Donald Trump no ganó por el apoyo mayoritario de los electores de su país, por ser el preferido de los grandes consorcios o la prensa, ni siquiera por ser bien visto en su propio partido, sino gracias a la enorme fragmentación de la sociedad norteamericana. Explotar esta fragmentación ha sido una condición básica de su […]
Donald Trump no ganó por el apoyo mayoritario de los electores de su país, por ser el preferido de los grandes consorcios o la prensa, ni siquiera por ser bien visto en su propio partido, sino gracias a la enorme fragmentación de la sociedad norteamericana.
Explotar esta fragmentación ha sido una condición básica de su gobierno. Aquí encuentra lógica lo que muchos consideran insensatez. Sus declaraciones y políticas, incluyendo los famosos tweets, no hacen otra cosa que estimular una división que sirve como mecanismo de manipulación social.
Igual que Trump nunca sería el presidente de un país más cohesionado, tampoco la hegemonía norteamericana puede ser ejercida a plenitud en un mundo debidamente organizado. Ello explica el supuesto sinsentido de la política de Estados Unidos hacia muchos países y los mecanismos de concertación internacionales existentes.
Después de la II Guerra Mundial, el orden mundial capitalista fue diseñado a partir de la supremacía norteamericana. Organizaciones internacionales, bloques de alianzas políticas y militares, así como las relaciones comerciales se estructuraron sobre la base de esta premisa. El fin de la Unión Soviética ensanchó aún más estas posibilidades y dio paso a la expansión de la globalización neoliberal.
Se pusieron de moda entonces los acuerdos multilaterales de libre comercio. Aunque respondían a la lógica de la expansión de un mercado desregularizado y eran promovidos por las grandes multinacionales, especialmente las norteamericanas, ya se apreciaba la disminución de la competitividad de Estados Unidos y sus efectos en ciertos sectores de su economía doméstica. Tan temprano como 1971, Richard Nixon impuso un 10% de gravamen a las importaciones, para atenuar el desbalance comercial existente.
La globalización neoliberal mostraba sus límites hacia lo interno de la sociedad norteamericana y Donald Trump es el resultado de esta contradicción. Nadie sabe si estamos en presencia de un neoliberal camuflado o un proteccionista apasionado; si promueve un nuevo tipo de aislacionismo o es un intervencionista furibundo; si los aliados son aliados o los socios son el enemigo. Es todo a la vez, porque refleja el deterioro relativo de la hegemonía norteamericana, de cara al mercado mundial.
Se supone que el poder dominante busca la estabilidad de sus dominios, sin embargo Estados Unidos aparece ahora como el gran desestabilizador del orden mundial. En parte, es el resultado de la militarización de una economía que requiere de la tensión y el desastre para justificar las enormes inversiones del presupuesto, pero también es reflejo de la debilidad de la economía norteamericana para lidiar en condiciones de igualdad con los competidores.
Trump no es el primero en rechazar los acuerdos multilaterales de libre comercio, cada uno ellos tuvo que enfrentar la oposición de los productores nacionales y los sindicatos estadounidenses por sus efectos en la economía interna. Durante la campaña electoral en 2008, Obama también planteó revisar el TLCAN por considerarlo «injusto» para la economía estadounidense e iniciativas como los acuerdos Transpacífico y Transatlántico, con todo el apoyo de las transnacionales, mostraban dificultades para ser aprobadas por el Congreso, incluso si otro hubiese sido el presidente electo en 2016.
Trump tiene el mérito de haber planteado el problema en los términos más crudos y el demérito de proponer las peores soluciones. Su política es promover el bilateralismo, para negociar con un mundo hecho pedazos y explotar al máximo la asimetría y debilidades de las partes aisladas. En esto consiste lo que el magnate considera su «genio», en el «arte de negociar».
Muchas trasnacionales estadounidenses también pueden beneficiarse de este esquema, en la medida en que se rebajan aún más sus impuestos y mediante la fuerza se les asegura mercados cautivos, frente a una competencia asediada por la política del país. Eso es lo que aprecian en la concreta y por eso aumentan sus valores en la bolsa, al menos coyunturalmente, pero eso no es un problema mayor para el capital financiero, que vive de la especulación.
Cualquier mecanismo de concertación regional o internacional es un obstáculo para esta política, incluso frente a sus propios aliados. Trump apoyó la salida de Inglaterra de la Unión Europea y soñó con que algo similar ocurriera con Francia, si la derecha hubiese ganado las elecciones. Es posible que en buena medida la intención de apaciguar las relaciones con Rusia, tan debatida en el país, entre otras cosas esté destinada a debilitar el bloque europeo.
A ello se suma las tensiones con varios gobiernos e incluso el cuestionamiento de la OTAN, en lo que muchos consideran un contrasentido para los intereses estratégicos de Estados Unidos. Pero el presidente, no sin cierta razón, mira estas relaciones desde la debilidad de su país y por ello su principal objetivo es «America First», una consigna que hereda de fundamentalistas blancos aislacionistas, que defienden una agenda muy similar a la del presidente e incluso abogan por la salida de Estados Unidos de la ONU y la propia OTAN.
No hay un punto del Planeta donde la política de Estados Unidos no aparezca disruptiva. En Siria, Turquía, Afganistán, Irán, Palestina y Korea ha sido un obstáculo para cualquier solución negociada. Dinamitó el Acuerdo de París para el cuidado del medioambiente y las políticas contra China y otros países han debilitado el papel de la Organización Mundial del Comercio, para solo mencionar algunos casos.
En América Latina viene ocurriendo lo mismo. El cuestionamiento del NAFTA ha puesto en conflicto sus relaciones con México y Canadá. Igual su negativa a los proyectados acuerdos de libre comercio en América Latina descolocó a los gobiernos de derecha en la región, a los que ahora se les exige el imposible de romper sus relaciones con China o Rusia y negociar bilateralmente con Estados Unidos en las peores condiciones.
Resulta obvio que Estados Unidos impuso a Perú la exclusión de Venezuela de la próxima Cumbre de las Américas, lo que pone en peligro la participación de otros países en el evento o la emergencia de contradicciones internas que, sin dudas, debilitarán aún más el papel de la OEA en la región.
El avance de algunos gobiernos progresistas, especialmente de Venezuela, así la creación de mecanismos de integración surgidos en esta coyuntura, nunca tuvieron el beneplácito de Estados Unidos y Obama hizo lo posible por boicotearlos. Pero Obama cuidó que ello no afectara la existencia del sistema panamericano y en parte ello explica la aceptación de que Cuba participara en la Cumbre de Panamá en 2015.
A Trump parece que le importa un bledo esta visión estratégica de la articulación de la hegemonía norteamericana. Igual que en otras partes, lo que le interesa es la división, incluso dentro de la propia OEA. Por eso Luis Almagro, su secretario general, sigue actuando como un elefante en una cristalería y le da igual lo que ocurra en el seno de ese organismo.
Lo lamentable es que algunos gobiernos de «mierda» -Trump dijo pueblos, pero así no puedo ni citarlo-, se plieguen a la política del desastre, aunque sea para hundirse, empujados por la potala que constituye al actual gobierno de Estados Unidos.
Fuente: http://progresosemanal.us/20180228/estados-unidos-la-politica-la-fracturacion/