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La policía no es una fuerza feliz

Fuentes: The Independent/La Jornada

Un filme terrible e inspirador acaba de salir de Alemania. Sophie Scholl, sus últimos días, dirigido por Marc Rothemundi, es el recuento del último día en libertad, pocos días antes de ir a la guillotina, de la estudiante de 21 años de la Universidad de Munich que en 1943, junto con su hermano Hans, formó […]

Un filme terrible e inspirador acaba de salir de Alemania. Sophie Scholl, sus últimos días, dirigido por Marc Rothemundi, es el recuento del último día en libertad, pocos días antes de ir a la guillotina, de la estudiante de 21 años de la Universidad de Munich que en 1943, junto con su hermano Hans, formó un minúsculo movimiento llamado La Rosa Blanca, para iniciar una revolución estudiantil contra los nazis.

Ellos distribuyeron miles de panfletos acusando a Adolfo Hitler de la carnicería de las tropas alemanas en Estalingrado; denunciaron además la degradación moral de Alemania y su futura derrota. Julia Jentsch interpreta a Sophie como una persona inocente a quien la Gestapo le da a escoger entre denunciar a su hermano, alegar que fue influenciada por su admiración hacia él, y quedar libre, o bien enfrentar el castigo que los nazis reservaban para cualquier alemán encontrado culpable de intentar destruir la moral de las fuerzas armadas y de ayudar al «enemigo».

El interrogador de la Gestapo es un tal inspector Mohr, uno de los personajes más fascinantes, horrendos y sensibles de la película. Su primer interrogatorio a Sophie es devastador: ¿Por qué salió de la universidad con una maleta vacía segundos después de que fueron encontrados panfletos regados por el vestíbulo? ¿Por qué planeaba tomar el tren rápido de las 12:16 hacia la universidad? ¿Para qué quería una maleta si sólo iba a recoger ropa del departamento de su hermana?

Desde luego, el inspector Mohr admira el valor de Sophie: «Necesitamos a gente como ella de nuestro lado», le dice a otro prisionero, pero Sophie quiere caerle bien al inspector y ganarse su confianza. El agente tiene un párpado que tiembla y un hijo que, al igual que el prometido de Sophie, pelea en el frente oriental. Así, el personaje se convierte en un ser humano cuyo poder es, por igual, una carga y una fuente de perversidad. Quizá hay algo raro en nuestra alma, que hace que a veces queramos caerle bien a la policía.

Crecí viendo el programa Dixon of Dock Green, de Jack Warner, por la BBC, y también el programa Dial 999, estelarizado por Robert Beatty como un policía canadiense en Inglaterra. Fui un adicto de Sin Escondite, cuyo héroe, el inspector Lockhart, era despreciado por mi madre, que era abogada y se preguntaba por qué los policías de la televisión siempre estaban exhaustos y trabajaban horas extras. Según su experiencia en la corte de Maidstone, los policías trabajaban mucho menos que los criminales y mienten con frecuencia.

Mi primer encuentro con los hombres de azul -o de verde, en este caso- fue en Irlanda del Norte. Tres detectives llegaron a mi casa en las afueras de Belfast, en 1975, y me preguntaron si había yo visto un documento «confidencial» del gobierno británico encontrado en mi tapete de entrada (por la señora que me hacía la limpieza y quien, casualmente, estaba casada con un oficial de la Policía Real del Ulster).

Respondí a los detectives que no podía saber si había visto o no el texto, pues sólo querían enseñarme una pulgada de la primera página del mismo. Yo estaba al tanto de que dicho documento era el recuento minuto a minuto, de una reunión entre personal de seguridad británico y ejecutivos del Partido Laborista en Stormont. En el encuentro, se preparó un plan para chantajear a políticos protestantes considerados opositores de la política británica en la provincia. «Me gustaría mucho ayudarles», les dije, con suprema falta de sinceridad.

Sí, siempre queremos ayudar. En una estación de la policía turca en Diyabakir, una noche de 1991, se me interrogó sobre un artículo que escribí en que acusaba (correctamente) al ejército turco de robarse los víveres y las cobijas de los refugiados iraquíes. «¿Usted acusó a los soldados turcos de robarse dulces?», me preguntó gritando con estruendo un policía enfundado en una chamarra de piel. Yo escuchaba como mis postreras respuestas -alegué que los soldados habían traicionado moralmente a mi héroe, Mustafá Kemal Araturk- eran transcritas en una enorme y ruidosa máquina de escribir alemana.

Por el artículo fui deportado, pero no antes de que el equivalente turco de Mohr insistiera en tomarse una fotografía conmigo. Así, el inspector policial puso su amistoso y enorme brazo alrededor de mi hombro. ¿Ven? Nosotros no lastimamos a los británicos sospechosos.

En Belgrado, en 1998, donde fui brevemente el único corresponsal británico durante el ataque de la OTAN contra la capital serbia, me llamaron de la recepción de mi hotel una mañana. «Unos policías lo esperan aquí en el lobby. ¡Dicen que baje ahora!», me dijo una voz.

Supuse que mi visa había expirado, o más bien, que las autoridades no estaban aún al tanto de que había renovado la visa el día anterior.

Eran tres hombres, quienes también llevaban chamarras de cuero, y estaban sentados en sillones de plástico. «¡Pasaporte!», me ordenó el inspector de Milosevic y yo, tímidamente, se lo di. Me percaté que, por unos segundos, incliné la cabeza. Luego me senté en un sillón de plástico junto a ellos y esperé. Hubo mucha conversación, mucho sacar cuadernos y lápices maltratados (todos idénticos a los míos).

Después me dijeron: «Todo parece estar en orden. Lamentamos haberlo molestado». Y luego escuché mi voz -sí, definitivamente mi voz- que respondía: «¡Oh, no se preocupe, inspector, ustedes tienen que hacer su trabajo!»

Esto me recordó el día que mi mamá, mi papá y yo llegamos a nuestro hogar en Bower Mount Lane, en Maidstone, y encontramos que alguien había entrado a la casa y se llevó algunas joyas de mi madre. Mi papá llamó a la policía y llegó un inspector a tomar notas. Después de todo, mi padre era el tesorero del condado; esto ocurrió en 1955. «Estoy muy agradecido con usted», le dijo mi papá al policía, y agregó: «Sólo puedo decirle que yo no haría su trabajo ni por todo el té de China». Desde luego, nunca encontraron las joyas.

Ciertamente, cuando se cumple el deber de la comisaría, la policía no es una comunidad feliz. Son la voz de nuestra conciencia, de nuestra propia culpa, sin importar qué tan honorable pueda ser este grupo. Ellos son nosotros. Ahí tienen al inspector Mohr. Justo antes de que Sophie sea llevada a la guillotina le dirige una reverencia de despedida, por respeto, o quizá debido a su conciencia culpable. Pero, ¿no es cierto que los estadunidenses reclutaron al criminal de guerra nazi Klaus Barbie después del conflicto con el pretexto de que era «un detective condenadamente bueno»?

Esto me recuerda esa escena que aparece en decenas de películas y que de hecho está en el Diccionario Cassel de Lugares Comunes, un maravilloso volumen que está siempre sobre mi escritorio: Alguien toca a la puerta de una casa de clase media y una mujer, de esa clase, la abre. Sintiéndose culpable, la dueña de casa dice: «Será mejor que pase, inspector».