Maldito concepto que aspirando a preservar su virtuosa fama más allá de su entierro y a no poner en evidencia su virginal criterio y graciosa majestad, acostumbra a prescindir alegremente de la sangre como si no le importara renunciar también a respirar, como si no tuviera la carne derecho a la palabra. Y es por […]
Maldito concepto que aspirando a preservar su virtuosa fama más allá de su entierro y a no poner en evidencia su virginal criterio y graciosa majestad, acostumbra a prescindir alegremente de la sangre como si no le importara renunciar también a respirar, como si no tuviera la carne derecho a la palabra.
Y es por ello que, en aras de la pretendida objetividad, se han cometido los desatinos más hirientes y se han callado las más infames ignominias.
La historia se nos ha ido llenando de objetivos tiranos, de ecuánimes procedimientos que nos legaron equitativos cadáveres deneutrales responsos.
La objetividad, como otros muchos conceptos de honorable prestancia, hace demasiados años que fue secuestrada por quienes se erigen en voz de la opinión pública y dilucidan, siempre objetivamente y más a diestra que a siniestra, sus naturalmente comedidos juicios, sus objetivos pareceres.
Y cuanto más ecuánimes resultan sus ponderadas opiniones, tanto más se les recompensan los dislates y se les prodigan cámaras, páginas y micrófonos.
Sirve la objetividad en boca y manos de tan esforzados intérpretes para ocultar crímenes y disimular culpas, para justificar abusos y exculpar atropellos, para festejar vilezas y denigrar decoros.
No hay implicado que no apele a la objetividad como disculpa, ni defensa que no se ponga a buen recaudo en el beneficio de la objetividad.
Porque los talantes llamados objetivos carecen de alma y de memoria, nunca van a correr el riesgo de que los pierda o los desarme su palabra.
Porque, sin embargo, sí disponen de recelos y bolsillos, siempre van a quedar en evidencia cuando los desnude o los delate su silencio.