México.- Alberto Blanco (DF, 1951) es un creador multidisciplinario por excelencia: poeta, ensayista, editor, traductor, pintor, filósofo, químico y músico; autor de 25 libros de poesía, en 40 años de exploración literaria. Fondo de Cultura Económica entre su catálogo tiene El corazón del instante (1998) que reúne sus primeros 12 libros y La hora […]
México.- Alberto Blanco (DF, 1951) es un creador multidisciplinario por excelencia: poeta, ensayista, editor, traductor, pintor, filósofo, químico y músico; autor de 25 libros de poesía, en 40 años de exploración literaria. Fondo de Cultura Económica entre su catálogo tiene El corazón del instante (1998) que reúne sus primeros 12 libros y La hora y la niebla (2005) con la docena siguiente; el solitario naviero lo editó Era: Cuenta de los guías (1992). En exclusiva, Clarín.cl adelanta lo que vendrá a la vuelta de los días: Canto desierto y El eco de las formas.
MC.- Luis Cardoza y Aragón decía: «Los tres grandes muralistas mexicanos eran en realidad dos: José Clemente Orozco», tú acuñaste una variante sobre poesía…
AB.- Me imagino que te refieres a la siguiente definición: «La poesía es/ mitad imagen,/ mitad música,/ y mitad poesía». En efecto, esta «definición», (y pongo definición entre comillas porque, a final de cuentas, lo que se pretende definir «la poesía», vuelve a formar parte de la definición…), que ya he comentado en otras ocasiones, comparte con la famosa frase de Cardoza y Aragón un evidente sentido del humor. Comparte también, a contrario sensu, una cierta geometría: porque allí donde Cardoza hace de tres -la terna de los grandes muralistas mexicanos- sólo dos: Orozco, siguiendo un riguroso esquema reduccionista 3:2:1, yo hago exactamente lo contrario: de uno -la poesía- hago dos -la música y la imagen- y aún extraigo, poéticamente, una tercera mitad. Claro está que todos los cuerpos tienen sólo dos mitades (está en la definición misma de mitad), pero la poesía da para tres mitades y más. A la poesía no sólo se le pueden pedir las peras del olmo, sino que es indispensable obtenerlas. Sólo que la tercera mitad, la más misteriosa, la más poética, es justamente la poesía. Por eso entrecomillé «definición», porque esta definición -como todas las definiciones, y más tratándose de la poesía- es limitada, parcial y, en última instancia, falsa. Pero, al menos, esta «definición» tiene la virtud de no esconder la mano que tira la piedra, y de predicar con el ejemplo. Y, a diferencia de la frase de Cardoza y Aragón, no reduce lo que pretende explicar, sino que lo abre a una serie infinita de posibles definiciones. En este sentido, mi «definición» no es propiamente una variante del aserto de Cardoza, sino más bien una suerte de antítesis de carácter mucho más general.
MC.- Sorprende la forma de algunos versos: Coronación, Clave de luna o Caballo por alfil ¿es el pintor quien los escribe?
AB.- En la definición provisional (como todas) de poesía, lo primero que he dicho es que la poesía es imagen. Desde luego que esta aseveración tan sencilla y evidente deja de serlo en cuanto la vemos más de cerca y exploramos sus detalles. ¿Qué quiere decir «imagen»? ¿Qué es una imagen? La respuesta puede ir desde la más obvia: aquello que se ve, algo que se aparece a nuestros ojos; hasta aquellas respuestas que dan a la palabra imagen el significado de metáfora -que así es como entendían la imagen los surrealistas- y hasta de símbolo. En todo caso una cosa queda clara: la imagen en la poesía tiene que ver -uso la expresión con toda intención- con nuestra capacidad de ver. La imagen es la vista en la poesía, El sentido luminoso, diurno, de la poesía. Y la imagen no se restringe sólo a aquellas imágenes que pueden ser convocadas mediante la capacidad de representación del lenguaje. Basta que diga la palabra «árbol», para provocar en la mente del lector la imagen de un árbol. Pero si digo, por recordar, por ejemplo, el título de uno de los libros de poesía más bellos de Octavio Paz, Árbol adentro, entonces ya estoy utilizando la imagen con potencia duplicada en un segundo grado de significación metafórica. ¿Qué sería un «árbol adentro»? Las respuestas son tantas como lectores haya con ganas de imaginar. Pero, además, existe también la posibilidad de utilizar las palabras para dibujar un árbol. Un caligrama. El «descubrimiento» de estas capacidades del lenguaje por parte de Apollinaire en Francia y, en nuestro ámbito, por José Juan Tablada, no hace sino confirmar lo dicho. Desde luego que ellos no fueron los primeros en dibujar con las palabras; baste pensar en la maravillosa tradición de la caligrafía islámica y sus edificios escritos, o la tradición de la caligrafía china, donde la pintura y la poesía se funden en un sólo arte mayor. En poemas como Coronación, Clave de luna o Caballo por alfil, lo único que he hecho es trabajar en esta línea, explorando las posibilidades visuales de la escritura. Y si se quiere, sí: es el pintor que hay en mí -mis ojos, mi capacidad de ver- quien ha visto y dado forma a estos poemas. Hay en mi poesía muchos otros ejemplos de lo mismo.
MC.- ¿Cómo consigues la sonoridad en un poema? ¿piensas en una partitura? o ¿sólo en la métrica clásica?
AB.- Ahora vamos con la segunda parte de la definición: la poesía es mitad música, lenguaje que está más cerca de la música que del significado, más cerca de la danza que de la marcha, más cerca del canto que de la conversación. La poesía es el mejor ejemplo de que las palabras no sólo transmiten datos y significados actuales, sino que se avoca a penetrar en los misterios del tiempo. Sin la poesía, sin la música de la poesía, los misterios del tiempo no sólo no podrían ser expresados, sino que simple y sencillamente no existirían. La música en la poesía es el lado nocturno, el dominio del oído y de la noche, el son del corazón. En este sentido, no es de extrañar que a tantos poetas -piénsese en las explicaciones que ha ofrecido Valéry de la génesis de El cementerio marino– lo primero que se les aparece es un ritmo. Antes que las imágenes y las ideas; antes que los símbolos y la filosofía. Un ritmo que obedece a oscuras leyes y que exige su cabal cumplimiento encarnado en un idioma en particular. Yo no he sido inmune a esta solicitud de lo oscuro. Muchos de mis poemas han nacido como una pura solicitud del ritmo. Como un íntimo llamado musical. Y en este sentido podría decir que es el músico que hay en mí -mis oídos, mi capacidad de escuchar- quien ha oído y dado forma a estos poemas. Y aquí cabe agregar que tanto el trabajo con la imagen como el trabajo con la música han ido en mí siempre aparejados a un trabajo estrictamente visual -sigo haciendo mucho collage, dibujando, trabajando con acuarela y gouache, haciendo escultura y objetos, y hace unos meses, para no ir más lejos, expuse 108 collages en la nueva Estación Indianilla, compartiendo para ello el espacio y la inauguración con Leonora Carrington, que exhibía sus más recientes obras- así como a la práctica de la composición musical, utilizando el piano y el sintetizador, la guitarra y la nueva tecnología digital para hacer música. Más de un ejemplo se puede escuchar en los siguientes sitios:
http://www.myspace.com/
Aquí canto algunas de mis piezas junto con mi hija Dana.
http://profile.myspace.com/
Aquí hay que ir a Los libros dados. Poesía sonora.
http://www.palabravirtual.com/
«Aquí se pueden escuchar algunos de los poemas de los pájaros, que hice con Salvador Torre y Armando Contreras. Por otra parte, es una lástima que no existan en Internet, todavía, ejemplos de la música que hice con mis dos bandas de rock, La Comuna, en los setenta, y Las Plumas Atómicas, en los años ochenta».
MC.- Después de leer tu Cuarteto de genios, me preguntaba ¿de qué hablan los poetas cuando se reúnen? ilustraste la primera edición del Álbum de zoología de José Emilio Pacheco; en Canal 22 agradecías la confianza de Álvaro Mutis y la primera vez que conversamos recordabas a tu amigo Octavio Paz…
AB.- ¿De qué hablan los poetas? De mil cosas. Hasta de poesía. Tengo en la más alta estima las numerosas ocasiones en que a lo largo de 25 años de amistad pude conversar por horas y horas con Octavio Paz. Lo mismo digo de mis larguísimas conversaciones con Álvaro Mutis a lo largo de décadas. Vale la pena hacer notar que, de acuerdo con el temperamento de cada uno de los dos, la conversación con Paz -que siempre tuvo un ojo magnífico, y una capacidad imaginativa extraordinaria en su poesía- la plática se inclinaba con bastante frecuencia a las artes visuales, particularmente al surrealismo, que ha sido y sigue siendo para mí una entrañable pasión. Con Álvaro, en cambio, y dado que se trata de un poeta con un oído finísimo, un melómano irredento, la conversación con mucha frecuencia derivaba hacia la música. Así que, casi sin quererlo, estamos otra vez en lo mismo: la poesía es mitad, imagen, mitad música, y mitad poesía. Y para completar la imposible tríada, y ya que citaste a José Emilio Pacheco, me gustaría hacer notar que justamente con él se complementaría el triángulo poético, pues no son las artes visuales ni la música lo que apasiona a José Emilio, sino la palabra: la literatura.
MC.- Editabas El Zaguán, revista que publicó por primera vez, en México, un poema del chileno Óscar Hahn; en el centenario de Neruda escribiste Viento de Ñielol y participaste en Chile poesía 2004, háblanos de El Zaguán y tu relación con la poesía chilena…
AB.- El Zaguán fue una revista dedicada a la poesía que un grupo de amigos hicimos en la Ciudad de México entre 1975 y 1978. Allí publicaron por primera vez muchos jóvenes poetas mexicanos y latinoamericanos, a la vez que también se publicaron inéditos de poetas muy conocidos y reconocidos. Así, publicamos inéditos de Paz, de Sabines, de Mutis, de José Emilio Pacheco, incluso de Aleixandre y hasta de Gorostiza y de Cuesta. Entre otros poetas, desconocidos entonces en México, publicamos algunos poemas de Óscar Hahn. Si mal no recuerdo, uno de ellos se titulaba Cafiche de la muerte. El Zaguán era eso: una puerta de entrada, que ofrecía hospitalidad a poemas y poetas. Siempre entendí mi trabajo de editor en la revista como un trabajo de servicio. Y vaya que era mucho trabajo, pues no sólo se reducía a las labores propiamente editoriales y literarias. Entre Xavier Sagarra -una excelente artista gráfico salvadoreño trágicamente muerto hace diez años- y yo, hacíamos literal, materialmente, la revista, diseñando desde la portada cada número en todos y cada uno de sus detalles y armando con nuestras manos poema por poema, hoja por hoja, y cuidando la impresión de cada pliego en la imprenta. No había entonces computadoras; todo se hacía a mano.
«Ahora bien, por lo que toca a Viento de Ñielol (me surgió al visitar junto con el poeta José María Memet el cerro del Ñielol, en Temuco, donde Neruda pasó su infancia), sólo puedo decir que es uno de esos poemas ‘soplados’ (por usar un mexicanismo y no el tradicional término que tiene que ver con la inspiración) que surgió con enorme necesidad interior, completo de cabo a rabo de un solo tirón, durante mi segunda visita a Chile. Ya en 2001 había estado en Chile para participar en el extraordinario primer encuentro de poetas de Chile poesía, donde leí con Raúl Zurita en varias ocasiones, con el mismo Memet, con Gonzalo Rojas desde la tumba misma de Neruda en Isla Negra, con Nicanor Parra desde el Palacio de La Moneda. Un encuentro maravilloso al que asistieron poetas de muchos países. Recuerdo las lecturas compartidas con Juan Gelman y Adrienne Rich; con Ernesto Cardenal y Ledo Ivo; con Hans Magnus Enzensberger y Antonio Cisneros; con Evgueni Evtuschenko y Rita Dove».
MC.- Con la Beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes escribiste Cuenta de los guías ¿qué proyecto postulaste para la Beca Guggenheim ?
AB.- Es curioso que en tu pregunta relaciones Cuenta de los guías, un libro escrito hace veinte años y publicado en 1992, y el proyecto que presenté para la Beca Guggenheim que me fue concedida este año, porque ambos trabajos están relacionados. El proyecto que presenté para la Beca Guggenheim es un libro de poemas largos, escritos en verso libre, muy abiertos, muy contemporáneos, más o menos extenso y muy personal que se titula Canto desierto. El proyecto ha tardado años en madurar, pues me ha llevado mucho tiempo y muchas pruebas dar con la forma correcta y adecuada que me permita expresar con precisión los temas que permean todo el libro -el desierto, el momento presente, la frontera, el tema de los límites (tanto del lenguaje y de la forma poética así como de las realidades personales, políticas y sociales), la identidad, el yo, y la práctica de, y la reflexión en torno a, la poesía misma- a la vez que me permita escribir con la más absoluta libertad.
«La génesis de este proyecto se remonta a mis raíces mismas: toda mi familia materna proviene del desierto y de la frontera entre Sonora y Arizona (mi madre nació en Bisbee y creció en Cananea) y comenzó a cobrar forma en mis primeros viajes a la frontera entre México y Estados Unidos a mediados de los años setenta. Para principios de los años noventa -y esto gracias a que fui contratado por la Universidad de Texas en El Paso (UTEP) para echar a andar un nuevo programa de creación literaria bilingüe y tuve la oportunidad de vivir en las afueras de El Paso, en la frontera con Nuevo México- la necesidad interior de escribir estos poemas comenzó a hacerse sentir de manera contundente. El problema mayor que había que resolver era el de dar con una forma poética muy contemporánea, fuerte y flexible a la vez, que me permitiera amalgamar las referencias inmediatas que me dictaba mi experiencia, con el trabajo absolutamente libre propio de la imaginación poética, en un tiempo, un ritmo, una música y un espacio acotados y propicios. No exagero al decir que considero este proyecto como el trabajo poético más importante de todos los que he emprendido, así como el más estrictamente contemporáneo. Siento que con Canto desierto culmina una larga etapa de mi trabajo como poeta. No puedo decir más».
MC.- ¿Qué te causa mayor felicidad o alivio? ¿inaugurar una exposición gráfica? o ¿un libro de tu autoría recién salido de la imprenta?
AB.- Yo no hablaría nunca de alivio, porque semejante término presupone un peso, una carga, cosa que el trabajo creativo no ha sido para mí nunca. El ejercicio de la creatividad es para mí, más que un placer, un verdadero gozo. Es la expresión cabal y completa de lo que significa ser un ser humano. En este sentido me da lo mismo que la creatividad se ejerza en un momento dado a través de las palabras, en la poesía, o a través de la línea y el color, en el dibujo y la pintura, o a través de los sonidos, en la música, o incluso a través de otros materiales y mediante otras actividades que no son consideradas ahora como «creativas». Yo no creo en una creatividad restringida al mundo, hasta cierto punto enrarecido, de «las bellas artes». La creatividad se puede ejercer -y casi me siento tentado a decir que se debería ejercer- en cada uno de nuestros actos; en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana. ¿Por qué no? ¿Por qué la creatividad habría de ser patrimonio exclusivo de unos cuantos: «los artistas»? ¿Acaso no hace falta creatividad para resolver una ecuación compleja o para cocinar un platillo exquisito? La creatividad es un patrimonio y una capacidad innata en todos los seres humanos. Es por eso que no ha de sorprender que diga que, si bien ciertamente es una alegría inaugurar una exposición gráfica o ver publicado un nuevo libro, lo que realmente me llena de gozo es hacerlo. Todo el chiste del arte es hacerlo. Crearlo y recrearlo. Y hacerlo me llena asimismo de gratitud. Para mí cada día dedicado al trabajo creativo es un himno de acción de gracias.
MC.- ¿Qué ensayas más? ¿una hoja en blanco? o ¿un pentagrama vacío, sin clave de sol o de luna?
AB.- La respuesta a esta pregunta no es sino un eco de la anterior. Pero me parece significativo -y además enteramente apropiado- que utilices el verbo «ensayar» para hablar del acto creativo. Pero creo que también vale la pena hablar de este verbo en su sentido más común y corriente en literatura: la práctica del ensayo. En este sentido, debo decir que, en efecto, he dedicado mucho tiempo, amor y trabajo, mucha energía y atención, a la práctica del ensayo, sobre todo en lo que toca a las artes visuales (está por aparecer una recopilación de 64 ensayos dedicados a las artes visuales bajo el título de El eco de las formas) y a la poesía. Después de más de veinte años de ensayar, he logrado por fin redondear una poética que bajo el título general de El canto y el vuelo recoge en 28 capítulos mis experiencias y reflexiones en torno a la práctica de la poesía. Y por lo que toca a la música, cabe mencionar que por muchos años -a fines de la década de los setenta y a principios de los años ochenta- escribí mucho sobre rock, ya que, junto con mi esposa Patricia Revah, hacíamos un programa de radio para la estación universitaria Radio UNAM, que era entonces, por difícil que resulte creer ahora, casi la única opción en la radio para escuchar rock en México.
MC.-Finalmente, viviste el movimiento estudiantil de 1968; a Elena Poniatowska le narraste tu servicio social en la sierra Huasteca (La Jornada: 20.11.2007), 40 años después ¿qué lecturas haces de los movimientos literarios inmediatos al 68?
AB.- Creo que la lectura de lo que tú llamas los movimientos literarios inmediatos al 68 corresponde a los estudiosos de la literatura y a los críticos. Yo, por mi parte, estaba demasiado involucrado, primero que nada, en tratar de de sobrevivir a la catástrofe anímica y existencial que supuso el aplastamiento del Movimiento. En segundo término, toda mi energía creativa estaba concentrada en la práctica de la poesía; en el trabajo de composición con mi banda de rock, La Comuna, y en una serie de experimentos visuales que habrían de redituar mucho más adelante una serie de trabajos muy personales. En todo caso, para mí, una cosa es clara: yo comencé a escribir poesía en el año de 1968, por desesperación y -como se dice en la jerga matemática- por reducción al absurdo. La poesía como ancla y centro, como posibilidad de salvación y expresión apasionada de rebeldía, como forma cifrada a través del lenguaje de una irrefrenable necesidad interior.
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