Un reciente libro de Aaron Bastani, periodista británico, da cuenta de la abrupta transformación que genera el desarrollo de la inteligencia artificial y otras tecnologías para pensar las posibilidades de una sociedad comunista.
Ilustración: Robot, mural del grafitero galés Phlegm en Sheffield, RU.
Comunismo de lujo plenamente automatizado. Esa es la atractiva propuesta que da título al reciente libro de Aaron Bastani [ 1 ]. La tesis del libro es que estamos atravesando los primeros momentos de una gran disrupción tecnológica, la tercera en la historia de la humanidad. La primera habría sido el desarrollo de la agricultura, que dio pie al sedentarismo y permitió el desarrollo de las ciudades; y la segunda se produjo con el desarrollo de la revolución industrial, con el motor de vapor siendo el disparador inicial del cambio. La actual tendría su base en el abrupto desplome en los costos para la producción de prácticamente todo, remitiendo básicamente a la inminencia del fin del trabajo gracias a la automatización, que permite la inteligencia artificial y la transformación de la biotecnología. Para Bastani no se trata de si el trabajo humano será desplazado por las máquinas, sino de la velocidad con la que esto ocurrirá y de la manera en que la sociedad repartirá sus beneficios. Y acá es donde ingresa la cuestión del comunismo como perspectiva posible, y la única que podría asegurar la concreción de las mejores posibilidades inscriptas en el desarrollo tecnológico actual.
Lo que comúnmente es tratado en los medios y los economistas mainstream con notas ominosas, llevando a trazar horizontes distópicos que podrían ser aliviados con algún paliativo como la renta básica universal, para Bastani es la base para una transformación radical de cómo vivimos. Dejar de trabajar, que sean las máquinas las que se ocupen de todo, para que disfrutemos de un ocio acompañado de abundancia. Posibilidades que ni los autores del Manifiesto comunista llegaron a imaginar: un comunismo «de lujo».
Crecimiento exponencial
La clave de análisis que nos propone Bastani es el crecimiento exponencial en la capacidad del manejo de la información. Esto redundó en un abrupto desplome del costo de «recolectar, procesar, almacenar y distribuir información digital» que por ahora no encuentra piso. En el centro de estas tendencias está la operación de la ley de Moore: en 1965, Gordon Moore (que tiempo después fundaría Intel) planteó que cada dos años se duplicaba la cantidad de transistores que podían encajarse en un circuito, lo que equivale a decir que la capacidad de los procesadores se duplicaba en ese lapso. Esto continuó ocurriendo hasta la actualidad, con resultados sorprendentes: nos cuenta Bastani que una supercomputadora construida en 1996 por el gobierno de EE. UU. a un costo de 55 millones de dólares, que tenía el tamaño de una cancha de tenis, tenía la misma capacidad de procesamiento que en 2006 podía encontrarse en… ¡una PlayStation 3! Y por apenas 600 dólares. En 2013, la PlayStation 4 duplicaba esa capacidad y costaba 400 dólares.
Lo mismo ocurrió en otros terrenos claves para la recolección de datos, como la fotografía, la geolocalización, etc. Estas han sido las bases de apoyo para la creciente automatización de procesos de trabajo y para el desarrollo de la inteligencia artificial. La información es el insumo central de la producción moderna, nos dice Bastani, y este se vuelve cada vez más barato de recolectar y procesar.
Otra área en la que el incremento exponencial tuvo efectos radicales es en la biotecnología. El libro posa ahí una mirada ambiciosa. ¿Qué es la vida sino una larga cadena de información almacenada en el ADN? Como en los demás terrenos, desde que fueron construidos los primeros genomas hasta hoy, el costo del proceso de desplomó. Realizar la primera secuencia del genoma humano, lo que se alcanzó en 2003, insumió treinta años y miles de millones de dólares. En junio de 2015 secuenciar el ADN de una persona costaba 10.000 dólares, pero ya la compañía de biotecnología Illumina presentó una máquina que prevé realizar ese proceso por menos de 100 dólares.
Similares desarrollos se observan en la producción sintética de proteínas animales. Bastani reseña abundantes casos de emprendimientos que, a través de diversos métodos, planean ofrecernos a precios competitivos huevos, carne vacuna, pollo, pescado, leche y quesos que podrán afirmar, como las películas: «ningún animal fue lastimado en su realización». Si bien hoy desde diversos ángulos se plantean prevenciones sobre la biotecnología para la producción de alimentos, el autor es tajante en su posicionamiento: además del trato hacia los animales, que en la actualidad debería ser una consideración irrefutable por sí sola, la menor contaminación (el metano ganadero es uno de los mayores propulsores del cambio climático según muestran numerosas investigaciones), y la reducción en la utilización de recursos clave como el agua (1 docena de huevos consume para producirse 2.400 litros de agua, 1 kilo de carne 3.300 litros) podrían ser motivos suficientes. Y además, nos dice Bastani, las proteínas salidas del laboratorio pronto serán tan sabrosas como sus equivalentes producidos tranqueras adentro.
¿Cómo compatibilizar la perspectiva de abundancia con la urgencia de contener el daño ambiental? El lujo plenamente automatizado significa más, y no menos consumo energético. La clave se encuentra en un profundo cambio en la matriz energética. Y acá Bastani ofrece una respuesta sorprendente, porque se trata otra vez del aumento exponencial operando en algo que hace tiempo se viene utilizando: energía solar. «En apenas noventa minutos la tierra es bañada por suficiente energía solar para satisfacer la actual necesidad energética por un año entero», nos dice Bastani. Claro, eso siempre estuvo ahí, y desde hace varias décadas es utilizada, pero sin suficiente escala ni viabilidad económica para convertirse en la base de la matriz energética. A mediados de los años ’70, producir un watt mediante energía solar costaba 100 dólares, mucho más que las alternativas vigentes. En la actualidad, en los países más soleados, el costo cayó a 50 centavos de dólar, mientras que la capacidad instalada se multiplicó por 100 entre 2004 y 2015. En Gran Bretaña, en 2010 esta cubría el 2 % de sus requerimientos energéticos; hoy satisface el 25 % de los mismos. Para Bastani, igual combinación de abaratamiento y efectividad se registra en la energía eólica. Ambas fuentes, opina, podrían reemplazar casi totalmente al gas y petróleo, y a otras formas de generación de electricidad, en pocas décadas.
La perspectiva de «posescasez» trazada por el libro, se completa con el potencial acceso a un acervo ilimitado de recursos hasta hoy de disponibilidad limitada. La minería espacial, a costos sostenibles, es otro desarrollo que Bastani ve promisorio. En la última década esta dejó de ser un monopolio de (algunos) gobiernos. Es por el contrario la iniciativa privada, apoyada en el crecimiento exponencial en el desarrollo de los procesadores, la que está empeñada en convertir a los viajes espaciales regulares en una iniciativa viable. La expectativa, desarrollar una nueva carrera espacial, «en la que compitan las empresas en vez de los países, y en la que la elite mundial se convierta todavía en más rica».
La información quiere ser gratuita (libre)
La tercera disrupción plantea un cambio radical en la economía política. Desde su desarrollo como disciplina, esta tuvo como objeto de análisis un mundo de producción abocado a la administración de recursos escasos. El precio y la ganancia solo tienen sentido si los bienes solo pueden ser producidos a un determinado costo −si es necesario llevar a cabo un determinado tiempo de trabajo socialmente necesario para confeccionarlos, diría Marx. El mundo de las mercancías −como «se aparece» en la sociedad capitalista a primera vista, siguiendo a [El capital]− existe porque hay una economía del trabajo social, única base para satisfacer todas las necesidades. Un sector minoritario de la sociedad es dueña de los medios de producción requeridos para llevar adelante esos trabajos necesarios y monopoliza el acceso a ellos. Esto es lo que les otorga el derecho a apropiarse de una parte del trabajo que realizan, bajo su mando, aquella parte de la sociedad que no posee ningún medio de producción. Esta última es la que conforma la clase trabajadora, que solo tiene para vender su fuerza de trabajo, durante cada jornada, a cambio de un salario.
La cuestión cambiaría con el peso creciente adquirido por la información en el capitalismo contemporáneo. Este debate no es nuevo. Entre los marxistas hace décadas que existe la discusión con aquellos que plantean que hemos ingresado en la era de un capitalismo cognitivo . Muchos de los defensores de esta última tesis se remontan a Marx, y su planteo del «general intellect» realizado en los Grundrisse , borrador preliminar de El capital , escrito en 1857 y desconocido hasta las primeras décadas del siglo XX. Marx ahí planteaba como el desarrollo de la técnica, que se traduce en medios de producción cada vez más complejos (que al ser más costosos representan un mayor «trabajo objetivado») tiende a convertir a la fuente de la ganancia, la explotación de la fuerza de trabajo, en una base cada vez más «miserable» para sostener a esta sociedad. Partiendo de esta frase de Marx, que en algunas interpretaciones desplazaría al trabajo como fuente de valor en favor del «inmaterial» conocimiento (como si este último no fuera también material y trabajo, solo que complejo), los teóricos del capitalismo cognitivo tienden a postular que la idea de que la fuente del valor (y de la ganancia) es el trabajo socialmente necesario habría quedado anacrónica, y con ella todas las categorías de la crítica de la economía política de Marx.
Bastani recorre otro enfoque de la cuestión, que es cómo la economía mainstream, neoclásica, se enfrenta a la importancia que adquirió la información como mercancía cada vez más importante en la actualidad. La información (entendida en términos generales, incluyendo desde la recolección de datos hasta el desarrollo de procesos y diseños) tiene un costo para ser generada, pero reproducirla, una vez terminada, no tiene costo. Esto es lo que decía Paul Romer, economista del Banco Mundial que estuvo entre los primeros en analizar esta cuestión. En su paper de 1990 «Cambio tecnológico endógeno», Romer consideraba que el proceso que daba título a su trabajo podía pensarse como «un mejoramiento en las instrucciones para combinar materias primas». Pero, «una vez que se incurrió en el costo de crear un nuevo set de instrucciones, estas pueden ser utilizadas una y otra vez sin costo adicional».
Una década después, serán Larry Summers y James Bradford DeLong dos prestigiosos economistas que integraron el gabinete de Bill Clinton, los que se meterán a considerar esta cuestión inquietante para una sociedad basada en la apropiación privada de los réditos de la producción. En su opinión, «la condición más básica para la eficiencia económica» es que «el precio iguale al costo marginal». El costo marginal es el de producir la última unidad, que se supone es el más elevado porque los costos, después de ser descendentes en un primer momento, van en aumento a partir de cierto punto. El clásico corolario de los rendimientos decrecientes sostiene que la producción aumentará hasta el nivel en que producir la última unidad (la más cara), iguale al precio que el productor espera obtener. Esta es una de las piedras basales de toda la economía neoclásica. El problema, dicen Summers y DeLong, es que «con los bienes informacionales, el costo social y marginal de distribución es casi cero». Esto, apunta Bastani, vale tanto para el diseño de medicamentos o robots, como para libros, películas y papers académicos. Y también, como vimos, para el ADN o casi cualquier cosa en la actualidad. Pero entonces, si las mercancías de este tipo fueran a venderse a su precio marginal (cero), «no pueden ser creadas y producidas por firmas que usan los ingresos de sus ventas para cubrir sus costos». ¿Qué conclusión extraer de esto? ¿Que el sistema basado en el capital privado y la ganancia muestran ahí los límites a los que se ve confrontado para organizar las fuerzas productivas que ha desarrollado? Por el contrario, los defensores de la libre empresa y la competitividad, sostuvieron sin pruritos, ante este problema, que «el poder de monopolio temporario y las ganancias surgidas de él pueden ser la recompensa requerida para estimular a la empresa privada para lanzarse a las innovaciones». Es decir, en una situación donde no existe la escasez, debe ser creada para que puedan «funcionar» las leyes del capital. Spotify o Netflix son el tipo de modelo de negocio surgido de estas ideas, en oposición, por ejemplo, a Napster, empresa que permitía la distribución gratuita de música entre usuarios de internet de todo el mundo. Como nos recuerda Bastani, esta empresa fue derribada por la industria de la música en los momentos en que Summers y DeLong escribían su paper.
Los remedios, tentativos, que sugieren los economistas que consideran el capitalismo como un horizonte insuperable para hacer frente al «problema» de la producción de bienes que una vez generados pueden ser reproducidos sin costo, y no están sometidos por lo tanto a las leyes de la escasez, es generar una escasez artificial. No es que recién ahora se haya planteado esto para el capitalismo. Los derechos de autor o las patentes, son casi tan antiguas como la gran industria. Siempre fueron una forma del capital de declarar su propiedad y fijar un precio. Lo «nuevo» son las condiciones de abundancia y la generalización de adquiere la necesidad de dosificarla.
Bastani no considera que el capitalismo no pueda hallar soluciones para adaptar las posibilidades creadas por la tercera disrupción. De hecho, en todo su libro reseña, en muchos casos con entusiasmo, las soluciones logradas por los empresarios para innovar y reducir costos, sin dejar de recordar también que la «‘inversión privada’ no es responsable por nuestro actual nivel en materia de tecnología», que se debe más bien en muchos casos, de manera directa o indirecta a inversiones públicas. Pero si bien FALC muestra que la iniciativa empresarial, en la búsqueda por vender más y más barato, y convertir en negocio todo lo que se pueda, jugó y sigue jugando un rol en esta creación de las posibilidades para la abundancia, no nos puede llevar hacia ahí. Para asegurar la ganancia es necesario seguir imponiendo, «con fórceps», las leyes del mercado allí donde estas empiezan a volverse precarias.
Bastani retoma en varias ocasiones la sentencia de Stewart Brand: «la información quiere ser libre». Brand sostenía:
Por un lado la información quiere ser cara, porque es muy valiosa. La información correcta en el momento adecuado te cambia la vida. Por otro lado, la información quiere ser libre, porque el precio de extraerla cae cada vez más y más. Así que tenemos a estas dos tendencias peleándose entre sí.
Que gane la segunda nos obliga a ir más allá del capitalismo.
¿El futuro ya llegó?
Bastani quiere provocar y lo logra. Presenta numerosas evidencias convincentes de por qué muchos relatos de ciencia ficción estarían más cerca de concretarse de lo que pensamos.
Pero uno de los mayores problemas de su caracterización de las tendencias en curso es que toma por buena la idea de que el desarrollo técnico bajo el capitalismo llevándonos hacia el fin del trabajo . Acá hay una gran operación ideológica, los grandes medios y «expertos» hablan permanentemente de la inminencia del fin del trabajo , amenaza que es utilizada por la clase capitalista en todo el mundo para forzar la aceptación de reformas laborales cada vez más precarizadoras. Bastani la da por descontado que hacia allá vamos, ya sea que se termine o no el capitalismo. Su «comunismo» no apunta entonces a terminar con el trabajo, cosa que opina que sucederá de una forma u otra, sino a poner en discusión cómo se distribuyen los frutos de la automatización. Pero aunque en los últimos tiempos se volvió como nunca sentido común este fantasma, la acumulación de capital, que debería motorizarlo, destaca por mantenerse en niveles históricamente bajos . Al mismo tiempo, las empresas muestran la misma avidez por extraer hasta el último segundo de trabajo no pago que mostraron en toda la historia del capitalismo. También, con el argumento de la crisis de los sistemas previsionales, los Estados capitalistas impulsan extender lo más posible el tiempo de la vida que debemos dedicar al trabajo . Hoy se trabaja más, y no menos, que hace décadas atrás, y los capitalistas se muestran empeñados en que ello no cambie , aunque eso signifique al mismo tiempo condenar a millones al desempleo o subempleo, porque «no hay» trabajo formal para todos en los marcos del capitalismo.
Populismo, ¿la nueva ruta hacia el comunismo?
Tal como le ocurre a Paul Mason y su Postcapitalismo , que parte de decirnos que el capitalismo está casi desapareciendo ante nuestros ojos para ofrecernos como hoja de ruta inmediata una serie de medidas reformistas que no aseguran ninguna transición entre el presente capitalista y un supuesto futuro «post», Bastani traza una perspectiva que se caracteriza por un similar salto al vacío.
Nos presenta una mirada radical sobre las posibilidades inscriptas en la tercera disrupción que ya está en marcha. Pero el camino hacia allí estaría en retomar las remanidas estrategias que vienen ensayando, con éxito dispar en materia electoral y palpable adaptación al régimen burgués, las fuerzas como Syriza en Grecia (que prometió terminar con la austeridad y terminó aplicando los planes de ajuste del FMI y la Unión Europea), Podemos en el Estado español (que está buscando aliarse con el social liberal PSOE para formar gobierno), DSA en los EE. UU. apoyando la candidatura «socialista» de Bernie Sanders que se presenta nuevamente en la interna demócrata, o Momentum en Gran Bretaña que apoya al laborista Jeremy Corbyn. En todos los casos, quieren retomar la tradición de la vieja socialdemocracia, previa a las últimas décadas en las que fue uno de los pilares de las políticas neoliberales. Son una especie de «neorreformismo», que recupera el viejo planteo de una vía de reformas graduales para ir revirtiendo, al menos en parte, la herencia de las políticas neoliberales. Junto con esto, suman planteos como el de la renta básica universal , adaptado a la perspectiva de «fin del trabajo» que discutimos más arriba.
Entre el comunismo de lujo plenamente automatizado y el presente, la única hoja de ruta pasa por «romper con el neoliberalismo»: revivir políticas del Estado benefactor, impulsar una renta básica universal, avanzar en la «decarbonización» de la matriz energética, y «reforjar al Estado capitalista».
El libro empieza mostrándonos viajes al espacio realizados en el día, ciudades alimentadas por energía solar y una sociedad donde el trabajo rutinario es cosa del pasado, sin que nadie tenga menos que todo lo que pueda desear. Nos despide con una nostalgia por las políticas de los «30 dorados» años de boom económico en los países imperialistas después de la II Guerra Mundial, que habría que aspirar a recuperar como paso previo a ese futuro comunista.
Bastani afirma que el comunismo de lujo «no será alcanzado por la toma del Palacio de Invierno». ¿Por qué? Simplemente porque ninguna perspectiva comunista podía ser posible antes de la tercera disrupción. Con esta aseveración se desentiende de la necesidad de realizar cualquier balance histórico sobre la URSS y su burocratización, porque la experiencia de entonces no sería pertinente para los desafíos del presente.
Según el autor, lo que hoy está planteado es:
Construir un partido de trabajadores contra el trabajo −uno cuyas políticas sean populistas, democráticas y abiertas, al mismo tiempo que peleamos contra el establishment que, a través de su poder sobre la sociedad y el Estado, no descansará en asegurar que el comunismo de lujo plenamente automatizado nunca ocurra.
Pero Bastani no nos dice cómo se desarrollaría esa pelea contra el «establishment», ni cómo sería esta política «contra el trabajo». ¿Cómo podríamos asegurar que las posibilidades creadas por los desarrollos tecnológicos que él detalla vayan en favor de reducir la jornada laboral, sin afectar el salario, permitiendo a la vez que todos los que están en condiciones de trabajar puedan hacerlo, si no es disputando el control de los medios de producción? Para estar «contra el trabajo», es decir apuntar a liberarnos de esa carga, cuestionar el sacrosanto poder del capital a contratar y despedir, y poner en tela de juicio la supuesta racionalidad de que algunos trabajen hoy jornadas insoportables mientras otros se hunden en la pobreza y el desempleo, es el punto de partida. A eso apunta el planteo de repartir las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, para terminar con la sobreocupación y la desocupación aumentando con salarios que cubran verdaderamente las necesidades de los trabajadores. Si no empezamos por ahí, difícilmente podremos aproximarnos hacia el comunismo, cuya perspectiva es indisociable de arrebatar el control de los medios de producción a la burguesía, terminando con el monopolio que una minoría de la sociedad ejerce sobre las maquinarias, la tierra, las fábricas, los transportes. «Expropiar a los expropiadores» sigue siendo tan ineludible hoy, en tiempos de robots a inteligencia artificial (puestos por la burguesía en función de precarizar el trabajo) como cuando escribía Marx. Solo así, socializando los medios de producción y conquistando un gobierno de los trabajadores, en ruptura con este sistema basado en la explotación, podremos iniciar una transición hacia el comunismo, entendido como una asociación de productores libres que organizan colectivamente el trabajo social con el objetivo de reducirlo al mínimo indispensable, o directamente automatizarlo, y conquistar el mayor tiempo libre para el disfrute.