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La novedad y la antigüedad de nuestras utopías

Fuentes: Rebelión

(Intervención en el Encuentro «¡Buenos Días Utopía! De la Postmodernidad a la Neohistoria», 21,22,23 de noviembre de 2005, Centro Cultural Koldo Mitxelena. San Sebastián. Todas las ponencias de este Encuentro 2005 han sido publicadas en el libro ¡Buenos días, utopía! Editorial Hiru, 2006).

Me ha gustado mucho la presentación de este Seminario:

«La historia de la humanidad», se dice, «ha entrado ahora en una fase a la que podemos calificar de neohistórica, en la que vuelve a haber lugar para utopías que vemos brotar y crecer en distintas latitudes». Ahora bien, no se trata solo de que haya otra vez lugar para las utopías «en general». Están ocurriendo cosas muy importantes que demuestran o están a punto de demostrar que la utopía más imprescindible y más acorde con los nuevos tiempos es en realidad una vieja conocida: se trata, nada más ni nada menos que de la sociedad socialista por la que tanto se luchó y en la que tantos esfuerzos heroicos se invirtieron durante todo el siglo XX.

Existen muchos motivos por los que podemos afirmar cada vez con más contundencia que el socialismo es la única solución y la única esperanza que tenemos por delante. No es cosa de explicar ahora en cinco minutos las mil y un razones que avalan esta afirmación. Basta, quizás, con apuntar que el socialismo es la única alternativa posible al capitalismo. Y basta con fijarse, seguidamente, en aquello que el capitalismo está haciendo con la humanidad y con el planeta. El capitalismo ha traspasado ya los límites ecológicos y humanos más peligrosos. Las vías del desarrollo que tanto se nos prometieron en los años sesenta y setenta ha resultado que conducían a un tercer mundo global, en el que la mitad de la humanidad vive en la pobreza. Es absolutamente obvio que, además, camine por donde camine el desarrollo económico capitalista, no resultará compatible con los límites ecológicos del planeta. De hecho, más bien parece que para salvar el planeta sería necesario comenzar a aplicar una especie de plan de demolición sostenible. Sea como sea, es preciso tomar decisiones políticas de alto alcance y esto solo puede hacerse bajo un sistema económico que admita la planificación y la dirección política. Para ello se necesita una estatalización de los centros neurálgicos de la actividad económica. Y esto es a lo que siempre hemos llamado socialismo.

En este sentido, podemos decir que la utopía que tenemos por delante (y de la que depende la suerte de la humanidad y del ecosistema), la tenemos también delante de nuestras narices. Y que la hemos tenido desde 1959, en Cuba. Esa utopía, también, está en estos momentos en plena ebullición en Venezuela, en el marco de la revolución bolivariana.

Ahora bien, el tiempo no ha pasado en vano. El viejo socialismo de toda la vida puede ser ahora mejor comprendido y mejor planteado gracias a todo lo que nos ha enseñado la historia del siglo XX. De hecho, no sé si nos hemos fijado suficientemente en el hecho de que en el proceso que Cuba y Venezuela están liderando ahora en Latinoamérica hay algo muy peculiar y novedoso.

Lo resumiré en cuatro palabras. Chávez ha comenzado una revolución socialista que pretende ser y que ha logrado ser hasta el momento perfectamente compatible con un sistema democrático parlamentario y constitucional. Es verdad que esto ya se había ensayado otras veces. Lo había ensayado Salvador Allende, en Chile, por ejemplo, y ya sabemos con qué resultados tan trágicos. Chávez, no obstante, ha resistido a un golpe de Estado y ha salido de todas las presiones desestabilizadoras más y más fortalecido. En realidad, es la primera vez que ocurre en la historia algo parecido, porque, hasta ahora, todos los intentos socialistas de imponerse por vía electoral habían sucumbido a un golpe de Estado (como ocurrió en Chile, en 1973, en Haití, en 1991, o, antes, en España, en 1936) o a una invasión y una guerra financiada por intereses económicos capitalistas (como ocurrió, por ejemplo, en Nicaragua, durante las legislaturas sandinistas de los años ochenta).

Pues bien, cuando ocurre algo en la Historia que es la primera vez que ocurre, conviene fijar mucho la atención, porque seguro que hay muchas cosas que aprender, muchas cosas nuevas que están a punto de demostrarse.

Y en efecto, están a punto de demostrarse algunas cosas importantes:

En primer lugar, que la tradición marxista no debería haber regalado al enemigo, tan alegremente, el concepto de Estado de Derecho, despreciándolo como un concepto burgués o como una cuestión puramente superestructural que se correspondía necesariamente con realidades infraestructurales capitalistas.

Es posible, más bien, que bajo el impulso de la revolución bolivariana se lleguen a comprender dos cosas muy importantes. La primera es que puede existir una perfecta compatibilidad entre Socialismo y Estado de Derecho. La segunda es que, lejos de ser el Estado de Derecho una inevitable superestructura del capitalismo, ocurre que, en el fondo, el capitalismo es absolutamente incompatible con un Estado de Derecho que lo sea de verdad. Desde el marxismo se solía decir que el Estado de Derecho no era más que una apariencia, un espejismo, una ilusión óptica que encubría la verdadera realidad, que era la dictadura del capital. Creo que fue un error muy grande presentarlo así. Lo que sí era cierto era que, bajo condiciones capitalistas, el Estado de Derecho no podía ser más que una apariencia, una ilusión y un espejismo.

Parece que estamos diciendo lo mismo, pero en absoluto es así. Si decimos que el Estado de Derecho no es más que la forma política característica del capitalismo, Derecho y Capitalismo se convierten en dos caras de la misma moneda. Si decimos que, bajo el capitalismo, el Estado de Derecho no es más que una apariencia, estamos diciendo, por el contrario, que, bajo otras condiciones, es posible un Estado de Derecho que lo sea de verdad.

La República Bolivariana de Venezuela es el laboratorio en el que se está poniendo a prueba esta tesis. Se trata, quizás, del primer laboratorio para un auténtico Estado de Derecho que haya conocido la humanidad. Quizás por eso da tanto miedo que la revolución bolivariana siga adelante y quizás por eso se están invirtiendo tantas mentiras y tantos recursos para combatirla. Porque, en Venezuela está a punto de hacerse patente que, contra lo que siempre se había dicho y repetido, el socialismo es, por sí mismo, perfectamente compatible con el Estado de Derecho. Que, por el contrario, el capitalismo sólo es compatible con una apariencia de Estado de Derecho.

Hay que señalar que si bien este experimento tan crucial se está practicando en Venezuela, Cuba es aquí el protagonista principal. El camino emprendido por Venezuela por la vía del Estado de Derecho no es posible sin el socialismo cubano. De hecho, esta es la mejor prueba de lo que estamos diciendo respecto a la copertenencia entre Socialismo y Estado de Derecho. En el mismo momento en que en Venezuela el Estado de Derecho ha dejado de ser una mera apariencia, en el mismo momento en que el protagonismo de la ciudadanía se ha hecho realidad y, consiguientemente, se ha comenzado a legislar sobre cuestiones de importancia y a favor de las clases más desfavorecidas, es decir, en el mismo momento en que la ley se ha convertido en un instrumento de la ciudadanía contra los intereses de los poderosos, en el mismo momento en que, así pues, se ha intentado obligar a las clases dominantes a someterse al imperio de la ley, al Derecho, al Estado de Derecho, en ese mismo momento, ha resultado más y más imprescindible el asesoramiento, el apoyo y la cooperación de un país experimentado en el socialismo, como es Cuba. Han hecho falta, por ejemplo, 25.000 médicos cubanos para otorgar una asistencia sanitaria a la gran mayoría de la población. En general, en Venezuela ha sido necesario construir el Estado de Derecho al margen del aparato de Estado. No había ni un solo médico venezolano dispuesto a trabajar para la gente pobre, en un ambulatorio situado en alguno de esos barrios de «ranchos» en los que jamás ha osado entrar ni siquiera con su imaginación. Del ejército de funcionarios que componen el aparato de estado tampoco se puede esperar ningún género de colaboración; ni siquiera es posible esperar de ellos que renuncien al sabotaje y que, sencillamente, accedan a cumplir la ley. Sin el apoyo del socialismo cubano, sin su ejemplo y su cooperación, la senda por la que camina la revolución bolivariana habría resultado impracticable.

No es posible resumir esto en pocos minutos. Sea como sea, lo que Cuba y Venezuela están demostrando al mundo es que la utopía que proponemos los comunistas es perfectamente compatible con la idea de un Estado de Derecho y que, probablemente, esto se habría demostrado ya muchas veces en la Historia si no se hubiera puesto tanto cuidado en abortar con golpes de Estado, invasiones y bloqueos todos las ocasiones que iban surgiendo en ese sentido. Ahora bien, si esto es así, es preciso también señalar otra novedad importante en la forma en la que imaginamos nuestras utopías. Resulta que el protagonista de la utopía socialista ya no tiene, entonces, que ser ninguna especie de «hombre nuevo» que fuera necesario forjar mediante la educación moral y el adoctrinamiento ideológico. Un socialismo en estado de derecho tendría por protagonista, sencillamente, a lo que desde la Ilustración francesa viene llamándose, el «ciudadano».

Fue una auténtica insensatez por parte de las tradiciones marxistas y comunistas regalar al capitalismo el patrimonio sobre la cuestión de la ciudadanía, de tal modo que por nuestra parte nos veíamos irremisiblemente abocados a «inventar la pólvora», inventando una condición humana mejor que la ciudadanía, un nuevo género de hombre «más allá» del derecho, «más allá» de la seguridad jurídica, «más allá» de la independencia civil, «más allá», incluso, de la libertad y la autonomía y, en definitiva, de todo aquello a lo que consideramos, sencillamente, propio de la mayoría de edad. En su lugar, nos empeñábamos en forjar un nuevo tipo de hombre que no se sabe en virtud de qué lavado de cerebro acabaría por ser mejor que todo eso. Así pues, mientras le regalábamos al capitalismo la posibilidad de apropiarse y de reivindicar lo más sensato, nos poníamos a nosotros mismos en la tesitura de tener insensatamente que tener una idea mejor, obligándonos así a ejercer de nietzscheanos que buscaran un superhombre o de pseudocristianos en búsqueda de un atleta moral puritano y voluntarista. Fue una perfecta estupidez. Lo que había que haber hecho era mostrar y demostrar la imposibilidad de un auténtico ejercicio de la ciudadanía bajo condiciones capitalistas. Lo que había que haber hecho era mostrar y demostrar que el capitalismo es incompatible con una ciudadanía que lo sea de verdad, que bajo el capitalismo la ciudadanía no es más que una apariencia y una estafa. Pero eso no convierte a la ciudadanía en una mentira, sino al capitalismo en un mentiroso. El ejercicio de la ciudadanía es perfectamente compatible con el socialismo, al menos si el socialismo logra que le dejen en paz. Esto había que haberlo repetido hasta la saciedad: si el socialismo siempre necesitó más de «militantes» que de «ciudadanos» no era por lo que tenía de socialista, sino porque siempre estuvo en guerra, porque nunca se le dejó respirar en paz, porque nunca se le permitió ser otra cosa que socialismo de guerra. Se necesitaban «militantes» para ganar la guerra; al socialismo le habría bastado contar con ciudadanos. En verdad, el «hombre nuevo» no era necesario para el socialismo; era necesario para que no aplastaran al socialismo. Si el socialismo hubiera podido permitirse la paz, se habría conformado con tener ciudadanos, no habría necesitado ni de superhombres ni de atletas morales.

Escuchemos estas palabras de Kant:

«La idea de una constitución en consonancia con el derecho natural de los hombres, a saber, que quienes obedecen la ley deben ser simultánemente colegisladores, se halla a la base de todas las formas políticas y la comunidad conforme a ella que, pensándola por puros conceptos de razón, se llama un ideal platónico (respublica noumenon), no es una vana quimera, sino la norma eterna para cualquier constitución civil en general».

¿Realmente es necesario que los comunistas le llevemos aquí la contraria a Kant? ¿Es preciso que nos empeñemos en inventar algo mejor que este ideal que a Kant y a Platón les pareció irrenunciable? No. Lo que hay que repetir una y mil veces es que ese ideal no sólo no tiene nada de consustancial al capitalismo, sino que no es en absoluto compatible con él. Y que si el socialismo tiene algo que reprochar al capitalismo es precisamente eso, que bajo el capitalismo no es posible «una constitución en la que quienes obedecen la ley son simultáneamente colegisladores». Y que además estamos seguros de que tal cosa si es posible en condiciones socialistas. Y que por tanto, somos nosotros los verdaderos defensores de esa utopía que el socialismo hará realidad algún día: el Estado de Derecho.