Le pareció verdaderamente admirable que la prepotencia y el genio cruel de sus antiguos torturadores hubiesen hecho escuela entre la prole del joven estado. Y no pudo creer que el país que fuera promesa para que no se repitiera la noche de los cristales rotos había pactado con su protegido para seguir sembrando calaveras. Fue […]
Le pareció verdaderamente admirable que la prepotencia y el genio cruel de sus antiguos torturadores hubiesen hecho escuela entre la prole del joven estado. Y no pudo creer que el país que fuera promesa para que no se repitiera la noche de los cristales rotos había pactado con su protegido para seguir sembrando calaveras.
Fue de noche y desde el aire, como en Guernica, que los fascistas volvieron a bombardear Gaza, causando cientos de muertos y más de mil heridos, hasta el momento. Con pinceladas de espanto, la mano descepada rasga el lienzo de Picasso para otear el otro lado del calendario: arrodillada sobre los escombros una madre ciñe nerviosamente el vacío, el asombro de un niño yace empozado en los ojos de un anciano, hombres y mujeres huyen despavoridos por las calles de un país sin salidas, al que un día aciago, seguido de una noche interminable, le robaron la tierra y el cielo. El toro muge justicia por la herida de su frente, y el caballo resopla odio por las crines. Bajo la lluvia incesante una víctima del holocausto epónimo despierta de su sueño para comprobar espantada que no se había muerto, que sus nietos eran ahora sus verdugos, y que su sufrimiento no terminara en la cámara de gas de Auschwitz, sino que la prisión, el hambre, y las humillaciones continuaban atormentándolo en otro campo igualmente cercado con alambre de púas y muros de concreto en una tierra que juzgaba santa y que por la mano de sus vástagos se volvió maldita. Le pareció verdaderamente admirable que la prepotencia y el genio cruel de sus antiguos torturadores hubiesen hecho escuela entre la prole del joven estado. Y no pudo creer que el país que fuera promesa para que no se repitiera la noche de los cristales rotos había pactado con su protegido para seguir sembrando calaveras. Desde su escondite de la calle Prinsengracht, aterrorizada ante la inminencia de un asalto nocturno, Anna Frank escribiría en su Diario, justo en el instante que caían las bombas sobre Guernica, a media noche del pasado viernes cuando los dos rostros de la realidad se juntaron: aquí, en Palestina, miles de niños, como yo, viven cercados por el ejército de ocupación israelí hace más de 50 años; si bien no hay duda que el tiempo de ellos corre perfectamente paralelo al mío, que la soledad es la huesa de cada uno, y que el número de muertos no nombra la muerte de ninguno.
* Historiador boliviano. Reside en Belo Horizonte, Brasil.