Durante la Primera Guerra Mundial muchos escritores y artistas se refugiaron en la neutral Suiza. Un escritor católico alemán, de nombre Hugo Ball, desconocido entonces y ahora, fundó en Zurich, en febrero de 1916, junto a su novia Emmy Hennings, artista de vodevil, un cabaret al que pusieron el nombre de Voltaire. Aquél sitio estaba […]
Durante la Primera Guerra Mundial muchos escritores y artistas se refugiaron en la neutral Suiza. Un escritor católico alemán, de nombre Hugo Ball, desconocido entonces y ahora, fundó en Zurich, en febrero de 1916, junto a su novia Emmy Hennings, artista de vodevil, un cabaret al que pusieron el nombre de Voltaire. Aquél sitio estaba situado en la estrecha y empinada calle de Spiegelgasse y allí ofrecieron un espectáculo revisteril de corte literario. En esa misma calle habitaba un revolucionario ruso que usaba el seudónimo de Lenin, quien comenzó a frecuentar el lugar. Otro de los clientes habituales era un poeta judío-rumano llamado Samuel Rosenstock. Ball quiso hacer de su bar un sitio ruidoso y provocador para atraer clientes que anduviesen en busca de algo diferente: danzas primitivas, piezas musicales cacofónicas. Un día, no sabiendo cómo titular el programa de esa noche, Ball lo bautizó como un espectáculo Dadá. Rosenstock había adoptada para entonces su seudónimo, luego conocidísimo de Tristán Tzara, y se apoderó del término para una nueva escuela artística que tanto él como los pintores Hans Arp y Max Ernst, se hallaban incubando: el dadaísmo.
Todos aquellos intelectuales se hallaban asqueados de la siniestra carnicería de la guerra y buscaban una restauración del humanismo, una regeneración de los valores perdidos de la culturaLa ruptura surrealista
occidental adentrándose en el absurdo. Tzara aseguraba que escribía sus poemas sacando palabras al azar de una bolsa. Marcel Duchamp quiso hallar en los objetos cotidianos una inspiración singular y comenzó a convertir ruedas de bicicleta en objetos de arte. Los dadaístas, fieles al cabaret Voltaire, cultivaron el escándalo público. Terminada la guerra se trasladaron a Berlín y la República de Weimar, con su rica vida cultural, les otorgó el caldo de cultivo que necesitaban.
El impuso sexual, el inconsciente, la irracionalidad se convirtieron en motivación del discurso artístico. En abril de 1918 se publicó el Manifiesto Dadaísta que, en primer lugar le declaraba la guerra el expresionismo. Lo deforme y grotesco adquirió un nuevo carácter institucional. La crítica social se hizo demoledora como fue visible en la obra de George Grosz. Tzara llevó el dadaísmo a París y halló en André Breton y Louis Aragón dos entusiastas acólitos
En aquellos años ocurrían otros encuentros insólitos. James Joyce y Marcel Proust se conocieron en 1922, tras haber asistido ambos al estreno de una obra de Stravinsky, en una fiesta ofrecida por Diaghilev. Tras la velada, Proust se ofreció a llevar a Joyce a su casa en el mismo taxi y durante el recorrido Joyce, completamente ebrio, confesó no haber leído jamás una línea escrita por Proust quien se sintió muy ofendido y para olvidar la afrenta se marchó al Ritz, donde siempre había una mesa separada a su nombre. Nunca más volvieron a hablarse.
André Breton había actuado, durante la guerra como sanitario del hospital de Saint-Dizier, tratando a las víctimas de la neurosis bélica. Allí conoció a un paciente que tras haber combatido duramente llegó a creerse invulnerable y estimaba que el mundo exterior era parte de una comedia representada por actores. En consecuencia, salía de las trincheras durante los combates para aplaudir al enemigo y hacía gestos entusiastas ante las explosiones, como si fueran aciertos del montaje teatral. Breton se impresionó mucho con ese mundo paralelo y comenzó a establecer una nueva escuela de creación, la de la otra realidad, la hiperrealidad, el surrealismo.
La nueva tendencia partía de la existencia de un orbe maravilloso que yace encubierto en la vida cotidiana. Ese mundo extraordinario podía descifrarse analizando la espontaneidad humana. Lo incoherente, lo extravagante, lo singular ofrecía ricas posibilidades a la imaginación. Cualquier acto, en apariencia insignificante, podía convertirse en una revelación; el azar guardaba arcanos poéticos que era necesario extraer. André Breton abrió la puerta a los sueños.
Los descubrimientos de Freud, la revolución de Octubre en Rusia, fueron otros tantos develamientos para los surrealistas. Aragon y Eluard terminaron de darle el acabado a la nueva corriente. Después se agregaron otros nombres como Dalí, Miró, Magritte y De Chirico y el surrealismo pasó de la poesía a la pintura, más tarde, con Buñuel, invadió la naciente cinematografía. Muchos surrealistas se movieron hacia el comunismo en su afán de cambiar la vida. Otros se hundieron en el comercialismo consumista. No obstante, el surrealismo cambio la faz del siglo XX y se mostró como una vía sólida para alcanzar una auténtica libertad.