Triunfo del neoliberalismo y derrota obrera El éxito de la ofensiva neoliberal unido al colapso y derrumbe del bloque del Este, al fracaso de los proyectos de liberación y al desarrollo desigual de los Estados de la periferia -que desmoronó la cohesión y solidaridad del Tercer Mundo-, provocó en los ochenta una derrota estratégica de […]
Triunfo del neoliberalismo y derrota obrera
El éxito de la ofensiva neoliberal unido al colapso y derrumbe del bloque del Este, al fracaso de los proyectos de liberación y al desarrollo desigual de los Estados de la periferia -que desmoronó la cohesión y solidaridad del Tercer Mundo-, provocó en los ochenta una derrota estratégica de los trabajadores a nivel mundial, el fin del ciclo de acumulación basado en la expansión productiva que caracterizó al período 45-70, y la recuperación global del dominio político, económico, cultural e ideológico del capitalismo.
La desregulación bancaria y la libertad de circulación de capitales, junto a nuevas divisiones del trabajo -fruto de modificaciones productivas, técnicas y culturales-, impulsaron la estrategia del capital internacional basada en la descentralización productiva y la reorganización y relocalización de la producción, que acrecentaron la desorganización y fragmentación obrera, y facilitaron un duro ataque a los salarios y los derechos laborales.
La alta rentabilidad que ofertaban los canales financieros generó un efecto riqueza y atrajo al capital productivo, actuando el aumento del precio de las acciones como motor de la economía durante un tiempo. Pero hacer frente al creciente precio de las acciones exigía un incremento constante de los beneficios en la producción de mercancías, y acelerar los procesos de reducción de costes y aumento de la rentabilidad del trabajo.
A comienzos de los 90, el capital había logrado recuperar buena parte de la tasa de ganancia y estabilizar una situación de bajo crecimiento económico -entendido globalmente-, a costa de una enorme concentración de la riqueza, y del aumento de la tasa de explotación de la mano de obra y la extensión significativa de formas abusivas de explotación, resultando un aumento de las desigualdades sociales y de las desigualdades entre las diferentes regiones mundiales y un aumento del empobrecimiento mundial.
Pero el nuevo modelo instaurado se ha desvelado altamente sensible a las amenazas que su desarrollo genera. Las crisis regionales se han sucedido sin descanso desde hace 20 años, bien por los riesgos de impago de la deuda de los países de la periferia, bien por quiebras de fondos especulativos, bien por sobreproducción.
La respuesta del capitalismo ha consistido en una huída hacia delante, extendiendo las prácticas especulativas a fin de seguir empujando al alza el valor de las acciones, en un clima de inseguridad y volatilidad difícil de controlar. En los Estados del centro del sistema, se ha procedido a un continuo recorte de los tipos de interés -para mantener el consumo privado impulsando el endeudamiento interno-, y a una persecución de las regulaciones estatales para favorecer la apropiación privada del sector público, con el objeto de transferir enormes masas de dinero público a sus arcas y extender el mercado a espacios que escapan a su control y a la posibilidad de hacer negocio.
En 2007 estalla una crisis mundial, en un marco de aumento del precio de las materias primas por la mayor demanda de las nuevas economías emergentes (China, India, Brasil). El colapso en 2006 de la burbuja inmobiliaria en EEUU y el estallido de las hipotecas subprime (hipotecas concedidas sin seguridad de devolución a gentes que normalmente no tendrían acceso a ellas), provocan una contracción del crédito y una crisis de liquidez del sistema bancario, al que los Estados inyectan miles de millones de dólares procedentes de las arcas públicas. La transmisión de la crisis a los mercados financieros es amortiguada por nuevas remesas de dinero público y por el colchón que representa China, dado que las ganancias de las empresas son en gran parte ganancias realizadas en ese país.
Pero la contracción del crédito en los Estados centrales, repercute negativamente en su actividad económica y en el poder adquisitivo de su población. Una caída del consumo en estos Estados -que concentran el consumo mundial-, es dudoso que pueda ser enjugado por un aumento del mismo en las economías emergentes. Si la demanda de mercancías baja, se produciría una crisis de sobreproducción mundial que golpearía a las «fábricas mundiales» localizadas en Asia. Por tanto, al problema del capitalismo de evitar una caída de la tasa de ganancia se suma el riesgo de su baja masa. Si la masa de ganancia se estanca -la mayor parte de la plus-valía que permite la reproducción del capital proviene de Asia y sobre todo de China-, el reparto será más difícil a la hora de su distribución entre los accionistas y entre las empresas, y crecerán las tensiones entre las diferentes regiones mundiales en las que se divide el sistema y las tentaciones de una escalada bélica.
La espiral iniciada para evitar el fantasma de la deflación gira sobre ésta sin conseguir alejarse, porque no se pueden distribuir más riquezas que las que se producen, y obliga al capital a no dejar un rincón económico sin someter a las leyes del mercado y sobre el que actuar, y aumenta la agresividad intervencionista de los Estados centrales y la carrera por ocupar directamente las fuentes de materias energéticas para mantener su hegemonía y su control sobre las economías emergentes.
La agonía de los actuales centros capitalistas mundiales amenaza con ser larga, dadas las limitaciones y el lento desarrollo de los centros emergentes y las escasas perspectivas de transformaciones anticapitalistas. La fragmentación de la clase trabajadora, el retroceso de la conciencia de clase y de la conciencia anticapitalista, y la extensión de unos valores mercantiles y conservadores, dificultan levantar en este momento histórico una alternativa global al sistema que se traduzca en un cambio de modo de producción y de modelo social.
Hacia el colapso de las cuentas públicas en los Estados centrales
La actual crisis cuestiona el modelo de crecimiento de los Estados centrales del sistema, basado desde mediados de los noventa en una tendencia al sobreconsumo financiada por el resto del mundo. Este dinamismo del consumo ha sido impulsado por un endeudamiento creciente y por el enriquecimiento patrimonial -burbuja inmobiliaria-. El modelo se ha mantenido con la condición de que el déficit fuera financiado por entradas de capitales provenientes de los excedentes de los países emergentes y de los países productores de petróleo. El resultado ha sido un déficit comercial proporcional al sobreconsumo.
Este modelo de crecimiento no es sostenible porque el consumo no puede ser relanzado indefinidamente mediante el crédito, y menos cuando el endeudamiento ya es muy alto, la burbuja inmobiliaria ha estallado y existen numerosos activos contaminados. Se trata de una crisis estructural y no se vislumbra a corto plazo un modelo de recambio que mantenga el anterior dinamismo del consumo y los actuales equilibrios de poder mundiales.
De ahí que la crisis muerda en los Estados centrales, principalmente en los Estados de la zona euro, donde se encuentra el botín de esta nueva huída del capital hacia delante, donde el gasto público asciende al 47% de su PIB y sus gastos sociales superan el 27% del PIB. Los gobiernos de estos Estados se han resistido al desmantelamiento total de sus políticas sociales, aplicando recortes que no han satisfecho las exigencias financieras y de las grandes corporaciones -principalmente de EEUU-, de manera que los objetivos marcados para liberalizar los servicios públicos de carácter social para la primera década de este siglo -contenidos en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios de la Organización Mundial del Comercio-, distan aún mucho de cumplirse.
La estrategia para equilibrar el déficit comercial está siguiendo varias fases. La primera vuelta de tuerca ha consistido en una reducción crediticia y fuertes desembolsos de capital público para rescatar y sanear las cuentas de bancos y sectores financieros más comprometidos por la crisis. La reducción del crédito ha disminuido la actividad empresarial y ha provocado un importante aumento del paro y de la economía sumergida, en relación con la situación de cada Estado. Si la caída de la actividad económica ha disminuido los ingresos públicos, el paro ha disparado -como en el caso de España- los gastos de cobertura social, y ambos factores unidos a las ingentes cantidades de fondos públicos destinados a los planes de rescate de la banca, han endeudado al sector público y comprometido el crecimiento económico previsto para los 5-6 próximos años.
Los planes de rescate se han llevado a cabo sin variar las actuales reglas de juego y a pesar de ello, la esperada recuperación de las Bolsas no se ha producido. Al contrario, se han realizado maniobras masivas especuladoras contra los Estados más débiles de la zona euro -Grecia, España, Portugal-, que amenazan con comprometer la moneda común y extenderse al resto de los Estados de la Unión Europea. Este ataque a la propia estabilidad de los Estados que han realizado los préstamos, tiene la doble finalidad de hacer pagar a la población unos agujeros que no existían en las cuentas públicas a comienzos de 2008 y dar un golpe mortal al Estado social.
La segunda vuelta de tuerca se inicia con un sector público hipotecado y la exigencia -por parte de los causantes de la crisis- del saneamiento de las cuentas públicas a través de mayores recortes del gasto social, de los salarios de los empleados públicos y de las pensiones. El sometimiento de los gobiernos europeos ha sido unánime, lanzando planes de ajuste que alcanzan una especial dureza en Grecia y España.
En España, el plan de ajuste incluye: bajada del 5% de los salarios para los empleados públicos y la congelación para 2011; congelación de las pensiones desde enero de 2011, excepto las mínimas y las no contributivas, que representan tan sólo el 30% de los 8,6 millones de pensionistas; recortes que superan los 1.200 millones de € para Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, que se traducirán en una bajada de las inversiones públicas y un deterioro de los servicios públicos; eliminación del régimen transitorio para la jubilación parcial, que afecta negativamente al empleo al suprimir los contratos de relevo; supresión de la retroactividad en las prestaciones por dependencia y el pago a plazos durante 5 años de la deuda existente, lo que significa que la mayoría de los afectados no cobrará, dado que la mitad de los dependientes supera los 80 años y su esperanza de vida no alcanza esos 5 años; la eliminación de los 2.500 € del cheque bebé.
Un plan que afianza las regresivas políticas fiscales de la era neoliberal: transformación del IRPF en un impuesto de las rentas del trabajo -que actualmente representan un 80% de su base imponible-; permisividad ante un empresariado que declara una media de ingresos inferior a la media de los asalariados -creciendo de forma continuada esa diferencia desde 1993-; sucesivas rebajas del Impuesto de Sociedades -en 2007, se rebajó la imposición a la totalidad de las empresas del 35% al 30% (no se tiene en cuenta la bajada del 30% al 25% dirigida a empresas con menos de 25 trabajadores e ingresos inferiores a 5 millones de € que mantengan su plantilla en 2009 y 2010)-; supresión en 2008 del Impuesto sobre el Patrimonio en beneficio de los grandes propietarios; incremento en 2010 de los impuestos indirectos -el IVA general crece del 16% al 18% y el reducido del 7% al 8%-. El resultado es que los trabajadores en España pagan en impuestos poco menos que los trabajadores europeos, mientras los sectores con mayores rentas pagan mucho menos que el promedio europeo, en un marco donde la presión fiscal española se situaba 7 puntos de PIB por debajo de la media de la UE-15 en 2008.
No se debe perder de vista que el modelo fiscal de los últimos 25 años manifiesta una tendencia creciente a que en los ingresos del Estado prime la imposición indirecta (consumo) sobre la directa (rentas) -en 1986 los impuestos directos representaban el 64% y los indirectos el 32%, pasando esos porcentajes a ser el 51% y 47% en 2006-. Hacer recaer los ingresos del Estado en el consumo anula efectuar una redistribución de la renta -en perjuicio de los sectores sociales más débiles-; efecto agravado en épocas de crisis porque la contracción del gasto público se realiza en detrimento fundamentalmente de los gastos sociales, precisamente cuando más necesarios son para amortiguar sus efectos sobre los más desfavorecidos.
Un plan que disminuye la ya baja protección social española, en un marco donde la diferencia entre el 20% de la población con mayores rentas y el 20% con menores rentas es la mayor de la Unión Europea de los 15. Medido en unidades de poder de compra, cada español recibe un 40% menos de protección que los ciudadanos de la Unión Europea de los 15, de ahí que España presente mayores desigualdades sociales.
Un plan que, sin embargo, no aumenta las cotizaciones o los impuestos a los grandes rentistas o a los grandes empresarios, y que olvida tomar medidas contra el elevado fraude fiscal, que alcanza entre 20% y el 25% -el doble que la media de la UE-. No es de extrañar que crezca la repugnancia social hacia un gobierno que mima a la Banca española -que hasta 2008 obtuvo los beneficios más altos de la Unión Europea y de los más altos del mundo-, y tolera que con la crisis en marcha y tras la entrega de ayudas millonarias, los consejeros de esos bancos se suban el «sueldo» un 53% en 2008 o se adjudiquen pensiones millonarias. Un gobierno que mima a los grandes propietarios y rentista. Si el gobierno recuperase el impuesto de patrimonio que suprimió en 2008, el Estado ingresaría más de 2.121 millones de € anuales, una cantidad superior a los 1.500 millones de € que se ahorrará con la congelación de las pensiones en 2011, y con una menor repercusión social y sobre el consumo interno. Lo mismo puede decirse de las Sicav (Sociedades de Inversión de Capital Variable), que con un patrimonio cercano a los 26.000 millones de € sólo tributan al 1%, en lugar de al 30% del tipo general.
Las medidas anunciadas para reducir la deuda pública no reactivarán la economía, porque a los más de 4,6 millones de parados y las restricciones existentes del crédito a las familias y a las pequeñas y medianas empresas -que está bloqueando su actividad-, se suma la disminución del poder adquisitivo de millones de trabajadores y pensionistas, lo que tirará a la baja del consumo. A la subida de la Bolsa al día siguiente de intervenir Zapatero, le han seguido nuevas bajadas, porque es difícil que aumenten las inversiones cuando la capacidad de compra disminuye.
Las esperanzas de salida de la recesión ante el crecimiento del PIB en un 0,1% en el primer trimestre de 2010, oculta que el aumento del gasto corriente de la Administración se ha debido a pagos aplazados del año anterior por ayuntamientos y Comunidades Autónomas para solapar su enorme déficit en 2009, y que indicadores claves en la recuperación de la actividad económica han seguido siendo negativos. Si las inversiones en construcción cayeron en ese período el 3,4% y las inversiones en bienes de equipo el 1,2% -éstas tras 6 meses de crecimiento-, como resultado del plan de austeridad contenido en los Presupuestos Generales del Estado, es más que previsible que el ajuste duro de mayo no varíe sustancialmente esas tendencias.
La tercera vuelta de tuerca se iniciará con el fracaso de los actuales planes y nuevas medidas impositivas y restrictivas del gasto. Si las primeras aumentarán la presión sobre los trabajadores y las clases medias, las segundas acabarán de minar la sostenibilidad del sector público, favoreciendo su entrega a compañías privadas. Estamos ante el fin del Estado como garante de la estabilidad económica y política, de su preponderancia como corrector de desequilibrios económicos y desigualdades sociales.
Otras políticas exigen nuevos enfoques en la izquierda
El desmantelamiento del estado del bienestar y las políticas de los gobiernos para hacer frente a la crisis, abren teóricamente perspectivas de reorganización de la clase trabajadora y de reagrupamiento de los intereses populares, y un espacio nuevo a las luchas sociales. Pero esto no implica una mejoría mecánica de la correlación de fuerzas a favor de los trabajadores. Los riesgos de mayores retrocesos sociales dependerán de la capacidad de análisis y de formular alternativas que movilicen a amplios sectores sociales por parte de la izquierda europea. Basta observar como, ante los efectos de la crisis, el Partido Republicano en EEUU ve ascender desde la base un movimiento ultraconservador (Tea Party), que amenaza con controlar el partido y que ha tenido un sonoro éxito en las primarias celebradas en mayo.
Desde un comienzo, las políticas neoliberales lograron una fractura social y una pérdida de influencia de la clase trabajadora frente a las clases altas y medias. Esa fragmentación de los intereses populares ha permitido que los sectores sociales más influyentes hayan reconfigurado las demandas sociales, propiciando un giro de las políticas públicas hacia sus intereses y un acusado individualismo en la conciencia social. De ahí la desaparición de la clase trabajadora del discurso socialdemócrata, la integración institucional de los sindicatos, la escasa respuesta social y laboral en los años pasados frente al progresivo recorte de derechos y prestaciones, y la desorientación de la izquierda extraparlamentaria.
No se variará la correlación de fuerzas sin rearmarse con un discurso de clase, sin definir nuevas políticas que despierten a la clase trabajadora, sin desarrollar un programa capaz de aglutinar en un frente común a las fuerzas del trabajo con otros sectores sociales afectados por la crisis, y sin una respuesta conjunta en el ámbito europeo. El ejemplo de Grecia está bien a la vista. Con 5 huelgas generales, las perspectivas de frenar los recortes son escasas.
El gobierno de cada país se escuda en decisiones de entes supraestatales y reconocen su incapacidad para enfrentar maniobras financieras mundiales. El capital no mueve un ápice sus posturas y desprecia el desgaste de los políticos, con la confianza propia del que no da cabida a riesgos revolucionarios. Si las movilizaciones no se producen en el mismo marco que las decisiones políticas -la UE-, difícilmente se introducirán cambios, aumentando los riesgos de cristalización del malestar hacia posturas totalitarias y neofascistas, que culpen a la inmigración de ocupar trabajos y consumir recursos en detrimento de los trabajadores del propio país.
Deben sustituirse los discursos que centran la responsabilidad de los males existentes en partidos y sindicatos de la izquierda institucional -dado que son estériles al no abrir alternativas y ocultan el verdadero enemigo a batir-, por un discurso que identifique claramente al capital, a las grandes compañías, y a los grandes propietarios y rentistas, como los enemigos y causantes de la actual situación; y debe ponérseles rostros y apellidos.
Tres ejes de respuesta son primordiales. En primer lugar, las meras regulaciones del sector financiero no serán suficientes para superar una crisis mundial que afecta a las propias estructuras de crecimiento de los Estados centrales, porque no existe ninguna autoridad que pueda garantizar su cumplimiento mundialmente. Sólo la nacionalización total de la Banca y la entrada del poderoso sector público en el mundo financiero en los países de una región económica, pueden afrontar la huída de capital hacia los paraísos fiscales, controlar y sanear sus finanzas, permitir las debidas políticas crediticias, e introducir cambios en las relaciones económicas mundiales y movimientos de capitales. Dejar el crédito y los seguros en la esfera privada conduce al caos y al empobrecimiento -como está siendo evidente-, e impide el desarrollo económico y social al priorizar los intereses de los grandes capitales y rentistas.
Un segundo eje gira en el desarrollo de políticas que garanticen la transferencia de beneficios para mantener el poder adquisitivo de los asalariados e impulsar el empleo, mediante la escala móvil de salarios y una orientación del crédito público que fomente las cooperativas y la gestión de empresas bajo control de los trabajadores, así como el sostenimiento de las pequeñas empresas por el importante volumen de empleo que garantizan.
Por último, deben introducirse mecanismos que aumenten el control democrático de las finanzas. Si asalariados, pensionistas y sectores de clases medias tienen que pagar el rescate del capitalismo, deben tener derecho a fiscalizar las medidas que se tomen y al reparto de la riqueza.
No hay vuelta a fórmulas estables de bienestar en Europa. Si las luchas no cuestionan el sistema, el empobrecimiento general es inevitable. Si las luchas no agrupan a una mayoría social, el riesgo de involución política crece exponencialmente. La alternativa hoy debe contener componentes anticapitalistas y democráticos para hacer frente a la crisis y soslayar riesgos totalitarios.