El narrador nos cuenta la epidemia semana a semana, intentando ser imparcial, sin dejarse llevar por chismes, bulos o cotilleos. ¿Suena, a que sí?
En la novela se improvisa sobre la marcha, tanto las autoridades políticas como las sanitarias: se habilitan pabellones, todo lo posible para atender enfermos
El periodista Albert Camus. NEW YORK WORLD – TELEGRAM SUN
Puede resultar un poco masoquista releer La peste en tiempos de pandemia pero, junto al Decamerón, se está poniendo de moda, al menos en Italia. He vuelto a la novela de Albert Camus, clarividente como pocas y de grandes enseñanzas en los momentos actuales. Cuando la leí siendo joven, mucho más que ahora, encontré en ella un fuerte valor simbólico: la peste como un mal cualquiera y, ante ello, las reacciones humanas. Ahora, en esta segunda lectura, he profundizado en sus valores simbólicos —he encontrado más de uno— y me ha sorprendido su realismo.
La novela plasma una situación similar a la que estamos viviendo, en la que necesitamos encontrar respuestas, saber cómo han reaccionado las personas en situaciones similares. Y la literatura nos lo puede mostrar, al acercarnos a la vida de personajes cotidianos bajo situaciones límite o parecidas a las actuales. El Decamerón representa la parte lúdica de la epidemia, pues narra el encierro de unos aristócratas en un castillo, ojo al dato, para disfrutar de la vida, donde se cuentan relatos relacionados con el erotismo, el amor o las ganas de vivir. En el otro libro, La peste, Camus nos acerca a personas de la calle, profesionales, trabajadores, y cómo se enfrentan ellos, sin posibilidad de escape, a una epidemia. Representa el realismo, el humanismo.
El narrador se presenta en el libro de Camus sin decirnos su nombre hasta el final, y nos va contando, casi día a día, semana a semana, lo que sucede, intentando ser imparcial, sin dejarse llevar por chismes, bulos o cotilleos. ¿Suena, a que sí? Solo al final de la historia se nos desvela quién es ese narrador objetivo, casi periodístico. Ya por sí solo, ese punto de vista del narrador nos hace pensar en estos momentos en qué actitud tomar, no perder los estribos, no dejarse llevar por histerias ni derrotismos, estudiar la vida en toda su profundidad. El protagonista es el doctor Rieux, sobre el que gira casi todo, que empieza a observar los primeros casos de enfermedad y comienza a presuponer que puede ser la peste, aunque con variantes, lo que despista inicialmente; no es la peste bubónica como tal, pero tiene mucho de ella. Además, son aún pocos casos y, cuando da su opinión, ya vemos las primeras reacciones humanas: dentro de la comunidad médica los hay quienes se niegan a reconocerlo, no quieren oír ni hablar de esa enfermedad y lo sustentan en que no es específicamente como otras. Siguiente paso, dentro aún de la medicina: vale, se acepta, pero no se puede reconocer públicamente, crearía una situación de alarma y caos entre la población, mientras que nuestro protagonista opina que es mejor informar, decirlo, y tomar medidas drásticas cuanto antes. Pura naturaleza humana.
Pero la enfermedad va avanzando, hay más muertos y las autoridades recaban la opinión de los médicos: la misma naturaleza humana de nuevo hace que no se tomen las medidas necesarias desde un principio, por no asustar a la población, porque es imposible que sea la peste, enfermedad medieval, en la moderna ciudad de Orán. Cuando ya es irremediable, cuando ya aparecen ratas y personas muertas por doquier, viene el llamamiento a confinarse. Se produce entonces la estampida de quienes pueden hacerlo, que abandonan la ciudad sin la menor preocupación de que con ellos se extienda la peste a otros lugares. ¿A que sigue sonando muy actual?
La palabra “peste” acababa de ser pronunciada por vez primera. En ese punto del relato que deja a Bernard Rieux tras la ventana será permitido al narrador justificar la incertidumbre y sorpresa del doctor, ya que, con ciertos matices, su reacción fue la de la mayoría de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son algo común, pero se cree difícilmente en las plagas cuando os caen en la cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y, no obstante, pestes y guerras cogen siempre desprevenida a la gente y por eso hay que hacerse cargo de sus titubeos. Por eso hay que comprender que estuviera indeciso entre la inquietud y la confianza… Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, simplemente… continuaban haciendo negocios, preparaban viajes y tenían opiniones. ¿Por qué habrían de pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre en tanto haya calamidades… El doctor continuaba mirando por la ventana. A un lado del cristal, el cielo reciente de primavera, y al otro, la palabra que aún resonaba en la habitación: la peste.
La palabra no contenía solo lo que la ciencia había querido colocar en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no se avenían con este ciudad amarilla y gris, animada con moderación a esta hora, más con murmullos que con ruido, dichosa en suma.
Por fin se cierra la ciudad, se bloquea para que nadie entre ni salga, para evitar la extensión de la epidemia, y resulta que los servicios médicos no están preparados para lo que les espera: hospitales saturados, falta de medidas de asepsia y desinfección, falta de suero, que se trae desde Francia pero corresponde a otra cepa de la peste y por tanto no produce efecto.
Sacó de un esterilizador dos máscaras de gasa hidrófila, tendió una a Rambert y le invitó a taparse. El periodista preguntó si servía para algo y Tarrou contestó que no, pero que daba confianza a los demás.
Y se improvisa sobre la marcha, tanto las autoridades políticas de la ciudad como las sanitarias: se habilitan casas, pabellones, todo lo posible para atender enfermos. Se dan cifras diarias de muertos porque son más llevaderas que si se dan semanales o mensuales, que suenan más monstruosas. Dichas día a día, parece que los muertos pasan desapercibidos. Sin entierros, sin funerales, sin ser despedidos por sus familiares.
Y surge, también, el estraperlo, el contrabando de las cosas necesarias para la epidemia. Y surgen, también, los bulos: las pastillas de menta se agotan en las farmacias porque corrió la idea de que prevenían el contagio. También se veía a mucha gente borracha por las calles desde que corrió el bulo de que el alcohol mataba al bicho. Pero surge también lo mejor de la naturaleza humana: la ayuda, la solidaridad, las comisiones de ciudadanos que se organizan para ayudar al personal sanitario, atender a los enfermos, encargarse de las desinfecciones de hogares. Gentes de todo tipo que arriman el hombro, periodistas, contrabandistas, amigos, mujeres mayores, ante lo que el narrador, por ser objetivo y situar las cosas en su contexto, nos dice lo siguiente:
La intención del narrador no es, sin embargo, dar a estas formaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. De hallarse en su lugar, es seguro que muchos cederían hoy a la tentación de exagerar su papel. Pero el narrador está casi tentado de creer que, dando demasiada importancia a las acciones hermosas, se acaba rindiendo un homenaje indirecto, pero eficaz, al mal. Pues entonces se permite suponer que, si esas buenas acciones no tienen precio, es porque son raras y porque la maldad y la indiferencia son más frecuentes en los actos de los hombres. Es un parecer que el narrador no comparte… Por eso, el narrador no se convertirá en rapsoda demasiado elocuente de la voluntad y de un heroísmo al que no atribuye otra importancia que la razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste creó entonces en nuestros conciudadanos. Los que se consagraron a las formaciones sanitarias no tuvieron gran mérito en hacerlo, en efecto, pues sabían que era lo único posible, y el no decidirse a ello es lo que hubiera resultado increíble.
Plenamente actual, yo al menos lo veo así. Según avanza la novela, nos deja ver cómo lo individual va perdiendo peso en la ciudad, ya sean las aspiraciones, los cometidos, los enamoramientos. Todo ello va ocupando un lugar secundario para dejar paso a lo colectivo, a pensar como bloque, a subordinar lo privado en aras de lo común. Y ya no se puede actuar como hombres libres.
El punto álgido de la novela, el cénit, lo que marca (creo yo) la esencia de la misma, viene motivada por dos hechos. Primero l buscar un suero específico, con los bubones de los muertos, que sea eficaz para combatir la enfermedad, suero que se aplica a un niño enfermo, el hijo del juez, el que representa la inocencia y la tremenda injusticia que suponen los estragos de una plaga en la infancia: la mayor condena de la peste que Camus utiliza para descabalar todos los sermones religiosos que apuntaban al castigo divino, a los errores y pecados humanos que había que limpiar con la plaga. La agonía y la muerte del niño está escrita con tal profusión de detalles —es la única que se describe de entre todos los enfermos, ante la impotencia del médico que le suministra el suero experimental y que ve que no sirve—, que produce el replanteamiento de muchos de los personajes en la novela, entre ellos el que aprovecha para hacer un alegato contra la pena de muerte, de alto valor simbólico.
Paneloux miró la boca infantil, mancillada por la enfermedad, llena de ese grito de todas las épocas.
Dentro de su disección también hay un análisis bastante reflexivo sobre el papel de los medios de comunicación:
Los periódicos, naturalmente, obedecían a la consigna de optimismo a ultranza que se les había dado. Leyéndolos, lo que caracterizaba la situación era “el ejemplo emocionante que daba la población de calma y sangre fría”. Pero en una ciudad encerrada en sí misma, en la que nada podía permanecer secreto, nadie se llamaba a engaño sobre “el ejemplo” dado por la comunidad. Y para tener una idea cabal de la calma y sangre fría en cuestión bastaba con entrar en un lugar de cuarentena o en uno de los campos de aislamiento que la administración había organizado
Como disección social y análisis de la naturaleza humana en momentos de extrema gravedad, es un libro al que no me arrepiento de haber vuelto. Me ha ayudado mucho a entender las reacciones habidas, en el Gobierno, en el personal sanitario, entre los ciudadanos. Si alguien se anima, le enseñará, como me ha enseñado a mí, a situarse en el contexto de la actual pandemia, con una diferencia: no hablamos de una ciudad, hablamos del mundo. Es él quien está en juego, es la estirpe humana en su conjunto. Es una de las grandes cualidades que tiene la literatura: acercarnos tanto a la Historia como a las pequeñas historias, ayudarnos a comprender mejor qué nos está pasando. Y con final feliz. Al final, se acaba.
Carmen Peire es escritora. Su último libro es Cuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017). [email protected] @_infoLibre
Fuente: https://www.infolibre.es/noticias/los_diablos_azules/2020/04/10/peste_lucidez_camus_105715_1821.html