Recomiendo:
0

La persistencia de las prisiones

Fuentes: Quaderns d’Illacrua 11/ Rebelión

Recientemente -y casi en la misma semana- salían de la prisión Manuel Pinteño y Amadeu Casellas, dos de los presos más combativos del Estado español. Pinteño lo hacía el pasado 3 de marzo, después de casi 33 largos años de prisión y un hecho castigado con creces: haber sido uno de los luchadores destacados en […]

Recientemente -y casi en la misma semana- salían de la prisión Manuel Pinteño y Amadeu Casellas, dos de los presos más combativos del Estado español. Pinteño lo hacía el pasado 3 de marzo, después de casi 33 largos años de prisión y un hecho castigado con creces: haber sido uno de los luchadores destacados en la sonada revuelta de la cárcel de Fontcalent, en 1990. Mientras que, Casellas, consiguió salir en libertad el 9 de marzo, después de 24 años -ocho años más de lo estipulado- y tras mostrar su valor y su tenacidad anticarcelaria a través de largas huelgas de hambre, la última de 99 días. El ejemplo de ambas personas, que representa también la realidad de otras muchas, merece un análisis histórico y actual que insista en el cuestionamiento de las instituciones penitenciarias.

El hecho de que la idea de prisión se identifique de inmediato con la idea de límite es una de las pruebas concluyentes del poder que ejerce en nuestras mentes la existencia de los sistemas carcelarios y de las penas privativas de libertad. Sin embargo, más que como un límite negador de la libertad -que sin duda lo es, al igual que se considera que la muerte lo es de la vida- la prisión funciona como una metáfora de la propia vida, del mismo modo que se revela como una metáfora de la sociedad. La prisión es el lugar aparte, físicamente delimitado, del que nadie tiene la certeza de estar a resguardo. Y es, también, el lugar aparte en el que los mecanismos de castigo y de control se muestran de manera severa, hasta el punto de conseguir intimidar, desde su interior, al resto del cuerpo social.

Como no podría ser de otra manera, la formación de las prisión moderna se fue concretizando en sus formas actuales al mismo tiempo que lo hizo el capitalismo en su conjunto. Esta es la razón que explica el porqué el proyecto arquitectónico que el filósofo utilitarista Jeremy Bentham concibió en 1787 con el nombre de Panóptico se haya convertido en el punto de partida más común de los estudios dedicados a los sistemas punitivos en la edad contemporánea. Sin embargo, aunque es patente que el panoptismo de Bentham fue el principal inspirador de las prisiones que comenzaros a construirse en el s.XIX, lo que es verdaderamente revelador es que el pensador liberal no ideó su sistema únicamente para las prisiones, sino que lo hizo prácticamente para todos los espacios sociales institucionalizados. Vale la pena, pues, reproducir literalmente la definición que Bentham hizo de su invento:

«PANOPTICON», o casa de inspección: contiene la idea de un nuevo principio de construcción, aplicable a cualquier clase de establecimiento en el que cualquier clase de personas sean mantenidas bajo inspección; y en particular a penitenciarías, cárceles, casas de industria, reformatorios, albergues de pobres, manufacturas, manicomios, lazaretos, hospitales y escuelas».

La sociedad disciplinaria

No deja de ser significativo, también, que fuera precisamente la idea de panóptico la que inspirara la concepción de «sociedad disciplinaria» que Michel Foucault desarrollaría en su filosofía; como tampoco deja de ser revelador el hecho de que su trabajo «Vigilar y Castigar, nacimiento de la prisión» se convirtiera, desde el mismo momento de su aparición, en 1975, en un hito bibliográfico sobre la cuestión. Y ello, incluso, a pesar de las reticencias iniciales de los historiadores de profesión, en cuya mentalidad no cuadraba la combinación constante entre datos históricos y abstracción filosófica que hacía Foucault.

Sin embargo, el desarrollo brillante de lo que el intelectual francés llamaría «tecnologías de control social», no sólo está al orden del día, sino que inspiró de inmediato nuevos trabajos referenciales como «Cárcel y fábrica, los orígenes del sistema penitenciario» (1977), en el que, desde una perspectiva marxista, Dario Melossi y Massimo Pavarini trataron de mostrar la relación directa entre la cárcel y el modo de producción capitalista. Una relación basada en las similitudes que pueden observarse entre las cárceles y las fábricas, especialmente en la función que ejerce en ellas el control y la subordinación; así como en el modo en el que el tiempo -en tanto que unidad abstracta- llegó a convertirse en la medida del trabajo y de las penas… O, de una manera aún más decisiva, el importante papel que la concepción de las prisiones jugó en el costoso proceso que supuso el paso de las sociedades agrarias a las sociedades industriales. Es decir, en la adaptación de las masas a la nueva disciplina del trabajo. En este sentido, bien se podría decir que la disyuntiva «o fábrica, o cárcel» fue en los orígenes de la industrialización el único horizonte que las ciudades modernas ofrecían a las personas provenientes de las clases populares. La abundancia de disposiciones históricas contra la vagancia, el pillaje y el vagabundeo así lo vienen a corroborar.

La corrección de las conductas

Bien conocida es también la contribución a la creación de la figura del delincuente, y a la individuación de los delitos y las penas, que va a suponer en el siglo XIX la formación de la criminología como ciencia.

La frenología -precedente de la actual neuropsiquiatría- perseguía hallar en las características formales del cerebro la explicación de los comportamientos humanos, hasta el punto de llegar a definir tipologías como la del «criminal nato» que César Lombroso defendía en torno a 1876. Junto a estas tentativas, que de un modo u otro han sedimentado la psiquiatrización de las conductas -como actualmente ocurre con las personas de identidad transexual-, el aspecto que más define a las prisiones modernas es su propósito teórico de «corrección»; un aspecto que, precisamente, las hace entrar en contradicción consigo mismas.

Cabe señalar, pues, que la función correctora atribuida a las instituciones penitenciarias fue la cuestión más destacada en los discursos con ribetes filantrópicos elaborados por la burguesía para legitimar las prisiones inauguradas a lo largo del siglo XIX. Y que, esta función, no solo se ha universalizado, sino que llega con persistencia hasta nuestros días en forma de Carta Magna y expresándose del modo en el que, por ejemplo, se expresa el artículo 25 de la Constitución del Estado español: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social».

 

La perspectiva abolicionista

Desde una perspectiva crítica, corresponde a Piotr Kropotkin el mérito de haber ofrecido, en su conocida conferencia sobre las prisiones de 1887, un cuestionamiento radical de los fundamentos carcelarios en el momento en que se estaban asentando en la sociedad contemporánea. En sus propias palabras: «El principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de la libertad lo es». Para el geógrafo anarquista, la prisión mata todas las cualidades que facilitan la vida en sociedad a las personas y las convierte en seres condenados fatalmente a volver a «esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe casa de corrección y que los mismos carceleros llaman casas de corrupción».

En definitiva, Kropotkin consideraba que la prisión no solo no respondía a ninguno de los fines rehabilitadores que se proponía, sino que la solución a las cárceles se encuentra en la destrucción de sus propios muros y en la creación de una sociedad igualitaria. Según el pensador libertario, pues, el origen y la razón de ser de las prisiones proviene de la desigualdad social, tal y como recoge uno de los dichos carcelarios más populares: «En este lugar maldito, donde reina la tristeza, no se condena el delito, se castiga la pobreza».

Resulta interesante constatar como la impronta abolicionista introducida por el anarquismo en las luchas sociales con relación a las prisiones, no viene siendo secundada en el tiempo más que por los propios anarquistas. Por lo general, la cuestión de las prisiones y las personas presas es un tema tabú tanto para los gobiernos como para los propios partidos de izquierda (salvo para los que tienen presos y presas que defender en sus propias filas).

Uno de las cuestiones más controvertidas, y que apenas se suele analizar, es la distinción entre presas y presos políticos o de conciencia y presas y presos sociales o comunes. Mientras que para una persona libertaria parece obvio que no hay lugar para la distinción si lo que realmente se cuestiona es la institución carcelaria en sí misma, para una persona formada en la tradición marxista pronto pesa en su imaginario el espectro del lumpen. Es decir, el lumpenproletariado, la subcategoría que Marx formuló por debajo del proletariado industrial a modo de desecho social potencialmente reaccionario dada su falta de conciencia política de clase.

Sin embargo, bueno es traer al recuerdo que la experiencia de la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha) en la década de 1970 nació de la propia conciencia que las presas y los presos comunes tomaron junto a las presas y los presos políticos tras los años en el que el franquismo obviaba las distinciones dentro de las prisiones.

 

La huida hacia adelante

Un análisis pormenorizado de la evolución de las instituciones penitenciarias permite observar que, en su conjunto, las prisiones forman un espacio en crisis permanente. Y, también, que las soluciones que se aportan no son más que constantes huídas hacia adelante: bien sea construyendo más prisiones; bien sea reforzando los sistemas de control y el endureciendo las penas; o bien sea creando en su interior una multiplicidad de servicios sociales encaminados hacia una supuesta rehabilitación o a ofrecer una buena imagen de la institución. Y es que, a pesar de la buena fe del voluntariado y de los trabajadores y trabajadoras sociales, todas sus buenas intenciones se difuminan entre la crudeza de las rejas o chocan abiertamente con el retorcido talante del funcionariado que tantas veces acostumbra a convertir el espacio carcelario en un espacio de impunidad.

Otra realidad del mundo penitenciario es que la población reclusa crece día a día en todo el mundo. El Estado español se sitúa, en número de personas presas, entre los primeros lugares de los países europeos, junto con el Reino Unido. Según el Ministerio del Interior, en 2009, el número de personas presas en el Estado era de 76.090, de las que 10. 527 correspondían a Cataluña.

A escala mundial, se impone el sistema de macrocárceles, a veces incluso como negocio privado. En Estados Unidos, compañías como Corrections Corporation of   America cotizan en bolsa y ofrecen sus servicios a cualquier país que desee acogerlos. Países como Alemania y Francia ya han comenzado a interesarse por ese nuevo modelo penitenciario, mientras que, en nuestro entorno, el 95% de los centros destinados a menores son ya de gestión privada.

Por otro lado, propuestas conservadoras como la «cadena perpetua revisable», que se han puesto sobre la mesa últimamente, junto con el endurecimiento del Código Penal, son justificadas en nombre de la «seguridad ciudadana» y a partir de las opiniones favorables extraídas de encuestas a la ciudadanía imbuida en la espectacularidad con que los medios generalistas tratan todo caso relacionado con la criminalidad.

Triste es también comprobar como el único argumento político que se ofrece en contra del modelo de cadena perpetua propuesto por la derecha se basa en que esta medida contradice a la función de reinserción social que han de tener las penas privativas de libertad, según el artículo 25 de la Constitución que hemos comentado. Un pobre argumento, si tenemos en cuenta que el artículo constitucional no es más que un adorno lingüístico -en sí mismo contradictorio- en la medida en que está más que comprobado que es, precisamente, la propia privación de libertad administrada en las actuales instituciones penitenciarias la que inhabilita a las personas a cualquier posibilidad de integración. Y pobre argumento, también, si tenemos en cuenta que la cadena perpetua ya existe de manera encubierta en penas de hasta 40 años de obligado cumplimiento; o en la aplicación de la llamada «doctrina Parot», ideada para trascender el máximo legal de estancia en prisión.

Más que persistir en el mantenimiento de las prisiones, se hace necesario, pues, enfrentarse a la verdadera complejidad de la cuestión desde la conciencia de fracaso histórico de una institución que no es más que el reflejo de la sociedad que la ha hecho nacer.

La última manifestación que se celebró en Barcelona en favor de la libertad de Amadeu Casellas -el 24 de octubre de 2009- irrumpió espontáneamente, tras su ilegalización, con este lema en la pancarta de cabecera: «Por un mundo sin prisión, por la libertad sin límites». Un bonito lema que no convendría rechazar por ingenuo, sobre todo si tenemos en cuenta que en la radicalidad de la perspectiva abolicionista se encuentra el horizonte utópico más grande que se pueda imaginar. Porque un mundo sin prisiones significa, ni más ni menos, un mundo que ha conseguido transformarse por completo.

La prisión dentro de la prisión

No cabe duda de que el régimen penitenciario que se aplica a los prisioneros de la base militar norteamericana de Guantánamo desde 2002 se ha convertido se ha convertido en el ejemplo actual más descarnado de sometimiento humano, a través de la humillación y la administración constante de sufrimiento sobre las personas. Sin embargo, lo que sucede en este islote de impunidad internacional no es un ejemplo aislado. Guantánamo, en tanto que ejemplo límite, representa de forma condensada lo que -en grado y medida- ocurre en los regímenes especiales y de aislamiento de todas las prisiones del mundo.

Por otra parte, la degradación de la vida en las cárceles es un hecho ampliamente denunciado por asociaciones como el Observatorio Internacional de Prisiones (OIP) que, en los últimos años, no se cansan de insistir en que el hacinamiento de las personas presas y la elevación del índice de suicidios en las prisiones son las dos cuestiones más urgentes que los gobiernos deben de encarar en sus respectivos sistemas penitenciarios.

En el contexto del Estado español, resulta imposible obviar – tal como lo han venido haciendo los medios generalistas- la existencia efectiva, entre 1991 y 2009, del régimen FIES (Ficheros Internos de Especial Seguimiento). Cabe remarcar que, en realidad, el FIES nunca fue una disposición legal firme, sino una instrucción interna en forma de circular que, hasta que fue anulada por el Tribunal Supremo en marzo de 2009, ha servido para amparar cualquier medida de control punitivo sobre las personas presas caracterizadas por el fichero como peligrosas, conflictivas o inadaptadas. .

Las medidas que contemplaba el FIES para ejercer un control riguroso de la persona presa incluida en este fichero hacían referencia a todos los aspectos de su vida diaria en la prisión: desde el aislamiento en una celda y la vigilancia permanente, a la intervención de la correspondencia o al cambio constante de centro penitenciario. Por tanto, no es de extrañar que, en los medios de lucha anticarcelaria, este grado de represión haya hecho que el régimen FIES sea conocido como «la prisión dentro de la prisión».

Cuesta creer, sin embargo, que la interrupción de una instrucción interna por parte de un tribunal acabe con una práctica penitenciaria que ha durado tantos años y que, en el fondo, forma parte del repertorio de recursos punitivos que tradicionalmente han hecho de las cárceles ser lo que son. Pero cuesta aún más pensar que el ambiente de impunidad que discurre entre los muros de estos espacios de control social pueda acabar alguna vez por decreto.

La sensación que transmiten las prisiones de ‘mundo paralelo en el que cualquier cosa puede suceder’ no es ninguna ficción. Así lo corroboran los testimonios de las personas que han pasado por este mundo o que aún están en él. Resulta significativa, en este sentido, la propuesta subterránea que a finales de la década de 1980 le fue hecha a Manuel Pinteño -y a otros presos en régimen FIES- con el fin de crear una especie de GAL dentro de las prisiones para eliminar en motines simulados a determinados presos de ETA a cambio de ser puestos en libertad. Como tampoco deja de ser curioso que este testimonio valiente de personas que han vivido en carne viva la realidad de las prisiones recuerde enseguida al argumento del premiado y taquillero film Celda 211. Aunque, eso sí, la diferencia está en que la realidad siempre supera la ficción.

Artículo publicado en Quaderns d’Illacrua 11, dentro del semanario Directa nº 177, marzo de 2010.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.