y como pueden constatar, lo hicieron. Salí sano y salvo de mi primer clásico Barça – Madrid y con la sensación de haber visto algo único en la historia del fanatismo deportivo. Huelga decir que el Barça le dio una lección futbolística al Madrid. Poco a poco fui comprendiendo la consigna que: el Barça es més que un club. Pero las cosas que se aprenden de cabro chico están muy enraizadas en los centros más profundos del sistema límbico y por mucho que mis instancias corticales me demostraban con hechos históricos, verídicos y comprobables, cuán grande fue la brutalidad del franquismo en Cataluña y el País Vasco, mi amígdala cerebral, por el contrario, me recordaba siempre aquellas tardes subtropicales pichangueando con la gente de mi barrio. Entonces aparecía Don Alfredo Di Stefano y me reprimía mis vacilaciones.
Pero como dice el dicho popular: «amor de lejos es de pendejos», llegó el día en que mandé a la cresta a la amígdala y por consecuencia, al Real Madrid. Desde la ruptura han pasado muchos años y debo confesar que en más de una ocasión tuve mis recaídas. Me sucedió lo mismo que a los enamorados, que después de la supuesta separación, la tentación los encama nuevamente.
Anoche, lunes 29 de noviembre sentado frente a la televisión, sin más testigos que mi gata Malinche, vi otra vez el clásico. Cristiano Ronaldo hizo las de Hugo Sánchez y pude comprobar que del amor de antaño no quedaban ni las cenizas. Cinco golazos y una soberbia demostración de fútbol de altura, fueron analizados e interpretados por mi vieja amiga amígdala, sin emociones ni sentimientos encontrados, es decir, con la frialdad de los hechos y los números. Y no crean los lectores madridistas que soy hincha del Barça, pero a Messi y compañía lo que es de ellos; tampoco piensen que desconozco el nacionalismo extremista catalán y la xenofobia en España.
El fútbol perdió su inocencia cuando se comercializó y se prostituyó con los dólares y los euros, cuando se desvirtuó y se sobrevaloró el papel del profesional del balompié, cuando el mercadeo y la publicidad fabricó dioses enanos de oropel engominados, cuando la cancha de fútbol se volvió una pasarela de modelos metrosexuales y ególatras, cuando lo más importante es la imagen y la promoción individual. Toda regla tiene su excepción, por suerte, y en todos los equipos encontraremos futbolistas con los pies en la tierra, que no han perdido un ápice de su sencillez y humildad, y no han sido víctimas de una de las tantas formas de deshumanización que nos ofrece la sociedad de consumo en que vivimos.
No obstante, la diferencia entre los millonarios del Madrid, del Barça, del Milán o del Manchester es tan poca, que no vale la pena ponerse a discutir. Todos son galácticos, tan lejanos y alejados de los barrios pobres del tercer mundo, donde los niños aún juegan al fútbol, imitando a sus ídolos, así como mi pandilla de antaño.
¡Requiescat in pace Real Madrid!
Blog del autor: http://robiloh.blogspot.com
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