En el plano de arranque de La mujer sin piano, Francisco (Pep Ricart), el marido de Rosa (Carmen Machi) desliza con cuidado una escobilla limpiadora por el parabrisas de su taxi. Al estar la cámara ubicada en el interior del mismo, tal gesto sería susceptible de convertirse en una reflexiva afirmación metafílmica: Francisco aclara el […]
En el plano de arranque de La mujer sin piano, Francisco (Pep Ricart), el marido de Rosa (Carmen Machi) desliza con cuidado una escobilla limpiadora por el parabrisas de su taxi. Al estar la cámara ubicada en el interior del mismo, tal gesto sería susceptible de convertirse en una reflexiva afirmación metafílmica: Francisco aclara el cristal del coche que es, también, el objetivo del aparato para facilitar al espectador la ilusión de una visibilidad directa del mundo. Pero si Javier Rebollo hace hincapié en el esfuerzo limpiador es para mejor evidenciar su fracaso simbólico: el foco no se recupera y el espectador sigue contemplando la perspectiva urbana de la calle en una difuminada nebulosa.
Nos encontramos, sin duda, ante uno de los gestos enunciativos esenciales del film. Rosa, aún siendo su protagonista y quien le da título, no va a recibir, como tal, trato preferente alguno por parte de la cámara, la cual tomará opciones visuales en su contra: en el interior del mismo encuadre, durante las sesiones de depilación a clientas, con las que Rosa ayuda a la economía familiar, muestra con mayor nitidez a éstas que a ella. En el autobús nocturno, los rostros anónimos de los pasajeros se destacan en detrimento de la propia Rosa, relegada al fondo del plano. Si a veces, con medidos travellings y panorámicas, el aparato semeja buscarla, en muchas ocasiones la relega en los límites mismos del encuadre. El lapsus que cometió la presentadora de televisión al citar el título de la película con motivo del premio otorgado a su director en el último Festival de San Sebastián es, como todos los fallidos inconscientes, harto significativo: «La mujer sin plano».
Encuadre
Rosa queda reencuadrada en el ámbito hogareño a la vez que su cuerpo es parcialmente fragmentado, como en la escena de la masturbación con la depiladora. Y resulta sancionada desde el espacio de sujetos social e históricamente encuadrados: la empleada de Correos en su mostrador; el vendedor de billetes de la estación de autobuses tras el cristal de una taquilla, que cierra con agresividad ante ella; la camarera desde su garita expendedora de tiques en el bar…
Desencuadrada y sin identidad (su foto en el carné carece de valor legal por estar el documento caducado y, por ello mismo, en Correos no le entregan el objeto que había adquirido por correspondencia en la teletienda), Rosa es acosada y casi agredida por aquellos que sí quieren inscribirla en el centro de la imagen. El colectivo de vecinos del barrio de la estación acosa -cual grupo de zombies- a la protagonista y en la adolescente que esgrime ante ella, como un arma, su pequeña cámara digital, reconocemos la perfecta interiorización de esa sociedad de control (Foucault) que ya no precisa del encierro disciplinario para someter a los ciudadanos.
Javier Rebollo se ha preocupado de datar su historia -cronológica y espacialmente- desde el filo de la medianoche hasta las 7:30 de la mañana entre el hogar de Rosa y la estación Sur de autobuses de Madrid y sus aledaños, en un día cualquiera entre el 16 y el 20 de marzo de 2003, es decir, desde la reunión del «trío de las Azores» (Bush-Blair-Aznar) y el desencadenamiento de la guerra de Iraq. La reificación, el aherrojamiento del encuadre se tiñe aquí de sarcásticas connotaciones históricas. Por primera vez el espectador puede ver aquí una imagen que TVE censuró en su momento: a la hora de posar para la célebre foto, Aznar deja ostensiblemente de lado a Durão Barroso, anfitrión de la cumbre, para mejor ubicarse/encuadrarse a la izquierda de Bush, que lo acoge echándole el brazo por el hombro. Lacayuno fantoche del Imperio, el entonces Presidente del Gobierno de España elegía así el mejor lugar para someterse al implacable juicio de la Historia.
Epifanía
El encuentro de esta mujer sin piano con su oculto objeto de deseo es anticipado, a modo de prolepsis narrativa, con la música que de él procede. En la búsqueda de una posible sintonía alternativa para su teléfono móvil, Radek (Jan Budar) descubre la sarabande de una de las Suites para violoncello de Bach. «Bach», dice Radek con una sonrisa y la cara de Rosa se ilumina desde el interior, al igual que ocurría con la de Elisabeth Vogler escuchando una pieza del compositor de Eisenach en Persona (Ingmar Bergman, 1966). Pero el momento de mayor transfiguración del personaje no va a ser directamente contemplado por el espectador: la cámara se detiene ante el salón vacío y de ominosa fealdad del Hotel Mediodía mientras oímos en off un par de pulsaciones del teclado para comprobar la afinación y, a continuación el arranque de un estudio de Bach. Cuando recuperamos a Rosa, acaba de cerrar la tapa del piano. Su pasajero frenesí musical transmite algo de esa vida interior que, en su existencial manera de habitar el en-sí del mundo nos ha sido, hasta el momento, arrebatada. Javier Rebollo contrasta dicha música diegética con una aparatosa urdimbre orquestal de Maurice Jaubert, el compositor que identificamos con los films de Jean Vigo (Zéro de conduite, L´Atalante) y con algunos títulos emblemáticos del realismo poético francés del período de entreguerras. El realizador emplea aquí a Jaubert con la misma epicidad que Pasolini utilizara el coro final de La Pasión según San Mateo acompañando -en fuerte contraste expresivo- la pelea de dos chulos revolcándose entre el polvo de los desmontes del Trastevere en Accatone (1961) y también en el sentido de canto humano que Jaubert daba a sus partituras para el cine. El paso por la colectividad, al igual que en el final de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954) es la experiencia del itinerario nocturno de Rosa, su comunión con el fuera de campo (y el desencuadre) de los parias del sistema -ese sí perfectamente encuadrado y alineado- de la globalización en el momento mismo en que estalla una guerra bastarda.
A modo de conclusión
Víctima de los hastíos y arideces de su vida conyugal, pero también víctima de la historia, Rosa encuentra su hermoso momento solidario cuando camina por la estación de autobuses, dispuesta a entregar a Radek el billete con el que va a viajar a Katowice. Como en el final de Lo que sé de Lola (2006), el anterior largometraje de Rebollo, la cámara sigue al personaje desde atrás, acompañándola a la altura de la nuca. El director subraya así tanto la salida de Rosa de su ensimismamiento subjetivo como un posible don activo de sí misma que pudiera manifestarse en la entrega amorosa. De la positividad de su ocasional encuentro con el polaco Radek, ese ser angélico que continuamente repite para sí, a modo de mantra, lo satisfactorio que le resulta arreglar objetos y que éstos vuelvan a funcionar, surge en Rosa la necesidad de reinstaurar el cuadro en la cabecera del lecho matrimonial de su casa, el mismo que había descolgado justo antes de su escapada nocturna porque -según le confiesa a Radek- ya no podía soportar la permanente visión de acoso del personaje, un cazador a caballo que ha herido a un ciervo pero se ve asediado por tres lobos y está prácticamente indefenso ante ellos, ya que sólo le quedan dos flechas. Pero el obrero polaco -especialista en arreglarlo todo- le señala otra lógica entre las posibles lecturas icónicas de la pintura: que los lobos podrían perfectamente devorar al ciervo herido mientras el cazador se aleja con sus perros, con lo cual no necesita utilizar las flechas que le quedan en la aljaba y puede salvarse.
La solemne música de Jaubert suena, por tercera y última vez, en la conversación de Rosa y Francisco durante el desayuno. «¿Qué?», pregunta el marido, y con ese interrogante se cierra bruscamente la narración. Es posible que la respuesta esté en los créditos del film, donde escuchamos una Fantasía para piano a cuatro manos de Schubert, a modo de nueva prolepsis narrativa anticipadora de ese posible encuentro de Rosa con alguien que pueda acompañarla, al menos musicalmente.
A propósito de Lo que sé de Lola ponderaba yo el absoluto rigor formal de una propuesta fílmica en nada asimilable a las aflictivas banalidades del actual cine español. Aquel primer diagnóstico queda confirmado con creces en La mujer sin piano. La voz firme de Rebollo va a seguir mostrándonos, implacable e impecable, un mundo que no vemos a fuer de mirarlo todos los días.