Este artículo ha sido publicado en el libro Educación Pública: de tod@s para tod@s, recientemente publicado por la Editorial Bomarzo, coordinado por Javier Diez y Adoración Guamán. Como indica su subtítulo, Las claves de la marea verde, el libro intenta ser una herramienta para las mareas ciudadanas que se enfrentan hoy día a la ofensiva […]
Este artículo ha sido publicado en el libro Educación Pública: de tod@s para tod@s, recientemente publicado por la Editorial Bomarzo, coordinado por Javier Diez y Adoración Guamán. Como indica su subtítulo, Las claves de la marea verde, el libro intenta ser una herramienta para las mareas ciudadanas que se enfrentan hoy día a la ofensiva neoliberal contra la educación y la sanidad públicas. En él han participado quince autores, profesores de primaria, secundaria y universidad. Los distintos artículos recogidos muchas veces no están en absoluto de acuerdo entre sí, pero todos tienen la voluntad de ser un instrumento útil para la movilización social en defensa de enseñanza pública.
El proceso de destrucción del sistema de enseñanza pública ha adquirido en este último año un ritmo vertiginoso. Están ocurriendo cosas que hemos leído muchas veces que siempre les pasaban a otros, quién iba a pensar que un día nos llegaría el turno a nosotros. Estamos ya sumidos en pleno «auge del capitalismo del desastre» -según la tan exacta expresión de Naomi Klein en La doctrina del shock-, atrapados en un trituradora neoliberal que está destruyendo nuestra sanidad y nuestra enseñanza pública, empujándonos a un abismo que para otros ha sido siempre esa norma a la que llamamos tercer mundo. Creo -me temo- que dentro de poco tiempo el panorama habrá cambiado tanto que no será fácil recordar qué es lo que había antes del desastre. Y más difícil aún será identificar las causas por las que todo se vino abajo, así como todos los malentendidos, las mentiras y los sofismas que han acompañado a esta devastación.
Me voy a centrar en uno de estos malentendidos.1 Aunque no sea ni mucho menos el más importante, creo que se trata de una confusión -en la que también se mezclan algunas calumnias- que, a mí personalmente, me impediría dormir ver que se deja caer en el olvido. La cosa podría resumirse en un dicho que circuló con bastante éxito en el marco de las luchas contra Bolonia y que -para mi sorpresa- hacía reír a todo el mundo, incluso en ambientes que se consideraban de izquierdas: «Por lo menos, Bolonia nos traerá el capitalismo y terminaremos así con el feudalismo en la Universidad». Era una gracia miserable y miope, que encerraba una gravísima e irresponsable confusión. Una confusión que, por cierto, ha hecho muchísimo daño no sólo en la Universidad, sino también en el ámbito más amplio de la enseñanza secundaria y el bachillerato.
Porque Bolonia no ha terminado con la Universidad feudal, sino con lo que en ella quedaba de Ilustración. Bolonia ha socavado las instituciones republicanas que articulaban la vida universitaria. Y en su lugar ha instaurado el reino de lo privado, lo que podríamos llamar un nuevo feudalismo. Con el pretexto de acabar con la corrupción feudal de las instituciones, ha acabado con las instituciones mismas, abriendo, además, las puertas al salvajismo de los feudos más corruptos y poderosos. Para combatir la corrupción de algunos catedráticos (en lugar de hacer caer sobre ellos todo el peso de una Inspección de servicios decente), se ha puesto a la Universidad en manos del Banco Santander o de Inditex. Eso a lo que suele llamarse los «agentes sociales», empresas, corporaciones, bancos, laboratorios farmacéuticos, etc., no son, en definitiva, sino coágulos de economía privada que funcionan internamente como feudos incontrolables por la ciudadanía.
Lo increíble es que toda esta monumental estafa ha venido ataviada con una jerga izquierdista, vestida con todos los tintes antiinstitucionales de mayo del 68. Entre los pedagogos izquierdistas, los tecnócratas disfrazados de pedagogos, los anarcocapitalistas a lo Esperanza Aguirre y los banqueros postmodernos (que, como Monti, consideran «muy aburrido» tener que trabajar en un sitio fijo con un contrato decente2), el asunto era siempre acabar con las instituciones republicanas de la Ilustración y sustituirlas por recetas más flexibles, imaginativas, creativas, lúdicas, antijerárquicas, personales, motivadoras… Ni la escuela pública -una de las más gloriosas conquistas de la clase obrera- se ha librado de este salvajismo desconcertado. En lugar de admirar con asombro la dignidad y la belleza de esa institución, que se mantiene en pie gracias a décadas de luchas incansables de gente muy pobre y gracias, también, a la dedicación y la generosidad de millares de profesores y profesoras amantes de su profesión, en lugar de defenderla y reivindicarla, se la consideró una «institución disciplinaria», un «aparato ideológico de Estado», un «dispositivo de vigilancia y castigo»… Foucault, Deleuze, Bourdieu (incluso Althusser, aunque menos) se pusieron así al servicio de un tsunami neoliberal que no los necesitaba en absoluto, pero que no tardó en apropiarse con mucho gusto de su jerga. Cuarenta años después, hemos contemplado estupefactos cómo el desmantelamiento de la Universidad pública decretado por la OMC en 1999, se ha servido de la misma manía antiinstitucional para presentarse al público. Una vez más, se trataba de «suprimir las tarimas» y las «jerarquías», de suprimir, en suma, la diferencia entre saber y no saber.
En otros ámbitos, desde luego, se fue mucho más allá y bien caro que lo vamos a pagar. No hay más que recordar las ocurrencias foucaultianas en los años setenta, abogando por superar la «forma tribunal» e incluso «la diferencia entre inocente y culpable». Se llegó a perder hasta tal punto el norte de la cuestión que resultaba de lo más de izquierdas hacer una apología del linchamiento -como hace Foucault en Microfísica del poder– creyendo haber dado con la piedra filosofal que nos permitiría convertir el Derecho en algo más «espontáneo», «popular» y «creativo».3 «Destruyamos lo que hay y, después, ya se nos ocurrirá algo», declaraba Foucault. La primera parte del plan ya está a punto de cumplirse. Y lo malo es que no se nos ocurre nada. El capitalismo no nos va a consultar sobre lo que hay que poner en el lugar de la escuela la púbica, la seguridad social o el sistema estatal de pensiones.
Pero tanta rebeldía contra las instituciones tuvo sus efectos. El resultado ha sido que, en los últimos diez años, incluso los votantes de «izquierda» han ido aceptando más o menos sin rechistar la privatización de toda la gestión de las instituciones públicas, con la consiguiente degradación de las condiciones laborales que ello conlleva y la perversión de todo el orden de prioridades humanas que hay en juego. Tenemos ya un sistema de correos privado, una seguridad privada, una policía privada, unos ferrocarriles privados, una televisión privada, una justicia cada vez más privada y una enseñanza y una sanidad en la que lo privado no ha cesado de ganar terreno a lo público, hasta desembocar en el desastre actual. Es impresionante comprobar como esta reconversión mercantil, que ha destruido en una década el Estado del Bienestar y las garantías constitucionales más elementales, flexibilizando todo el tejido institucional republicano a favor de las demandas mercantiles, se ha llevado a cabo ataviada con la famosa jerga sesentayochista (que nada tiene que ver con lo que realmente fue el 68, supongo que no es necesario insistir en ello). Se lograba, así, que nadie se atreviera a partir una lanza a favor del Estado, de la Escuela, de la Sanidad pública, del Sistema Estatal de Correos y Telecomunicaciones, de los Ferrocarriles estatales, etc. El ejemplo de la Universidad es pavoroso: las órdenes de la OMC y el GATS para la comunidad académica fueron obedecidas con todo el entusiasmo del mundo por todos sus ministros, rectores, vicerrectores y directores generales de «izquierdas», mientras los asesores pedagógicos y los expertos en educación cantaban alabanzas como si se tratara de una gran ocasión para cambiar en general el modelo educativo, supuestamente disciplinario, obsoleto y conservador, o, en resumen, «feudal». Y al final, sencillamente, han venido las derechas para rematar la faena y barrer los escombros.
Así, pues, respecto a la Universidad, todo el mundo se subió al carro de la revolución neoliberal. Excepto el movimiento estudiantil, que, paradójicamente, tuvo que volverse muy «conservador». Como el desmantelamiento de la Universidad Pública se vestía con los ropajes de una «revolución cultural y educativa», los estudiantes antisistema aparecían -para periodistas y autoridades académicas- como desconcertantemente conservadores. ¿Acaso querían conservar la universidad feudal de toda la vida? Nadie parecía darse cuenta de que el modelo de universidad que estaba siendo salvajemente atacado no tenía nada que ver con el feudalismo, sino con la Ilustración. En cambio, las derivas feudales se iban a quedar como estaban. Y en el lugar de la universidad «humboldtiana» (lo que los documentos de la patronal4 llamaban «el modelo europeo» de universidad, contrapuesto al americano, mucho más competitivo y flexible) lo que se nos venía encima era una contrarreforma feudal, protagonizada por esos nuevos feudos del siglo XXI que son las corporaciones económicas. Los estudiantes, en efecto, han sido muy conservadores. El movimiento estudiantil ha sido muy consciente de que hay cosas que siempre hay que conservar a cualquier precio: la dignidad, por ejemplo. A la Universidad le corresponde la tarea de conservar a cualquier precio la dignidad de la ciencia, la dignidad de los estudios superiores. En lugar de ponerse «al servicio de la sociedad», la Universidad debe ser con dignidad aquello que le corresponde ser, para que así la sociedad pueda sentirse orgullosa de tener una Universidad. ¿Cómo es posible que un lema tan pernicioso y miope como el de que «hay que poner la Universidad al servicio de la sociedad», haya sido aceptado sin rechistar como una evidencia indiscutible? Sólo el movimiento estudiantil se atrevió a recordar algo tan elemental como que la Universidad tiene que estar al servicio de la verdad y no de la sociedad, del mismo modo que los tribunales de Justicia tienen que estar al servicio de la Justicia, y no de la sociedad. No es el Derecho el que debe de estar al servicio de la sociedad, sino la sociedad la que debe de estar en estado de Derecho. Si la sociedad quiere estar orgullosa de tener una verdadera Universidad, lo mejor que puede hacer es dejarla en paz. O como una vez dijo Lévi-Strauss: dárselo todo y no pedirle nada.
Sin embargo, la campaña de desprestigio respecto a la Universidad pública ha sido implacable. Se ha logrado inocular en la opinión pública un virus de rencor y desconfianza, hasta generar la imagen de una Universidad corrompida en la que supuestamente reinaría la pereza, el nepotismo, la ignorancia y el despilfarro5. Los profesores, al parecer, no hacemos otra cosa que recitar obsoletos apuntes amarillos, sin tener ni idea de cómo se enseña a enseñar ni cómo se aprende a aprender. En los departamentos universitarios ni se investiga ni se enseña, porque todo es corrupción, nepotismo y oscurantismo (un portavoz de la ANECA los comparó con pozos negros, contraponiéndolos al aire fresco de las revistas científicas internacionales). En todo caso -y esta acusación era extensible a todos los funcionarios-, el absentismo y la ineficacia rayarían, por lo visto, en lo intolerable. Para convencer a la sociedad de que esta era la cruda realidad, se han invertido, durante todo el proceso de Bolonia, toneladas de propaganda y mucho dinero, movilizando un ejército de periodistas sin vergüenzas a las órdenes de una vanguardia de canallas afincados en el Ministerio y las Consejerías en calidad de expertos en educación.
Da vergüenza recordar toda esta complicidad «progresista» con el proceso de Bolonia, ahora que por fin hemos desembocado punto por punto en el desastre sobre el que el movimiento estudiantil llevaba alertando desde el año 2000. Todo estaba previsto; incluso la manera en la que, llegado el momento, se iban a autoexculpar las autoridades académicas: «el Plan Bolonia era bueno, lo que pasa es que no ha podido aplicarse por falta de medios económicos». ¿Realmente pensaron alguna vez que se iban a invertir paletadas de dinero público en esa «revolución educativa»? Es imposible que lo pensaran, no se puede ser tan idiota. Sencillamente, mentían y el movimiento estudiantil, en cambio, decía la verdad: Bolonia no sólo se iba aplicar a coste cero, se iba a aplicar a coste menos cero, porque en realidad ese era su verdadero propósito inconfesado. Bolonia no era una revolución educativa, era un reconversión industrial aplicada a la Universidad; era un ERE salvaje, un robo masivo de dinero público para desviarlo hacia negocios privados, además de un invento magnífico y novedoso: trabajadores para las empresas pagados no por las empresas, sino por otros trabajadores, es decir, un ejército de becarios cobrando de los impuestos para trabajar -sin ningún derecho laboral- para corporaciones privadas. No es que la crisis haya frustrado Bolonia. La crisis es, ante todo, una salvaje revolución neoliberal que está aprovechando la debilidad de los trabajadores para desmantelar todas las conquistas sociales que se habían consolidado en legislaciones e instituciones estatales desde la Segunda Guerra Mundial. Una de estas conquistas era la enseñanza pública. Bolonia era una de las avanzadillas de la crisis. Pueden repasarse todos los documentos elaborados por el movimiento estudiantil desde el año 2000. Habrá quien diga que eran proféticos. Pero no lo eran: simplemente, estaban bien informados. Porque todo lo que está pasando estaba anunciado en los documentos maestros de la patronal europea y mundial.
Al mismo tiempo que avanzaba la campaña de desprestigio, se iba preparando el camino para la mercantilización de los departamentos. Se desposeyó a los catedráticos de todas sus competencias, de modo que las cátedras dejaron de ser unidades de investigación y docencia. Esto fue muy aplaudido como una gran victoria contra el feudalismo. Lo que en verdad estaba ocurriendo era muy distinto: con la excusa de luchar contra el nepotismo (que podría haberse combatido perfectamente modificando el sistema de oposiciones y con una inspección de servicios decente), lo que se hizo fue desintegrar las unidades de investigación en mil moléculas inestables y siempre amenazadas por las agencias de evaluación, de modo que lo único que se ha acabado por investigar en la universidad han sido los procedimientos para conseguir y conservar proyectos de investigación. No hay tiempo para más: el diseño de currículos se convirtió en la actividad principal del PDI6. También la asistencia a reuniones interminables necesarias para organizar todo este proceso destructivo. En suma: jamás la burocracia había robado tanto tiempo a la docencia y a la investigación.
Por ejemplo, conviene comentar el papel que ha jugado todos estos años la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), cuyo primer objetivo es «la medición del rendimiento del servicio público de la educación superior universitaria y la rendición de cuentas a la sociedad». Esta Agencia, como puede suponerse, es enteramente solidaria con toda la ideología de la «calidad» que está acompañando al proceso de liberalización económica. Para hacerse cargo de lo que verdaderamente está en juego en el asunto de la «calidad» es importante notar en qué se distingue de lo que en tono despectivo se ha llamado la «excelencia» (un término tradicional, en realidad muy digno, con el que se nombraba el «buen hacer» en el marco de la Academia). Podemos definir la «excelencia» como la rigurosa adaptación a las exigencias teóricas internas que impone la disciplina científica de la que se trate en cada caso. Por lo tanto, una evaluación de la «excelencia» sólo podrá realizarse desde el interior de cada disciplina, pues, evidentemente, sólo conociendo en qué consisten sus exigencias teóricas propias se podrá evaluar en qué medida y con qué grado de profundidad y rigor se están sometiendo a ellas docentes e investigadores. Ahora bien, cuando de lo que se trata es de conseguir que la Universidad se adapte a las cambiantes necesidades de «la sociedad», a la que supuestamente tiene que «rendir cuentas», es evidente que habrá que buscar un nuevo «patrón de medida» con el que evaluar la actividad universitaria: la «calidad». Lo que caracteriza al, digamos, «universo calidad» es que no necesita delegar la evaluación de la Academia en especialistas de cada disciplina -a los que, más bien, se considera una banda de presuntuosos, merecedores de la mayor desconfianza, corruptos e indolentes que sólo persiguen su propio interés, pero que se presentan compinchados como depositarios de un no sé qué casi sagrado (y a los que, por supuesto, se trata en consecuencia). Por el contrario, la evaluación se confía a un grupo de rigurosos «especialistas en calidad», expertos en medir parámetros objetivos según criterios externos que garanticen una correcta adaptación a las demandas de la «sociedad». A día de hoy, los parámetros fundamentales de medición de la calidad son los llamados «índices de impacto», cuidadosamente medidos por empresas privadas estadounidenses, entre las que destaca Thomson Reuters, especializada en medir la calidad ya sea de pepinos, hoteles o tesis doctorales sobre Hegel.
La diferencia con lo que ellos llamaron la obsoleta lógica de la «excelencia» es palpable. En la tan denostada universidad «humboldtiana»7 no hay ninguna autoridad más alta que la de doctor. Hay, sí, una autoridad más alta que un doctor: dos doctores, o tres o cinco, discutiendo en público en ese escenario que se llama la historia de la ciencia y que tiene por actas las bibliotecas científicas de todo el planeta. A esto se le llama, en efecto, Ilustración. Y al combatir esta Universidad de la Ilustración, no se está abogando por algo más novedoso o más creativo, porque no lo hay. Durante todos estos años hemos tenido que tragarnos a los ideólogos de Bolonia decir que desde los tiempos de Newton todo ha cambiado excepto la forma de dar clases en la Universidad y que ya era hora de reformar tanta antigualla. Y hemos tenido que aguantar a los pedagogos riéndoles la gracia. Esta «revolución educativa» se ha vendido como un completo cambio de paradigma que -se dice- ha sustituido la «cultura de la enseñanza» por la «cultura del aprendizaje» y ha «enseñado a enseñar a los enseñantes» (prometiendo la «formación continua» y «a la carta» a lo largo de «toda la vida» y cosas semejantes). Pero su verdadero resultado ha sido superar la Ilustración para devolvernos a una oscurísima Edad Media.
Pensemos, por ejemplo, en el sistema de acceso a la función pública. Las oposiciones podían ser un procedimiento corrompible o corrompido, pero había que corromperlo para que lo fuera, porque la idea no puede ser mejor. Cinco máximas autoridades académicas argumentan y contraargumentan en pública discusión con los candidatos, con las puertas abiertas a la luz de toda la ciudadanía, sobre el valor científico de sus conocimientos. No hace muchísimos años, incluso, lo opositores tenían tiempo ilimitado para defender sus argumentos y el tribunal para rebatirlos o confirmarlos.
Todo ello ha sido actualmente sustituido por el dictamen de unas comisiones que discuten a puerta cerrada, encapuchados como inquisidores y como verdugos del Santo Oficio, consultando rankings de impacto mercantil, elaborados por agencias financiadas por corporaciones económicas que no pueden dar la cara porque no la tienen. Esto es, como estamos diciendo, un nuevo feudalismo, pues, en efecto, el feudalismo en el Antiguo Régimen, era, sobre todo, el reino de lo privado. Y las empresas privadas no son más que nuevos feudos contemporáneos.
La misma ceguera disfrazada de progresismo encontramos respecto del asunto del funcionariado en la enseñanza. El sistema de oposiciones (y la idea de que el profesor tiene que ser consiguientemente un funcionario del Estado), en realidad, no es un sistema. Es la infraestructura misma de la investigación científica, el más eficaz de los artilugios institucionales inventados para garantizar a la investigación científica unas condiciones materiales de ejercicio público, libre y desinteresado. En realidad, con el tan criticado «sistema de oposiciones» lo que estaba en juego era la definición misma de conocimiento superior: la idea, en definitiva, de que solo la ciencia puede juzgar a la ciencia. La Universidad es una comunidad de doctores (o de aspirantes a serlo) más arriba de los cuales no puede haber autoridad alguna. No hay ningún exterior a la ciencia desde el que puede juzgarse la verdad de un teorema, la conveniencia de una investigación, la relevancia de un experimento, la idoneidad de un currículum, un departamento o un proyecto científico.
También aquí ha habido un malentendido desdichadamente muy celebrado por las izquierdas y que ha hecho mucho daño ya desde los tiempos de la lucha de los PNNs en los años setenta8. Se trata del empeño en imponer sobre la lógica académica una lógica laboral y sindical. Es obvio que los profesores son trabajadores, sin duda, y por tanto, tienen los mismos derechos que cualquier otro trabajador, eso está fuera de toda discusión. Pero confundir la lógica académica con la lógica de un ejército laboral ha sido completamente pernicioso. En el caso de la enseñanza, como en el de la Justicia y la Sanidad, la condición de funcionario es esencial y los contratos de ayudantes, interinos, asociados, etc., tiene que ser siempre provisional y periférica. Un funcionario no es propiamente un trabajador (aunque también lo sea): es, ante todo, un propietario, un propietario de su función. Y ello es una condición esencial para el ejercicio libre de su profesión. El no insistir en ello, es decir, la no insistencia en el hecho de que un profesor tiene que ser esencialmente un funcionario, confundiendo así la lógica académica con la laboral, ha creado efectos nefastos incluso laboralmente (no digamos ya académicamente), pues si el profesorado no es más que un ejército de trabajadores, no hay motivo para que no lo sea de trabajadores basura, como en cualquier otro rincón de la sociedad. Así fue como los interinos empezaron a convertirse en legión, las plazas vitalicias se amortiguaron y los contratos se flexibilizaron como en cualquier otro dominio del mercado laboral. El resultado es conocido: el profesor de lengua puede dar gimnasia y viceversa. La propaganda de Bolonia fue alucinante a este respecto: una buena mañana, se abrieron los telediarios con la noticia de que los profesores ya no iban a tener que estar especializados en ninguna disciplina, porque había una empresa llamada Educlick -aún puede buscarse su página en internet- que ofrecía unos powers point interactivos que, prácticamente, cubrían todo el espacio docente. Era lo que se llamaba una «revolución educativa» sin precedentes. Y en efecto, lo fue.
Los profesores, los jueces, los médicos, tienen que ser funcionarios porque esa es la única garantía de su independencia (en el caso de los profesores, de su libertad de cátedra). De la independencia respecto de lo poderes fácticos privados y de la independencia respecto del gobierno de turno. En el fondo, se trata de un requisito imprescindible de la separación de poderes, y por lo tanto, de eso a lo que llamamos Estado de Derecho. Es la garantía de la separación entre lo estatal y lo gubernamental. De lo contrario, la enseñanza sería adoctrinamiento gubernamental y la Justicia sería un brazo del gobierno. La sanidad, por su parte, estaría vendida a los intereses que los gobernantes pudieran tener en los laboratorios farmacéuticos, las casas de seguros o las fundaciones sanitarias privadas. Los profesores deben ser vitalicios incluso cuando sean malos profesores. Esa es la responsabilidad de los tribunales y de las legislaciones que los rigen: impedir que haya malos profesores. También existe, por supuesto, una cosa llamada inspección de servicios, que debería funcionar como tal y no como suele funcionar. Pero un profesor tiene que tener libertad de cátedra y para eso tiene que ser funcionario.
De lo contrario, estaríamos vendiendo el universo de la enseñanza a los poderes privados más salvajes, como ocurre en el caso del periodismo, o sin ir más lejos, en el de la enseñanza concertada. Los periodistas no pueden ser independientes por mucho que se empeñen: serán siempre la voz de quien les puede despedir a causa de lo que digan o dejen de decir. Eso es lo que les ha convertido en un ejército de mercenarios. La cosa es gravísima, desde luego, porque con ello hemos vendido al reino feudal de lo privado algo tan consustancial a la Ilustración como es el uso público de la palabra y la libertad de expresión. En cuanto a la enseñanza concertada es, desde luego, el cáncer que nos ha llevado al desastre actual. Los colegios concertados han encontrado mil maneras de burlar la ley y filtrar la extracción social de sus alumnos exigiendo tasas y donaciones o declarando tener cubierta la ratio de alumnos prescrita. Ello ha abierto en el mundo de la enseñanza el abismo de las clases sociales, dejando a la enseñanza pública la parte más conflictiva. Mientras tanto, estamos pagando con nuestros impuestos una plantilla de profesores nombrados «a dedo» por empresas y sectas privadas, como si nunca hubiera existido la Ilustración y viviéramos de nuevo en el Medievo feudal. Todo en nombre de la libertad de los padres para elegir la enseñanza de sus hijos, como si la cuestión no fuera, más bien, exactamente la contraria: el derecho que deben de tener los hijos a librarse de los prejuicios y de la ideología de sus padres, gracias a un sistema de instrucción pública controlado por la sociedad civil mediante oposiciones y tribunales bien legislados. Los hijos no tienen por qué cargar sin protección alguna con el peso de haber tenido unos padres talibanes o testigos de Jehová o del Opus o de ETA. Hace ya mucho que existió algo llamado Revolución Francesa y que se comprendió que un sistema público de enseñanza servía precisamente para eso. En un colegio estatal los alumnos tienen profesores de izquierdas y de derechas, ateos y creyentes, homosexuales y heterosexuales, tienen profesoras con pelos en las axilas, profesores con corbata, hippies o pijos, en fin, tienen delante un material humano de lo más normal, porque ha sido elegido por tribunales independientes en virtud de su competencia en una determinada disciplina, y nadie tiene derecho a exigirles otra cosa que no sea precisamente la competencia para enseñarla. Bien sabido es que todo lo contrario ocurre en ese desierto de libertades que es la enseñanza privada y concertada.
Por eso, estremece ver a gente supuestamente progresista y de izquierdas coquetear con esa especie de enseñanza privada para pobres que reivindica la «autogestión» o el protagonismo de los padres en los centros de enseñanza, cuando no el derecho de los padres a educar a sus propios hijos, al margen de interferencias estatales. Es otro aspecto más de la misma confusión: pretendiendo luchar contra el Estado y el capitalismo, se acaba por extirpar los pocos vestigios de Ilustración que la clase obrera logró incrustar ahí y se deja incólume, en cambio, lo que el Estado tiene de feudal y, por supuesto, lo que tiene de capitalista.
Este tema es un ejemplo de un problema más general. Porque lo que se puede diagnosticar aquí es una especie de enfermedad congénita de la izquierda: caer como idiotas en lo que podríamos llamar el timo de la estampita. Y encima llamar a eso ser materialista. Los que nos autodenominamos «comunistas» hemos sido expertos en eso. A lo largo de la historia del comunismo ha habido muchas versiones, hasta no dejar títere con cabeza. Como el Estado de derecho era una mera ilusión, los comunistas teníamos que estar contra el Estado y contra el Derecho. Como bajo el capitalismo el Parlamentarismo es una tomadura de pelo, los anticapitalistas nos volvimos antiparlamentarios. Como la civilización y el progreso, bajo el capitalismo, no son más que colonialismo e imperialismo, nosotros decidíamos que para ser anticolonialistas había que estar en contra de la civilización y para ser antiimperialistas en contra del progreso. Y lo mismo a una escala más reducida: como las oposiciones estaban corrompidas, en lugar de estar contra la corrupción, había que estar contra el sistema de oposiciones. Como los catedráticos tenían tendencia al nepotismo, en lugar de combatir el nepotismo, se decidía suprimir los catedráticos. Como los catedráticos a veces abusaban de los agregados, en lugar de suprimir los abusos, se optaba por suprimir la distinción entre catedrático y agregado. Como los funcionarios abusaban de los contratados, lo mejor era que todos fueran contratados. Como los profesores abusan de los alumnos, lo mejor es suprimir también esta rígida distinción y que todos aprendamos a la vez jugando juntos al corro de la patata. Siguiendo con esta lógica, en la enseñanza pública podríamos decidir suprimir la calefacción porque a veces está demasiado alta o las tuberías porque el agua suele tener sabor a cloro. Y aún se podría ir más allá, a título individual: como los calcetines a veces nos aprietan el tobillo, lo mejor será suprimir los calcetines; y los zapatos, y los calzoncillos… Por este camino, te quedas en pelotas.
Y luego, por supuesto, hay que inventar algo mejor y que inventarlo desde cero. Había que inventar algo mejor que el Estado de Derecho, algo mejor que el parlamentarismo, algo mejor que la democracia representativa, algo mejor que la civilización o que el progreso. Al final, quizás las tribus indígenas tenían una solución para todos nosotros, más allá del derecho, la civilización y parlamentarismo. Podíamos aprender a tocar la flauta, y ya de paso, preguntarle a cabeza de pimiento si alguien es inocente o culpable, si conviene pelarnos el pene, amputar los clítoris o lapidar a las adúlteras. A otra escala -y centrándonos en el tema de la enseñanza que aquí nos ocupa- había también que reinventarlo todo desde cero. Había que soñar un mundo nuevo para la enseñanza9. Los delirios hippie-progres al respecto aquí no han tenido barreras: no hay nada que no merezca ser superado o relativizado, la distinción entre profesor y alumno, entre padres y maestros, entre niños y adultos; había que suprimir las tarimas, las pizarras, los pupitres, las cátedras, las asignaturas, la calefacción y las tuberías.
Y lo mejor es que tanto sueño se está haciendo por fin realidad. Dentro de poco en la escuela pública ya no tendremos ni agua caliente ni tuberías ni calefacción. Ya no habrá problemas con que los funcionarios se corrompan, porque ya no habrá funcionarios, ni con que los catedráticos practiquen el nepotismo, porque ya no habrá catedráticos. Las tan antipáticas y rígidas distinciones entre asignaturas, ya han desparecido: el profesor de gimnasia es normal que esté impartiendo lengua o matemáticas. En general, los profesores ya no serán un problema. Estarán tan ocupados en un trabajo basura, que los padres tendrán que volver a ocuparse de la educación de sus hijos (los que se lo puedan permitir, por supuesto, aunque no sean muchos). Así es que a base de progresismo, desembocaremos en un analfabetismo, funcional o literal, masivo. Otros tiempos, para una nueva época.
Marx decía «un negro es un negro, sólo bajo determinadas condiciones se convierte en un esclavo», «una máquina de hilar, es una máquina de hilar, sólo bajo determinadas condiciones se convierte en capital». Considerada en sí misma -continuaba diciendo en el mismo texto-, una maquina de hilar libera al hombre de las fuerzas naturales, ahorra trabajo y genera descanso. Bajo condiciones capitalistas, impone al hombre el yugo de la naturaleza, le obliga a un trabajo extenuante y no genera más tiempo libre que el del paro y la indigencia. Uno no alcanza a comprender por qué es tan difícil hacer el mismo razonamiento sobre otros temas: el Estado, el parlamentarismo, las libertades individuales, los tribunales de justicia o, incluso, ¿por qué no?, la policía.
En un congreso que hubo en la Facultad de Filosofía de la UCM (en el 2011) con el tema «¿Qué es el comunismo?», había un cierto consenso respecto a que en una sociedad comunista no habría policía. La policía es un cuerpo represivo especializado en repartir porrazos al pueblo y en meter a gente pobre en la cárcel. En algunos países y situaciones, la policía está implicada en el narcotráfico, el contrabando y la mafia. Ahora bien, esta situación se puede describir de dos maneras distintas: diciendo que la policía está corrompida o diciendo que la policía no hace más que lo que le corresponde, puesto que la corrupción es uno de sus atributos esenciales. La cosa se complica si diagnosticamos que hay unas condiciones estructurales, por ejemplo, esas a las que llamamos capitalismo, en las que la policía no puede más que corromperse. O por ejemplo: funcionar al servicio de los poderes fácticos. Aún así, no es lo mismo decir que la policía, allí donde el poder es capitalista, recibe órdenes del capital, que decir que la policía «en sí misma» no puede ser más que un instrumento del capital.
Sin embargo, hay una especie de resistencia «spinozista» -lo digo así pensando en algunos que se autodenominan tal cosa- a traer a colación este tipo de realidades «en sí». Por lo visto, lo materialista sería decir que puesto que los policías son una banda armada al servicio del capital, eso es lo que son y punto, no hay más que decir. Es decir: la policía no sólo es una mala realidad, también es una mala idea. Por otro lado, ¿a qué hablar de ideas? ¿A cuento de qué empezar a contar cuentos ideales? ¿Sería eso muy materialista?
No logro entender en qué consiste este materialismo que le tiene tanto miedo a las ideas. Yo pienso que la policía no es una mala idea. Eso no quiere decir que no sea una pésima realidad. Es más, si es todavía peor que una pésima realidad, es, precisamente, porque es una buena idea. Si la policía en sí misma no fuera otra cosa que corrupción, no podríamos decir que está corrupta. A mí no me resulta tan difícil de imaginar una policía que se dedicara a meter en la cárcel a los banqueros o los evasores fiscales. La policía tiene que meter en la cárcel a los ladrones, como tenemos claro desde que de niños jugábamos a polis y cacos. Pero lo que no está dicho es que las leyes tengan que considerar ladrón a Robin Hood y propietario a Emilio Botín. La policía es el brazo de la ley: puede ser Rambo, Torrente o el Ché Guevara, depende de cuál sea la ley. En el mencionado congreso sobre «¿Qué es comunismo?», se llegó a decir que en una sociedad comunista no debería haber policías ni para detener a los violadores, porque de eso ya se ocuparían los amigos (o los camaradas o el pueblo o los vecinos o quién sabe si la multitud). No se dijo quién se ocuparía de los amigos (o de los camaradas, el pueblo o los vecinos o la multitud) en caso de ser ellos los violadores10.
Volvamos ahora a lo que hemos llamado el timo de la estampita. Como el capitalismo convierte este mundo en una pocilga, en lugar de estar contra el capitalismo, estamos contra el mundo. La verdad es que el capitalismo no deja títere con cabeza, ha envilecido todos los aspectos de la vida humana y malversado el sentido de todas las instituciones ciudadanas. La escuela y la sanidad pública11 son las dos únicas que resisten aún a la lógica del mercado. Y por eso están siendo destruidas. Ante este panorama, lo más estúpido que se puede hacer es colaborar con el capitalismo en su labor destructiva y empezar a derribar instituciones como quien lucha contra molinos de viento, mientras un ejército de gigantes avanza por la espalda. Si bajo el capitalismo la democracia se convierte en una farsa, el Derecho en un instrumento del capital, el Estado en una maquinaria de represión, los tribunales de justicia en una ignominia, la policía en un cuerpo de torturadores, el parlamento en un mercado de intereses, los municipios en un nido de corrupción, etc., lo más absurdo que podemos hacer es empeñarnos en que lo ideal sería un mundo no capitalista en el que no existirían ninguna de esas cosas. Eso no es estar contra el capitalismo, es estar contra el mundo. Y es empeñarse, además, en la absurda tarea de construir un mundo nuevo a partir de las ocurrencias de un hombre nuevo. Esto es pura religión, y en todo caso, al mezclarse con la política, es puro fascismo.
Ahora que se habla de lo necesario que es poner en marcha un nuevo proceso constituyente, es muy importante tener en cuenta estas cosas de las que estamos hablando. Yo me cuidaría de ser demasiado imaginativo. Creo que la cuestión no es de ningún modo qué sociedad queremos y que vuele la imaginación y que los indígenas nos enseñen a tocar la flauta. Por mi parte -no sé si seré un caso muy raro-, sé perfectamente cuál es la sociedad a la que aspiro: la que la sociedad moderna ha pretendido ser (sin lograrlo en absoluto, sino todo lo contrario). Yo no aspiro a una postmodernidad muy imaginativa, sino a una verdadera modernidad, a la modernidad, al fin y para siempre: una sociedad de ciudadanos libres e iguales, independientes civilmente para elegir ser felices a su modo obedeciendo a leyes que ellos mismos se han dictado. Este sueño moderno, creemos algunos, no es posible más que en condiciones socialistas de producción y, desde luego, se ha demostrado que es absolutamente incompatible con el capitalismo. Para lo que hay que ser imaginativo no es para inventar sociedades, sino para quitarnos de en medio el capitalismo. Hace falta una buena idea para ganar la guerra contra el capitalismo, porque la cosa no pinta nada bien. Una buena idea que nos permita cambiar la correlación de fuerzas, eso es lo que necesitamos. Pero, desde luego, lo que sí que no necesitamos es una idea mejor (o más creativa o flexible) que la enseñanza pública estatal, los tribunales de justicia, el parlamentarismo o la separación de poderes. El único «hombre nuevo» que necesitamos, fue ya pensado hace mucho: es el ciudadano.
El pensamiento de izquierdas suele rasgarse las vestiduras cuando algunos que también somos de izquierdas afirmamos que la teoría del Estado Moderno no está tan mal pensada, que es, incluso una idea muy buena. Al decir esto no estamos defendiendo los Estados Naciones existentes, sino todo lo contrario, lo que estamos haciendo es denunciar que esos Estados realmente existentes no se parecen en nada a la teoría (y que además algunos se parecen menos aún que otros). Sobre todo por una razón: jamás se dan las condiciones para que esos «artilugios institucionales» que en el Estado moderno tiene por función dividir el poder, proteger el uso público de la palabra, blindar la presunción de inocencia, etc., funcionen de verdad, porque siempre ha habido un poder salvaje más potente, el capitalismo. Podemos dividir el poder político cuanto queramos, garantizar la independencia del poder judicial, proteger la inmunidad de los parlamentarios, otorgarles libertad de expresión en la cámara, proclamar a los cuatro vientos que todo el mundo es libre de decir lo que quiera sin censura, podemos hacer esto y muchas cosas más y no estaremos haciendo nada si lo que ocurre -y esto es lo que ocurre- el poder real está en otra parte. Entre nosotros, el poder político no tiene el poder. La economía es un poder salvaje infinitamente más potente, que actúa masivamente al margen de la ley y que tiene, además, poder más que suficiente para chantajear cualquier actividad parlamentaria, así como de comprar cualquier medio de expresión ciudadana. Es un bonito negocio esto de dividir el poder ahí donde el poder no está. Es una bonita farsa, en verdad, inventarse un Estado de derecho en el seno de una dictadura económica capitalista. Pero lo que no podemos hacer es caer en la trampa y tomarla contra el Estado o el Derecho cuando el enemigo es el capitalismo.
Bien es verdad que se ha pretendido que el Estado no ha sido más que un instrumento en manos del capital. No cabe duda: las dos cosas surgen sospechosamente a la vez. Pero hay que pensarlos por separado, porque surgen a la vez, pero con un montón de derrotas de por medio. No se puede decir que la Revolución Francesa se materialice en el triunfo del capitalismo, hay un montón de derrotas intermedias hasta que salió triunfante aquello que beneficiaba a la burguesía y al liberalismo económico. Una determinada versión del Estado Moderno fue derrotada, fue guillotinada con Robespierre.
Para empezar, es falso que -como se dice a menudo, sobre todo entre autores marxistas- Robespierre hablara en nombre de la burguesía triunfante. Robespierre -como nos demuestran Florence Gauthier o Toni Domenech12– es más bien la continuación de una revolución antifeudal y anticapitalista que había comenzado en Europa con las revueltas campesinas del final del Medievo. Robespierre fue quien introdujo el concepto de «fraternidad» en el lema de la Revolución Francesa. La «fraternidad» exigía extender la independencia civil al conjunto de la población, era el proyecto de una ciudadanía universal. Había que empezar por liberar a los esclavos (y también algo que se menciona poco: liberar a la mujer). Pero también había que garantizar las condiciones de existencia de toda la población, campesina u obrera. Extender la independencia civil al conjunto de la población es, para la parte derrotada de la Revolución Francesa, la condición de un Estado verdaderamente moderno contra el Antiguo Régimen.
Pero ese proyecto es derrotado. Y lo que no se puede hacer es absorber todo esto en el triunfo final de la burguesía. Eso es un disparate. Igual que se suele decir que la Revolución Francesa representa el triunfo de la burguesía, se podría decir que la burguesía triunfó contra la Revolución Francesa. Como ha dicho Domenech alguna vez: lo único que la revolución francesa tuvo de revolución burguesa fue la contrarrevolución. Lo mismo que se dice que el Estado Moderno es el Estado burgués, podríamos decir que la burguesía enterró la posibilidad de un determinado Estado Moderno, precisamente ése en el que podría «imperar la ley», es decir, ser un auténtico «estado de derecho». En lugar de todo eso tenemos una dictadura económica que a veces y en determinados momentos y lugares suficientemente privilegiados, ha podido disfrazarse con los ropajes del derecho y el parlamentarismo.
En distintos sitios hemos defendido que es mejor plantearlo así13, porque de lo contrario, si todo es capitalismo, si el Estado Moderno no es más que la cobertura del capitalismo, entonces, al combatir el capitalismo estamos combatiendo también el Estado Moderno, con lo cual abominamos de la división de poderes, del parlamentarismo, del estado de derecho, etc., y, encima, nos abocamos a la insensata tarea de inventar algo mejor que todo eso. Al final, acabamos superando al «ciudadano» para sustituirlo por el «camarada», el «hombre nuevo», o algo semejante; algunas de estas ocurrencias han tenido plasmaciones históricas abominables.
Y además… ahora mismo es estratégicamente ruinoso arremeter contra el Estado, justo cuando el salvajismo neoliberal, los teóricos del mínimo Estado (que sin embargo no son tan tontos para no guardarse las espaldas con el Estado que les conviene) están desmantelando la seguridad social, la escuela pública, el derecho laboral. Porque no hemos de olvidar que todas las conquistas de siglos de lucha obrera se han ido consolidando en legislaciones estatales. Acabar con el Estado hoy en día sería como dejar a la clase obrera en pelotas. En cambio, la burguesía se las arreglaría muy bien con sus policías privados y sus ejércitos mercenarios.
Los defensores de la escuela pública en la «marea verde», lo mismo que el movimiento estudiantil que luchó contra Bolonia, no han caído en esta trampa. Han sido muy conscientes de que estaban intentando salvar la dignidad de una institución -la enseñanza pública estatal- de la voracidad salvaje del capitalismo.
Finalmente, ya a comienzos del siglo XXI, se empiezan a aclarar algunas cosas. El capitalismo no sólo no nos trajo las instituciones republicanas defendidas por los pensadores políticos de la Ilustración, sino que siempre fue incompatible con ellas. Y con el tiempo, no ha ido más que acrecentándose esta incompatibilidad. El resultado no puede ser más que lo que ya tenemos casi encima: una nueva Edad Media, un nuevo feudalismo.
El ritmo del Medievo venía jalonado por las festividades religiosas. Teóricamente, nuestra respiración política tiene el ritmo de las elecciones democráticas. Votamos cada cuatro años, supuestamente, para aportar nuestras razones. Pero la economía capitalista tiene sus propias razones. Y no suelen coincidir con las nuestras. Lo que para nosotros es una solución, para la economía suele ser un problema. Y lo que para la economía son soluciones, para nosotros son problemas. Nos ajustamos nosotros para bien de la economía. Y poco a poco -sobre todo cuanto más hemos sido derrotados en la lucha sindical- hemos acabado por comprender que más nos vale así. Porque si a la economía le va mal, para nosotros es aún peor, ya que dependemos a vida o muerte de esa misteriosa señora. Así es que no votamos para aportar nuestras razones, sino para entrar en razón. Para que no se nos ocurra votar insensateces que contradigan la voluntad de los dioses. En estas condiciones, la democracia es muy parecida a la religión. Con su voto, la población festeja lo que la economía ya ha votado por su cuenta. El día de las elecciones nos juntamos para celebrar que los dioses tienen sus buenas y sabias razones, aunque nos sea difícil comprenderlas. Y, normalmente, votamos en consecuencia.
Hemos vuelto a la Edad Media, pero a una Edad Media exagerada y asfixiante, desproporcionada, insaciable. Probablemente, el ser humano nunca ha sido tan siervo de un señor, nunca ha estado tan expuesto a los caprichos tiránicos de un amo, como actualmente. En los libros de Historia se suele decir que el siervo de la gleba era fundamentalmente religioso, como si su paso por este mundo no tuviera otro sentido que estar a la espera de una vida más allá. El campesino medieval, se dice, vivía consagrado a su dios, pendiente de su dios, deseoso de complacerle haciendo diariamente sus deberes… O sea, exactamente lo mismo que hoy día ocurre con los mercados. «Hacemos los deberes» -como dice Rajoy- para calmar la ira de los mercados, para infundirles confianza, para prometerles ser buenos en el futuro con los recortes y los planes de ajuste, para que no cambien de opinión y aumente la prima de riesgo, para que no se calienten demasiado, para que no se enfríen, para que no se constipen.
Monti dijo que los mercados ya no eran compatibles con la pretensión de vivir varios años en el mismo sitio. Incluso dijo que eso tenía que parecernos divertido. Los campesinos de la Edad Media, a menudo, no salían de su pueblo en toda su vida. Hoy la voluntad de los dioses nos quiere nómadas, pero nómadas sin familia, sin hijos, sin religión, sin lastres culturales, sin nada más que lo puesto para poder correr ligeros aquí y allá, según los mercados nos vayan necesitando. Ante todo, hay que cumplir con la voluntad del mercado. Y todo es en vano: los mercados están como una cabra. Jamás un dios ha estado tan loco para cambiar de opinión cada mañana, cada minuto, incluso cada milésima de segundo. Los mercados de futuros y derivados financieros sí, están mucho más locos y son mucho más imprevisibles que Nerón o Calígula. Y además tienen mucho más poder. Incluso lo de Sodoma y Gomorra puede ser una broma comparado con un hundimiento general de la confianza en los mercados. Si perdemos la confianza de los dioses, no hay nada que hacer. Los economistas tertulianos hablan, por eso, un lenguaje completamente religioso: hablan de la sangre de los mercados, de cómo hay que hacerla circular, por cierto, bombeando la sangre con sacrificios humanos. Pero lo dioses son insaciables: aún hacen falta más sacrificios, siempre hacen falta más sacrificios. En suma: jamás en la Historia y bajo ninguna religión, la población ha vivido tan constantemente pendiente de un Más Allá. Los dioses solían ser bastante estables. Es cierto que Jehová era algo celoso y tenía mal carácter, pero nunca en las proporciones actuales. Los judíos de Moisés o David no se levantaban todos los días temblando de miedo y corrían a mirar el periódico para consultar la prima de riesgo sobre el humor de Jehová. Se suponía que era un dios exigente, pero no que fuera un demente.
Es un disparate pretender que esta servidumbre absoluta hacia un amo chiflado, habría parecido a Kant, Rousseau o Hegel compatible con esa condición a la que llamamos ciudadanía. Aquí habrían reconocido más bien un nuevo Antiguo Régimen, pero mucho más oscuro, opaco y criminal.
Es importante resaltarlo. Si decimos que esto que vivimos, por ejemplo en Europa, no es un Estado de derecho no lo hacemos para expresar nuestra opinión de furibundos comunistas antisistema. Tampoco porque seamos unos idealistas que hablan de quimeras sin querer mirar a los ojos la cruda realidad de los «estados de derecho» realmente existentes. Lo que decimos es que son los propios filósofos gracias a los cuales hemos entendido lo que significa esa fórmula -«estado-de-derecho»- los que se negarían a reconocerla en esos estados realmente existentes. Sócrates, Platón, Rousseau, Kant, Hegel, creemos que se escandalizarían al ver a nuestros políticos afirmar que en España, Francia, Alemania o Grecia vivimos bajo el «imperio de la ley», en «estado de derecho». Y no es porque seamos estados de derechos muy imperfectos, es que no tenemos nada que ver con ese proyecto político. Vivimos en una sociedad capitalista. El capitalismo es un sistema de producción en el que la población en general carece de medios de producción para subsistir por su cuenta o, lo que no es sino la otra cara de la moneda, un sistema en el que la mayor parte de la población tiene que buscarse la vida -vender su fuerza de trabajo- en el mercado laboral, a cambio de un salario. En este mercado laboral, la gente se ve obligada a trabajar en lo que sea, al precio que sea, para producir lo que sea, en la cantidad que sea y de la manera que sea, es decir, la gente está vendida a vida o muerte a una lógica de producción que se determina a sus espaldas y, además, actualmente, de forma cada vez más misteriosa incluso para los economistas más pretenciosos, en ese mundo del sinsentido y lo imprevisto al que llaman «los mercados». Esto no es un «imperio de la ley», sino una dictadura capitalista. Esto no es la realización del monstruo soñado por la Ilustración. Es la pesadilla a la que nos vimos abocados cuando la Ilustración fue derrotada. Institucionalmente, hemos regresado a la Edad Media. Antropológicamente -es lo que Santiago Alba y yo intentábamos explicar en El naufragio del hombre14-, en cambio, hemos ido más allá: hemos regresado a la prehistoria anterior a la Revolución Neolítica.
Notas:
1 Sobre algunos de estos asuntos me he explicado más despacio en ¿Para qué servimos los filósofos?, La Catarata, Madrid, 2012.
2 http://www.publico.es/internacional/420011/monti-digamos-la-verdad-que-monotonia-el-puesto-de-trabajo-fijo
3 Sobre esta deriva foucaultiana me he explicado con más detenimiento en La impaciencia de la libertad, Capítulo 7, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
4 Cfr. Circulo de Empresarios, 2007: Una Universidad al servicio de la sociedad. Madrid.
5 La misma estrategia, por supuesto, se ha seguido en Sanidad. En el Hospital del Niño Jesús de Madrid, hay ahora mismo colgada una pancarta que la resume muy bien: «Desprestigiarnos para privatizarnos».
6 Personal Docente Investigador.
7 Es interesante, por cierto, leer un poco sobre el tema. Cfr.: HUMBOLDT, W. (2005): «Sobre la organización interna y externa de las instituciones científicas superiores en Berlín», en Logos. Anales del Seminario de Metafísica, 38, Facultad de Filosofía UCM, pp. 283-291.
8 Sobre este tema es muy interesante el libro Por una Universidad democrática de Francisco Fernández Buey, El Viejo Topo, Barcelona, 2010.
9 Este año, por ejemplo, ha empezado a circular por ahí -con un gran apoyo mediático, por cierto- un panfleto inefable y lobotomizado, confeccionado por unos auténticos mentirosos: La educación prohibida. «La escuela no sirve y hay que cambiarla, hay que derribarla para empezar de cero», rezaba una de su presentaciones en sociedad. http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/09/25/actualidad/1348597598_771130.html
10 Sin duda, los violadores pueden ser, precisamente, los policías. Incluso, como ha ocurrido tantas veces, los policías pueden ser sistemáticamente violadores y torturadores. En ese caso, lo que tenemos no es sólo un crimen muy grande. Lo que tenemos es un orden político intolerable.
11 Y en un estado de deterioro que ofende a la vista, la Justicia.
12 Como ya he comentado más despacio en ¿Para qué servimos los filósofos? (La Catarata, 2012), lo mejor para este tema es leer a Florence Gauthier o El eclipse de la fraternidad, de Toni Domenech.
13 En El orden de El capital (Akal, 2011) hemos discutido este planteamiento en conexión con una interpretación de la obra de Marx.
14 Santiago Alba y Carlos Fernández Liria: El naufragio del hombre, Hiru, 2010.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.