Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Los pueblos occidentales han visto desde hace tiempo el mundo musulmán a través de un filtro «orientalista», imaginando al «otro» atrasado, exótico y vagamente siniestro. Pero, hasta hace poco, rara vez se preocupaban de lo que imaginaban.
Había un interés académico, por supuesto; y artistas y animadores empleaban a veces temas musulmanes. Pero, con la excepción parcial del Imperio Otomano, los pueblos, las culturas y la religión del mundo musulmán eran, en su mayor parte, invisibles para el ojo occidental.
Por cierto, recién en el siglo XIX, cuando los imperios francés y británico se expandieron hacia regiones musulmanas y cuando los progresos en el transporte y las comunicaciones acercaron partes distantes del mundo, los occidentales llegaron a ser conscientes del Oriente Musulmán.
La percepción aumentó durante todo el Siglo XX, a medida que los factores económicos, estratégicos y geopolíticos hicieron que el mundo musulmán llegara a ser cada vez más importante para las elites occidentales. De todas maneras, el «otro» musulmán permaneció en gran parte fuera de su campo de visión.
Esto comenzó a cambiar a medida que cantidades significativas de musulmanes llegaron a vivir en países occidentales. Igual que otros inmigrantes, los musulmanes llegaron sobre todo por razones económicas y para escapar de la represión política. Y como otros inmigrantes, sufrieron discriminación.
Pero a los musulmanes no les iba peor que a otros inmigrantes de partes del mundo de las cuales los pueblos occidentales sabían y les importaban aún menos; y pocas veces su religión causó mucha animosidad. Había sido diferente, sin duda, cuando el cristianismo y el Islam seguían compitiendo por adhesiones y territorios, y fue ciertamente diferente en la época de las Cruzadas. Pero eso fue hace mucho tiempo.
A diferencia de entonces, el movimiento de pueblos históricamente musulmanes hacia Europa, Norteamérica y Australasia que tiene lugar ahora ocurre en tiempo de decreciente religiosidad, especialmente por el lado cristiano. No cabe duda de que la mayoría de las poblaciones de los países occidentales no se han mostrado especialmente acogedoras; con los inmigrantes (a diferencia de los expatriados), pocas veces lo son.
Pero, hasta hace poco, el Islam no constituía un problema. Sus diferencias con el cristianismo palidecían en importancia en comparación con quejas familiares, nacionalistas y contrarias a los inmigrantes: que los musulmanes se apoderan de puestos de trabajo y hacen bajar los salarios, cometen crímenes, no se asimilan, convierten los vecindarios en barrios bajos.
Esto cambió, sin embargo, a medida que Occidente se obsesionó con el «terrorismo» islámico y con prevalecer en un «choque de civilizaciones».
Con sorprendente rapidez ha llegado, ahora, al punto en el cual esa «islamofobia» -odio de todo lo musulmán- se ha convertido en un factor de la política de las naciones occidentales.
Incluso la palabra es nueva. Sin embargo, es tentador suponer que el fenómeno que designa es tristemente familiar; que islamofobia es solo antisemitismo, en el cual los musulmanes sustituyen a los judíos.
El hecho de que los islamófobos repitan tantos tropos del antisemitismo clásico -mutatis mutandis, con todos los cambios necesarios- hace que sea difícil resistir esa suposición. Pero la analogía es engañosa.
La palabra combina «Islam» y «fobia». La referencia al Islam, la religión de los pueblos musulmanes, puede ser confusa. La referencia a fobias es aún menos útil.
Sugiere un tipo de ansiedad, como por ejemplo la claustrofobia. Pero no se puede decir que este uso (o abuso) de un término clínicamente significativo sea único. El lenguaje inglés actual está repleto de «fobias» y de las correspondientes «filias», que tienen poca o ninguna conexión con fenómenos de interés clínico.
Algunos de ellos -«homofobia», por ejemplo- también tienen una dimensión genuinamente fóbica; en la mayoría de los casos, los homófobos temen sus propias inclinaciones sexuales reprimidas. Otros, como «anglofobia», tienen que ver con la simple aversión.
La islamofobia no se ajusta enteramente a una de esas categorías: los islamófobos no tienen miedo, reconocido o no, del musulmán reprimido en su interior. Pero sus animosidades, como las del homófobo, expresan un nivel de irracionalidad que trasciende el gusto o el juicio.
«Antisemitismo» es un término aún más desafortunado. La palabra denota odio a judíos y a todo lo que sea judío. Hablando estrictamente, sin embargo, «semítico» se refiere a una familia de lenguas que comparten características históricas y estructurales. La hebrea es una de esas lenguas semíticas. La árabe otra.
En la época en que se inventó la palabra, el hebreo no era el idioma hablado por los judíos de ningún sitio. Así había sido desde tiempos bíblicos. Antes de que los «protonacionalistas» y luego los sionistas emprendieran la tarea de revivirlo y modernizarlo, el hebreo solo era un idioma litúrgico.
El hebreo moderno se basa en el hebreo de la Biblia, y el antisemitismo también se basa en raíces antiguas. Los dos, sin embargo, son suficientemente diferentes de lo que llegó a considerarse auténticamente nuevo.
Desde los días, varios siglos después de Cristo, en los que el cristianismo emergió como una tradición religiosa distinguible, la oposición al judaísmo ha sido endémica en las filas cristianas. No podía ser de otra forma; la legitimidad del cristianismo no solo dependía de sus diferencias con la creencia anterior, sino también de su supuesta superioridad teológica.
Naturalmente, el antijudaísmo cristiano dio origen al odio a los judíos y a todo lo judío. En principio, sin embargo, lo que provocó las animosidades de los pueblos cristianos fueron las creencias y prácticas judías, no los propios judíos.
En principio, por ello, el odio que manifestaban y que a menudo motivaba sus actos debía desaparecer cuando los judíos abandonaran el judaísmo por el cristianismo. La evidencia al respecto es escasa porque la mayoría de las comunidades judías se aferraron a su fe a pesar de la persecución. Y donde existe evidencia, la narrativa es equívoca. A pesar de todo, los judíos fueron odiados y perseguidos por toda la cristiandad no por su judaísmo esencial, una condición metafísica conocida solo por los antisemitas y los nacionalistas judíos, sino por su negativa a aceptar a Cristo.
Sin embargo, a medida que la fe declinaba y se imponían atrocidades tan monumentales como el exterminio de los pueblos del Nuevo Mundo y el tráfico de esclavos, fueron cada vez más necesarias teorías justificadoras más potentes de las que el cristianismo podía suministrar.
Y así, en el Siglo XIX, los informes seudocientíficos sobre la superioridad de la raza blanca y la inferioridad de los pueblos colonizados y esclavizados se invocaron para justificar las depredaciones que tenían lugar y para sustentar la continua subyugación de los pueblos de color.
De acuerdo con el espíritu de los tiempos, los antisemitas también propusieron justificaciones seudocientíficas.
Pero los antisemitas no se basaban tanto en la inferioridad racial como en la «otredad» esencial de los judíos. Para los antisemitas, los judíos eran un pueblo «oriental» recalcitrante refugiado en el redil occidental, un cuerpo extraño del que había que protegerse y que, al límite, debía ser eliminado completamente.
Esta sensibilidad se impuso con diferentes grados de intensidad en toda Europa y sus extensiones en el Nuevo Mundo, en parte porque el antijudaísmo había preparado el camino, en parte porque las clases gobernantes utilizaron a los judíos como chivos expiatorios convenientes, y en parte gracias a otra doctrina cristiana, especialmente católica, abandonada pero no olvidada: la prohibición de la usura.
Desde la Edad Media hasta el comienzo de la era moderna, se prohibía que los cristianos fueran banqueros y financieros porque la Iglesia prohibía el cobro de intereses por los préstamos. Los judíos no estaban sometidos a esa limitación. Unas pocas y conspicuas familias de banqueros aprovecharon las oportunidades que se les presentaban.
Sin embargo, al poco tiempo los cristianos también se convirtieron en banqueros, sucumbiendo al llamado del emergente capitalismo. Pero la idea de que en algún sitio detrás del telón, en los Tenebrosos Templos de las Finanzas, los judíos de alguna manera tomaban las decisiones permaneció fija en la conciencia popular, en gran parte gracias a la connivencia de autoridades eclesiásticas y de elites económicas y políticas.
La idea estaba tan arraigada que fue natural, especialmente en sectores retrasados, que los nacientes sentimientos anticapitalistas adoptaran una coloración antisemita. Eso llevó a que, hace poco más de cien años, el gran socialdemócrata alemán August Bebel llamara al antisemitismo «el socialismo de los imbéciles».
Por éstas y otras razones, el antisemitismo prosperó en toda Europa y dondequiera que se estableció la cultura europea. Reemplazó al antijudaísmo.
Cuesta exagerar su importancia en la historia moderna de Occidente. Entre otras cosas, el antisemitismo se convirtió en un componente crucial de la mayor parte de las cepas de política derechista, y la oposición al antisemitismo jugó un papel crucial en la formación del pensamiento liberal, radical y socialista.
En pocas palabras, donde los musulmanes estaban ausentes de la conciencia popular y elitista, los judíos estaban muy presentes. Es seguro que quien ignore esa trascendental diferencia no comprenderá el problema de la islamofobia.
Pero la diferencia se pasa por alto fácilmente debido a la prominencia, tanto en la islamofobia como en el antisemitismo de la «otredad» percibida de las poblaciones hacia las cuales la población mayoritaria dirige su hostilidad.
Sin embargo no toda «otredad» se crea de la misma forma. A los que Occidente ha subyugado desde los días de la conquista del Nuevo Mundo y de la esclavitud, a su manera, también los percibimos como «otros». Pero las historias de sus interacciones con las poblaciones dominantes de los países occidentales difieren profundamente de las de musulmanes y judíos, y lo mismo sucede con las animosidades de las que son objeto. Sin duda, la palabra «racista» se aplica a todos estos casos, pero a menudo es demasiado burda para ser esclarecedora.
Con el desprestigio de las teorías racistas y al perder fuerza el antijudaísmo cristiano, y con bastante triunfo del liberalismo en todo Occidente que declara que por doquier (fuera de Israel, el puesto avanzado occidental en Medio Oriente) los Estados son de sus ciudadanos, no de comunidades religiosas o étnicas, no queda nada que alimente la antigua percepción del judío como «otro».
No es sorprendente, por lo tanto, que el antisemitismo haya disminuido en el último medio siglo; por cierto, casi ha desaparecido en la mayoría de los sectores. La revulsión ante el judeocidio nazi aceleró el proceso, pero era inevitable que la modernidad terminara por deshacer lo que la modernidad inició cuando el antisemitismo reemplazó al antiguo antijudaísmo.
Los sionistas actuales tienen diferentes planes que sus predecesores, y por lo tanto sacan a relucir las antiguas justificaciones del sionismo solo cuando conviene evocar la idea de la eterna victimización. Pero es importante recordar que la idea sionista original era que se necesitaba un Estado judío para proveer un refugio contra el azote del antisemitismo. Irónicamente, el Estado que fraguaron los sionistas es ahora el principal factor que mantiene vivo el antisemitismo.
Esto se debe a que la crítica del proyecto sionista, o por lo menos de las políticas del Estado israelí, se ha hecho casi moralmente obligatoria, mientras el establishment sionista y sus aliados en todo el mundo han trabajado asiduamente a fin de establecer el argumento claramente insostenible de que toda crítica a Israel, incluso la más anodina, es por lo menos implícitamente antisemita.
Piensan que esta acusación domina cualquier otra consideración y la utilizan para aplastar a la oposición. Pero suena cada vez más hueca, especialmente a los jóvenes, para los que el judeocidio y las menores, pero mortíferas, manifestaciones de antisemitismo que lo precedieron sucedieron hace mucho tiempo, en otra época.
Al lanzar por doquier acusaciones de antisemitismo como lo hacen, los sionistas se arriesgan a otorgar respetabilidad al antisemitismo; por cierto, lo hacen irresistible.
A pesar de todo, ha resistido bien y es poco probable que eso cambie. Pero eso tiene muy poco que ver con la «poción milagrosa» que pregonan el establishment sionista y sus lobbies de todo el mundo. El antisemitismo sigue disminuyendo porque, con los progresos de la ciencia y la ética política y con la decadencia de la religiosidad cristiana, se ha hecho imposible mantener la percepción de «otredad».
Sin duda las actitudes con respecto a los judíos en zonas del mundo musulmán y entre los musulmanes de los países occidentales no son tan benignas. Pero se trata de un fenómeno diferente, Por cierto, se parece más a la islamofobia que sufren los musulmanes que al antisemitismo con el que se confuenden tan fácilmente.
Forma parte de nuestra naturaleza, parece, el hecho de odiar, degradar y deshumanizar a nuestros enemigos.
Durante la Primera y la Segunda guerras mundiales, los alemanes («los hunos») eran objeto de animosidad en los países Aliados, incluso en EE.UU. donde una gran parte de la población es de origen alemán o parcialmente alemán. No tenía nada que ver con una antigua hostilidad religiosa o étnica, pero a pesar de todo la animosidad era virulenta.
Italia fue una potencia del Eje en la Segunda Guerra Mundial, pero a los italianos les fue mejor que a los alemanes, por lo menos en EE.UU., porque se consideraba que su país era más bien un socio renuente de Alemania que un perpetrador por sí mismo.
En EE.UU., los japoneses lo pasaron mucho peor y no cabe duda de que el racismo jugó un papel. Por ejemplo, nadie pensó en internar a personas con antepasados alemanes o en confiscar sus propiedades. A pesar de ello, cuando llegó la paz, las actitudes antijaponesas también disminuyeron.
Lo que a menudo se describe como antisemitismo musulmán es un fenómeno similar agravado por los incansables esfuerzos de los políticos para identificar la oposición a Israel con la oposición a los judíos.
Esto tiene poco que ver con la historia de las relaciones judeo-musulmanas. Sin duda los judíos vivían como comunidades subalternas en los Estados musulmanes. Pero, antes del Siglo XX, las relaciones judeo-musulmanas eran mejores que las relaciones judeocristianas casi sin excepción, en gran parte porque el Islam, a diferencia del cristianismo, reconoce la legitimidad del judaísmo y ordena la protección de las comunidades judías. Los musulmanes trataron de convertir a los judíos (así como a todos los demás), pero el antijudaísmo endémico en toda la cristiandad no tuvo ningún paralelo en el mundo musulmán.
Ahora, cuando las elites de Occidente colaboran efectivamente, por sus propios motivos, con islamistas militantes para mantener una guerra perpetua, oficialmente contra el «terror», pero en realidad por el control de regiones ricas en petróleo o estratégicamente importantes en Asia y África, los musulmanes se han convertido en el nuevo enemigo y por ello en el nuevo objetivo de la animosidad occidental. La islamofobia es el resultado.
Es notable con qué rapidez cambian las actitudes. Antes de la implosión del comunismo, eran los comunistas, o las agencias de inteligencia de los países comunistas, los que estaban detrás de las «redes terroristas» del mundo. Casi de un día para otro, los musulmanes ocuparon su lugar.
Los comunistas hicieron muy poco para justificar el papel que les asignaron. ¿Cómo podían haberlo hecho cuando la oposición al terrorismo es tan definitiva en la teoría y práctica marxista, y sobre todo leninista?
Los islamistas han sido más serviciales. Es una buena noticia para cualquiera que esté interesado en mantener el funcionamiento del monstruo militar-industrial. Para ellos, si Osama Bin Laden no hubiera existido, habría sido necesario inventarlo.
Después de que Obama hizo que liquidaran al archienemigo de Occidente -deleitando a sus animadores liberales, partidarios del mantenimiento del orden- ni siquiera tuvo que inventar nuevas maneras de engañar a (casi) toda la gente todo el tiempo. Para entonces la opinión pública en los países occidentales ya no necesitaba un nombre o una cara para mantener el miedo perpetuo que hace que la guerra perpetua sea políticamente factible.
Y mientras los aviones teledirigidos [drones] sigan volando, los equipos de fuerzas especiales sigan realizando «asesinatos selectivos» y los intervencionistas humanitarios se salgan con la suya, habrá más que suficiente realidad tras ese miedo para que la maquinaria bélica siga funcionando.
La conexión espontánea entre las exigencias políticas y el aumento de las animosidades de grupo es especialmente evidente en el pensamiento del pequeño grupo de republicanos (y también demócratas) judíos -la mayor parte personas meyores- cuya política derechista dura israelí es, como lo ha sido, más papista que el papa, y quienes, sobra decir, no están interesados en vivir ellos mismos en la Tierra Prometida. De repente, como caído del cielo, su chovinismo israelí adoptó un ángulo islamofóbico.
Es fácil discernir a grandes rasgos la historia tras esta extraña transformación.
Una vez que quedó claro para la población indígena de Palestina que los sionistas no se proponían vivir con ellos sino apoderarse de su país, los árabes palestinos comenzaron a defenderse. Y así, desde mediados de los años veinte los sionistas, que como a la mayoría de los colonos les había resultado indiferentes la población nativa, comenzaron a verla como hostil.
Los palestinos se convirtieron en enemigos, y poco después los árabes en general. Cuando no pudieron ser ignorados, fueron marginados y despreciados, y nunca más que cuando se defendían. Los sionistas estadounidenses hicieron lo mismo en tándem.
Pero incluso a medida que se desarrollaba esa historia, quedó en claro para la mayoría de los israelíes, y por ello para la mayor parte de los sionistas de la «diáspora», que aunque los palestinos y los árabes en general podrían ser objetivos adecuados de animosidad, los musulmanes en general no lo eran, y ciertamente no el Islam.
No era solo la memoria histórica de las (comparativamente) buenas relaciones musulmanas-judías la que respaldaba esas convicciones; también había un imperativo estratégico.
Desde el punto de vista sionista, las buenas relaciones con los países musulmanes no árabes en la periferia de los países árabes -con Irán, especialmente, pero también con Turquía y en menor grado con Estados de mayoría musulmana en el este de África- se habían considerado durante mucho tiempo casi tan importantes como las buenas relaciones con EE.UU.
Incluso la Revolución Iraní de 1979 no cambió esa percepción, aunque instaló un régimen teocrático en el Irán que trató de expandir su influencia por toda la región proyectando una imagen pública antisionista. El actual gobierno iraní tiene un talento especial para decir cosas que pueden aprovechar los promotores de la «amenaza existencial» en el campo sionista, pero palabras peores eran lugar común en los años ochenta, cuando Israel e Irán mantenían en secreto relaciones cordiales.
Esto cambió con la implosión de la Unión Soviética, que convirtió a EE.UU. en la única superpotencia de la región, y cuando la Guerra del Golfo eliminó efectivamente a Irak como amenaza a Israel. El Estado hebreo ya no necesitaba a Irán para contener a Irak.
Sin embargo necesitaba a Irán como sustituto de Irak y a otros países árabes como amenaza existencial. Israel ya no se puede justificar sobre la base de que brinda al judaísmo de todo el mundo un refugio contra el antisemitismo. Pero las amenazas existenciales no son menos útiles desde ese punto de vista. ¿Cómo mantener mejor bajo control a la población interior y el flujo de dinero estadounidense?
El clero iraní e importantes sectores de la clase política iraní también consideraron útil que se vea a Irán como una amenaza existencial para el Estado judío.
Esto ayuda a explicar por qué, hace dos décadas, los sentimientos antipalestinos y antiárabes comenzaron a tomar un tono islamofóbico, no tanto en el propio Israel, ya que en cualquier futuro concebible Israel seguirá siendo una isla en un vasto mar musulmán, sino también en círculos derechistas judíos en EE.UU., donde la islamofobia constituía una postura que se podía asumir casi sin coste alguno.
Fue especialmente el caso después del 11-S, cuando la islamofobia se convirtió crecientemente en una obsesión estadounidense.
La islamofobia también corresponde al cortejo de Israel de los protestantes evangélicos. Se supondría que el abismo que separa a los sionistas, seculares y religiosos de los predicadores angloprotestantes de la teología de la dispensa sería irreconciliable, especialmente ya que los sionistas judíos saben perfectamente que sus aliados cristianos quieren que los judíos se reúnan en la Tierra Santa para acelerar el fin de todos los tiempos, cuando los judíos que no acepten a Cristo irán al infierno para toda la eternidad. Pero los sionistas de nuestros días no tienen vergüenza; no hay nada que no hagan para mantener su control sobre EE.UU.
Y así, los islamófobos judíos complacen a los que posiblemente sean los únicos cristianos que siguen promoviendo el antijudaísmo -pregonando «valores judeocristianos en oposición a los valores de los yihadistas, terroristas, anticristos que odian a los judíos, en cuyos países las comunidades judías habían vivido en paz durante casi un milenio y medio.
Esta demencia no histórica también pasará. Cuando la islamofobia ya no sirva a ningún propósito israelí, la islamofobia judía desaparecerá. Las normas históricas tienen una manera de reafirmarse.
En EE.UU. esto podría ocurrir antes de lo que pensamos, no porque la islamofobia en general esté a punto de desaparecer -no si la guerra contra el terror continúa indefinidamente- sino porque la mayoría de los judíos islamófobos son mayores y su influencia en la comunidad judía se acaba. Su influencia en la cultura política en general sigue siendo un problema porque sus lobbies esclavizan al Congreso. Antes de que pase mucho tiempo, sin embargo, la realidad también terminará con esa ilusión.
Esta perspectiva no presagia nada bueno para los que se benefician de la guerra perpetua que dirige nuestro presidente con su Premio Nobel de la Paz. Es tal vez la única perspectiva esperanzadora de toda esta lamentable situación; eso y la comprensión de que las irracionalidades históricamente anómalas que irrumpen en la escena con una rapidez sorprendente pueden desaparecer con la misma rapidez y usualmente lo hacen.
Andrew Levine es Senior Scholar en el Institute for Policy Studies. Autor de The American Ideology (Routledge) y Political Key Words (Blackwell), así como de muchos otros libros de filosofía política. Su libro más reciente es In Bad Faith: What’s Wrong With the Opium of the People. Fue profesor de filosofía en la University of Wisconsin-Madison y profesor investigador de filosofía en la Universidad de Maryland-College Park. Colaboró en Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion (AK Press).
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/01/29/the-politics-of-islamophobia/
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