Los pasados días 14, 15 y 16 de Noviembre tuvo lugar el Foro de Empresas y Derechos Humanos 2016, organizado por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, con sede en Ginebra. Este evento, de carácter anual, no puede por menos que despertar la más viva curiosidad a toda aquella persona con un […]
Los pasados días 14, 15 y 16 de Noviembre tuvo lugar el Foro de Empresas y Derechos Humanos 2016, organizado por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, con sede en Ginebra.
Este evento, de carácter anual, no puede por menos que despertar la más viva curiosidad a toda aquella persona con un mínimo de interés y preocupación por las cuestiones relacionadas con el desarrollo y los derechos humanos. La mezcolanza de los más diversos entes institucionales, empresariales y sociales promete un cóctel explosivo.
Tras participar en distintas reuniones, escuchar con atención a los/as representantes de las organizaciones internacionales, de diferentes instituciones de numerosos estados, de empresas de todo carácter y de organizaciones de la sociedad civil de diferente naturaleza, la sensación de estupor se queda prendida en tu ser.
La idea central, que subyace y permea a todo el foro, aunque no se explicite en ningún momento, es la conceptualización de la rentabilidad empresarial como un derecho. En ninguna de las intervenciones o declaraciones se llega a arrojar siquiera una sombra de duda sobre este derecho, si acaso alguna matización bienintencionada que no puede más que ignorar las condiciones materiales en las que las empresas desarrollan su actividad.
A partir de la aceptación tácita de que la obtención de plusvalía por parte de las empresas es un derecho inalienable, la lógica de pensamiento racional nos lleva a una conclusión perversa que a duras penas se oculta detrás de la premisa de la negociación: las empresas y las comunidades tienen que ceder en sus posiciones, aceptando reducir la tasa de retorno esperada, en el caso de las primeras, y las condiciones de dignidad, en el de las segundas.
Aunque se presente como el «elefante en la habitación» anglosajón, esta idea fuerza es la única justificación teórica que permite construir todo el decorado armado para la ocasión en la ciudad de Ginebra.
Pero, más allá de la puesta en escena en Ginebra, que podría disculparse como algo anecdótico y puntual, la gravedad y trascendencia del proceso de incorporación del ánimo de lucro como derecho inalienable radica en la construcción de un discurso hegemónico que se impone en todas las esferas de la vida, incluyendo las diversas disciplinas científicas.
Este enfoque cuasi moral sirve de sustento ontológico a la conformación de un paradigma transversal a todas las disciplinas de las Ciencias Sociales y de la Ciencia Jurídica, presentando preguntas claves para el desarrollo científico y académico. Porque, ¿cómo aseguramos el pleno ejercicio de este supuesto derecho al beneficio? ¿Qué modelo necesitamos para crear las condiciones económicas necesarias para su cumplimiento? ¿Qué sistema de estratificación social es óptimo para legitimarlo? ¿Cuál es el armazón institucional apropiado? ¿Qué entramado jurídico internacional asegura la legalidad de su búsqueda?
La academia, en cuanto expresión institucional del conocimiento y la ciencia, aparece como un operador fundamental en este ejercicio de legitimación, donde su intensa participación actúa como sostén intelectual e «independiente» del mismo. Así, en estos días pudimos presenciar como un numeroso grupo de académicos, con Phil Bloomer a la cabeza, se han posicionado en espacios intelectuales de élite a partir de la aceptación acrítica del discurso hegemónico de la mano de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Coronando este esfuerzo legitimador, observamos cómo las Naciones Unidas, con su legitimidad política, su proyección global, y sus recursos humanos y económicos, se pone a su servicio y avala, velando su significado último, lo que solo constituye la imposición de un modelo inhumano.
Desde las organizaciones sociales y políticas que apostamos por una transformación radical de nuestra sociedad, tenemos que ser capaces de asumir la derrota momentánea que estamos sufriendo. No hemos sido capaces de impedir que se imponga la agenda hegemónica que define a las empresas como actores de desarrollo clave.
Las organizaciones sociales tenemos luchar para desmontar este paradigma. Para ello hay que embarrarse y confrontar con estos actores en todos los espacios posibles, poniendo en valor, mediante la práctica concreta y la disputa discursiva, un modelo de desarrollo guiado por la primacía absoluta de los derechos humanos sobre el ánimo lucrativo de actores privados.
Tal y como nos enseña la fábula de Esopo, no nos dejemos engañar por las falsas promesas de este relato hegemónico, así no tendremos que lamentar el aguijonazo traicionero inherente a su propia naturaleza.
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