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La muerte de los olvidados

Fuentes: La Estrella Digital

En el filme Banderas de nuestros padres, de reciente estreno en España, se reproducen con gran dramatismo numerosas escenas de muerte en combate. Su propósito en el argumento de la película es resaltar el contraste entre las ceremonias triunfalistas -y a veces algo ridículas- en el «frente de la retaguardia» (el frente que en toda […]

En el filme Banderas de nuestros padres, de reciente estreno en España, se reproducen con gran dramatismo numerosas escenas de muerte en combate. Su propósito en el argumento de la película es resaltar el contraste entre las ceremonias triunfalistas -y a veces algo ridículas- en el «frente de la retaguardia» (el frente que en toda guerra trata de ganar a la población propia para la causa por la que se lucha, aunque sólo sea apoyándola económicamente, como es el caso aquí descrito), ceremonias a las que se prestan tres soldados elegidos por el mando, y la dura realidad de la guerra en el verdadero frente de combate, el de las emboscadas enemigas, el de las explosiones ensordecedoras y la metralla asesina, cuyo recuerdo sigue torturando las mentes de los supervivientes que han visto morir a su lado a los viejos y queridos compañeros de armas.

Las publicaciones del investigador y escritor estadounidense Tom Engelhardt en el Nation Institute arrojan ahora nuevas luces sobre los muertos en campaña, esta vez en Iraq, más de medio siglo después de Iwo Jima. Analizando los últimos mil muertos del ejército estadounidense en ese país, reproduce la siguiente cita de unos investigadores de EEUU, publicada en el New York Times: «Los soldados que han muerto durante este periodo tienen un perfil constante. En su mayoría eran hombres blancos procedentes de zonas rurales, soldados tan jóvenes que aun tenían recientes sus audaces recuerdos deportivos del Instituto y las salidas en pandillas juveniles. Muchos hombres y mujeres estaban en Iraq por segunda o tercera vez. Algunos repetían turno de servicio hasta por sexta vez».

Las circunstancias sociales del ejército de EEUU han cambiado mucho desde Iwo Jima. Ningún soldado negro aparece en el filme porque existía entonces una rígida discriminación racial bajo las armas y los soldados negros constituían sus propias unidades separadas, mandados por oficiales blancos, al estilo de los ejércitos coloniales europeos. Aunque en la guerra de Vietnam se había producido ya la integración en los ejércitos, todavía el servicio militar obligatorio extendía a gran parte de la población la necesidad de contribuir personalmente a la guerra.

En el libro Working-Class War (La guerra de la clase trabajadora, no traducido aún al castellano), el historiador Christian G. Appy, refiriéndose a la guerra de Vietnam, escribió: «Las zonas rurales y las poblaciones pequeñas de EEUU han perdido, en proporción, más soldados en Vietnam que las grandes ciudades y los suburbios obreros».

Son, pues, los olvidados, los que pertenecen a esas comunidades ignoradas cuyo nombre sólo conocen quienes allí nacen y viven, los que continúan aportando a la guerra esa «carne de cañón» tan necesaria e imprescindible, sin la que las grandes y prolongadas campañas no podrían ganarse. Las cosas han cambiado poco en este aspecto y las más modernas tecnologías bélicas, hoy tan extendidas, no han logrado invertir la tendencia.

Aunque desde el asalto a Iwo Jima hasta la ocupación de Iraq han cambiado radicalmente muchos aspectos del combate, desde la táctica hasta el armamento, los que aportan el verdadero esfuerzo de la guerra siguen siendo los mismos: los soldados. Y éstos no proceden de los estratos más elevados de la sociedad, sino de los más desfavorecidos. Ellos son los que, poniendo en juego su vida, llenan de contenido la retórica de los dirigentes, sean políticos o altos mandos militares. Esas arengas sobre la sangre, el sudor y las lágrimas; la obstinada determinación de resistir que aureola al dirigente político «fuerte», como gusta decir Bush; o, con las palabras de su último discurso sobre la guerra en Iraq, los que sostienen con su esfuerzo personal esa «mayor paciencia, sacrificio y determinación» que el presidente solicita ahora del pueblo estadounidense para continuar la insensata implicación de EEUU en el caos iraquí.

Aunque sea para imponer la democracia por la fuerza, como se pretende hacer con la ocupación militar de Iraq, la guerra no es democrática. Esta afirmación no se refiere a la necesidad de disciplina jerarquizada en los ejércitos en combate. Va más allá. Porque siguen siendo los más desfavorecidos, los olvidados, los ignorados, quienes con el sacrificio de sus vidas apoyan el esfuerzo bélico de las naciones. Muchos de ellos, como muestra el filme de Clint Eastwood, terminan sus «heroicas» carreras militares, ignorados y abandonados, una vez que su arrojo ya no es necesario.

Desconfíe, estimado lector, cuando vea esas informaciones de prensa o televisión que se tienen por refinadas, donde se cubren con flechas y diagramas los mapas de algún territorio en conflicto, y unos presuntos estrategas desarrollan sus ideas sobre cómo triunfar del modo más eficaz. Vea en cada flecha centenares, miles de soldados, procedentes de los sectores más olvidados de la sociedad, que con su esfuerzo personal hacen posible la gloria, las medallas y el tradicional culto a los héroes.


* General de Artillería en la Reserva