Entonces, uno que anda lleno de aprensiones, pensando en la posibilidad de una conflagración de carácter nuclear, dado el casi inexistente margen para revertir un error entre tanta ojiva acumulada, se topa con que ya anda de testigo, como todos, de otra contienda universal. Y mire que uno confronta fuentes, porque la verdad habrá de […]
Entonces, uno que anda lleno de aprensiones, pensando en la posibilidad de una conflagración de carácter nuclear, dado el casi inexistente margen para revertir un error entre tanta ojiva acumulada, se topa con que ya anda de testigo, como todos, de otra contienda universal.
Y mire que uno confronta fuentes, porque la verdad habrá de buscarse entre posturas de encontrado pelaje -nadie la posee absoluta: no la hay tal-. Y quizás también porque en su fuero interno uno desea hallar la esperanza, algún autor que le anticipe un futuro no tan lúgubre como el que los entendidos aprecian desde la atalaya de estos tiempos. Pero el anhelo se frustra. Por doquier, huellas inequívocas de lo que alguien colocó entre los jinetes del Apocalipsis. La guerra, sí, hoy librada en el sector financiero, en el mercado de divisas.
Para no pocos analistas, la batalla por una moneda barata podría no haber hecho más que comenzar. Al decir del digital Kaosenlared.org, después de la intervención de Japón, los planes de compra de activos y la caída de los tipos de intereses, ha sido el gabinete de Beijing el encargado de calentar los ánimos, atacando a Europa por el espaldarazo a los Estados Unidos en las presiones para la revalorización del yuan-renminbi. Alza con la que Washington espera solucionar su abultado déficit comercial, verdadera «bomba de relojería para las cuentas del Estado», y a la cual el gigante asiático se niega por el evidente hecho de que perjudicaría su tejido industrial. El consiguiente encarecimiento de las exportaciones haría quebrar a muchas fábricas.
Ahora, con el sabor acre de haber sido desplazado como segunda economía del planeta, Japón se ha lanzado a una cruzada interventora por primera vez en seis años, para favorecer a sus empresas con una divisa más competitiva, ciscándose en lo aseverado por peritos de los cuatro puntos cardinales: «Mientras que los tipos de cambios bajos pueden ayudar a levantar las exportaciones de un país, el peligro de las devaluaciones y acciones proteccionistas reside en la imposibilidad del crecimiento global».
Crecimiento global. He ahí el quid de lo que se pretende y resultaría limitado, u obstruido, por una desaforada campaña en la que mayormente las naciones ricas están insertadas, sin reconocerlo, según innúmeros observadores. Sin embargo, no sólo se han involucrado los más poderosos. En tanto que, «agotados todos los métodos tradicionales de políticas fiscales y monetarias, los países desarrollados están buscando nuevas formas de impulsar el crecimiento», los emergentes «tratan de mantener su ventaja competitiva que les hizo salir triunfadores de la crisis crediticia».
Empeño en el que todos remedan la sutileza del Gobierno de Tokio cuando afirma que no está procurando «participar en una carrera por la devaluación de divisas», aunque -faltaba más- «puede realizar acciones para suavizar», si «los movimientos son extremadamente volátiles». Ni cortos ni perezosos, Corea del Sur y Brasil figuran entre los que han actuado este año sobre el mercado, y recientemente Tailandia aludía a las probabilidades de «más medidas para flexibilizar los límites de salida de moneda con el fin de ayudar a los exportadores».
Claro, por ser esta una disputa geopolítica, se persigue sin tregua al delantero, no vaya a desgajarse del pelotón, desplazando al señero: los Estados Unidos, por supuesto. Como si la guerra no atañera a muchos, Beijing se erige en diana por excelencia. Tirios y troyanos lo acusan de mantener de forma artificial la infravaloración del yuan, constriñendo las ganancias frente al dólar cerca de dos por ciento desde el mes de junio.
Mas, ojo, no en vano por allá andan los padres, y las madres, de las artes marciales. A «sugerencias» tales las del premier de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker, en el sentido de que «China tiene que reorientar su política hacia una apuesta por el crecimiento interno y una reducción de la dependencia de las exportaciones», la «aconsejada» contraparte ha contestado con inocultable enojo -dignidad nacional, subrayará ella- que el Viejo Continente no debería formar parte del coro. «Si el yuan no es estable, será un desastre para China y para el mundo. Si aumentamos el yuan en un 20 y un 40 por ciento, como algunas personas están pidiendo, muchas de nuestras fábricas se cerrarán y la sociedad será un caos».
Y el caos en un territorio cuya población constituye alrededor de un sexto de la mundial representa un «lujo» que nadie debiera permitirse; menos, los líderes del Sistema. Un sistema que, por cierto, no puede prolongarse sin guerras, y al cual, paradójicamente, las guerras lo están matando.
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