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Entrevista a Ricardo Rodríguez sobre Los impuestos en la ciudad democrática

«La política fiscal española no cumple ni de lejos el mandato contenido en el artículo 31 de la Constitución»

Fuentes: El viejo topo

Ricardo Rodríguez nació en 1968 en Cabezamesada (Toledo) y en la actualidad reside en Leganés (Madrid). Sumados a relatos como «La caravana», «El sueño de la razón» y «La parábola del ingeniero», entre sus obras cabe citar Cucharadas de mar (Huerga & Fierro editores, 2003) y La moral del verdugo (Mondadori, 2005). Ha coordinado y […]

Ricardo Rodríguez nació en 1968 en Cabezamesada (Toledo) y en la actualidad reside en Leganés (Madrid). Sumados a relatos como «La caravana», «El sueño de la razón» y «La parábola del ingeniero», entre sus obras cabe citar Cucharadas de mar (Huerga & Fierro editores, 2003) y La moral del verdugo (Mondadori, 2005). Ha coordinado y prologado además la edición de la obra El realismo social en la literatura española (CEDMA, 2007), trabajo colectivo en homenaje a Juan García Hortelano. Recordemos también El secreto de Sócrates (Piel de zapa, 2015). Nuestra conversación se centra en su último libro publicado por El Viejo Topo en 2018.

 

 

¡Qué hermoso título el de tu nuevo libro editado por El Viejo Topo en septiembre de 2018! Enhorabuena. ¿En quiénes has pensado al escribirlo?

R: Gracias. El título del libro es un pequeño homenaje a mi admirado Manuel Vázquez Montalbán; se inspira en el de su ensayo La literatura en la construcción de la ciudad democrática. Como es de imaginar, la materia de la que ambos libros tratan es muy diferente, pero creo que existe una aspiración común de construcción de una ciudad de cuyo destino sean dueños sus ciudadanos y no poderes ajenos a todo control cívico. Vázquez Montalbán se preguntaba por la aportación de las artes y las letras en la formación de la conciencia democrática y yo me pregunto por la aportación de la ciudadanía en el sostenimiento material de los bienes comunes que hacen que la vida de la inmensa mayoría sea posible. En todo caso, soy uno de tantos que echa de menos la lucidez de don Manuel en el turbio panorama político, social y cultural español de estos tiempos. Y, como él, en ocasiones me siento atrapado en una ciudad que, en el camino de superar su condición de franquista, pasó a convertirse en postmoderna, sin otra alternativa, una ciudad de mercados, única y exclusivamente.

¿A qué aludes con esa ciudad democrática de la que hablas en el título?

R: La ciudad de la que se habla está entendida en su sentido más amplio como sociedad moderna e industrializada, y que podrá ser democrática si depende de todas nosotras y nosotros la producción y conservación de los bienes y servicios comunes. Se trata, por tanto, de una concepción profundamente material de democracia. Es inusual que se vea la relación entre sistema tributario y democracia y es aún más infrecuente que tal relación aparezca en los debates políticos y periodísticos habituales sobre fiscalidad, pero se trata de una relación bien precisa. Se ha dicho también que los impuestos constituyen el precio de la civilización; tal vez sea una formulación más trascendental, pero posee un fondo similar. En la actualidad, cada vez financiamos una porción mayor de bienes y servicios públicos por medio de deuda, y esto constituye un severo peligro no sólo económico sino también, y sobre todo, para la democracia, porque pone nuestro destino en manos de nuestros acreedores. Por eso es tan importante y es tan grave la insuficiencia de nuestra Hacienda Pública. Me resultó muy emocionante, al leer hace unos años su asombroso libro titulado Etocracia, comprobar que el barón de Holbach había advertido de este peligro hace más de dos siglos. Va siendo hora de que aprendamos.

Entro en materia propiamente. ¿Cómo definirías el concepto de impuesto?

R: A mí me parece buena la definición que da la Ley General Tributaria. Existen tres grandes figuras en nuestro sistema tributario, que son los impuestos, las tasas y las contribuciones especiales. La primera de estas figuras es con diferencia la de mayor entidad cuantitativa, y también la que tiene mayor capacidad para cumplir el mandato constitucional de justicia, igualdad y progresividad. Dice el artículo 2 de la Ley General Tributaria que los impuestos son tributos que se exigen sin contraprestación como consecuencia de la realización de negocios, actos o hechos que pongan de manifiesto capacidad económica. Hay aquí dos elementos esenciales. En primer lugar, que el impuesto no es un precio que pagamos a cambio de un determinado servicio, sino nuestra contribución al sostenimiento general de todos los bienes y servicios públicos, de los cuales tenemos derecho a disfrutar en la medida de nuestra necesidad precisamente porque somos ciudadanos. En segundo lugar, que la medida de lo que pagamos no es lo que individualmente recibimos a cambio del pago sino nuestra capacidad económica. Es corriente oír a ciudadanos decir que tienen derecho a recibir buenos servicios porque pagan impuestos, y lo cierto es que ésta no es una afirmación muy exacta, o no lo es al menos salvo que se haga desde una acepción rigurosamente colectiva de ciudadanía. Tenemos derecho a recibir los bienes y servicios públicos que cubran nuestras necesidades básicas porque somos ciudadanos, y hemos de contribuir a su sostenimiento en la medida de nuestra capacidad económica justamente también porque somos ciudadanos. Ésta es, a mi juicio, la idea correcta. Ya sabes, el clásico habría dicho: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad.

¿La izquierda, las izquierdas están suficientemente informadas e interesadas en esta temática?

R: Aparentemente sí. Desde luego, le convendría tomárselo muy en serio porque será imposible cualquier mejora sustancial de la justicia social sin una reforma en profundidad de nuestro sistema tributario. También es innegable que los impuestos están casi siempre en el discurso político de la izquierda, se admite su necesidad para el sostenimiento de los servicios públicos esenciales y se defiende el aumento de la progresividad y el predominio de impuestos directos sobre los indirectos. Resulta esperanzador que se haya recuperado gran parte de este discurso después del destrozo ideológico y cultural ocasionado por aquello de que » bajar impuestos es de izquierdas » que pregonó el último gobierno de Rodríguez Zapatero (y quiero recordar que así se justificó la supresión del Impuesto sobre Patrimonio, nada menos, uno de los tributos más progresistas del sistema). Lo que se echa más de menos es concreción y capacidad para abordar la raíz de los problemas, carencias a mi juicio sintomáticas de que el interés aún no es por completo sincero. Todo esto se expresa en el apartado fiscal del acuerdo presupuestario suscrito por Unidos Podemos y Gobierno del PSOE.

¿Me das un buen argumento que critique-desmonte las estrategias de algunos ciudadanos, que no son pocos, para evitar pagar impuestos o pagar, si es el caso, los mínimos posibles?

R: Es de una evidencia empírica aplastante que el sostenimiento de un amplio conjunto de servicios públicos básicos es solamente posible con un potente sistema tributario que exija la aportación de una parte sustancial de la renta y la riqueza de toda la ciudadanía a un fondo común y que tal aportación se ajuste progresivamente a la capacidad económica de cada quien. Se trata de un pilar ineludible del Estado de Bienestar social, y hablo, por supuesto, no de ningún país socialista, sino de las sociedades capitalistas avanzadas europeas. Debemos entender que a lo largo de casi toda la historia de las sociedades humanas, sólo una exigua minoría disfrutaba del bienestar que hoy nos parece irrenunciable. La satisfacción de las necesidades básicas de gran parte de la población, su acceso a la educación y a la sanidad, se concentran en un periodo muy reducido de la historia, a partir de la Segunda Guerra mundial, y en una región también muy determinada del mundo, y sólo puede sostenerse sobre la base de una gran recaudación de recursos. Conviene no perderlo de vista, porque las medidas de las mal llamadas » políticas de austeridad » demuestran que lo que se ganó tras muchas y duras luchas sociales puede perderse con facilidad. La inmensa mayoría de nosotros, incluso quienes disfruten de ingresos medios, se arruinaría en apenas dos años si tuviese que costearse un tratamiento de cáncer. Es lo que sucede a más del 40% de los enfermos de cáncer en Estados Unidos según datos publicados recientemente. Es justo que los ciudadanos protestemos por las injusticias del sistema, es justo que exijamos que la distribución del gasto sea lo más eficaz posible, es justo que denunciemos la corrupción y el fraude de las grandes fortunas. Pero el bienestar social es imposible si no contribuimos todos y la conciencia fiscal consiste en la convicción de que yo debo contribuir.

En tu opinión, ¿es justa o razonablemente justa la política fiscal española en estos momentos?

R: Evidentemente no. Es más, no cumple ni de lejos el mandato contenido en el artículo 31 de la Constitución: ni contribuye todo el mundo, ni se ajusta a la capacidad económica, ni el sistema es tampoco igual para todos, ni es progresivo, ni mucho menos es justo.

¿Ser de derechas, de centro o de izquierdas hace que seamos defensores de una u otra política fiscal, o nuestras posiciones en este nudo son independientes de nuestra concepción política?

R: Tradicional y teóricamente sí que influye, y mucho. Haciendo abstracción del centro -un espacio político de realidad siempre incierta- y a grandes rasgos, la izquierda aspira a una mayor recaudación fiscal para lograr sostener un conjunto amplio de bienes y servicios públicos y para alcanzar una más equilibrada redistribución de la riqueza. Es partidaria asimismo de un peso mayor de los impuestos directos y del incremento de la progresividad. La derecha entiende que es preferible dejar un volumen más grande de recursos en manos privadas, también porque cree que los servicios públicos deben ser reducidos y transferidos a la iniciativa privada en su mayoría. Uno de sus mitos recurrentes es el de la curva que ideara el economista norteamericano Laffer, que probaría que llegado un punto determinado, que ya se habría alcanzado en las sociedades occidentales en los años 70, los incrementos de tipos en la imposición directa detraen la actividad económica y reducen los ingresos públicos y a la inversa. Como asesor fiscal del gobierno de Reagan, y gracias a esta política de reducción de impuestos, combinada ciertamente con el aumento de gasto militar, llevó a Estados Unidos al déficit más colosal de su historia, pero esta parte se cuenta menos veces.

Ahora bien, si en la teoría las diferencias son claras, en la práctica a menudo las cosas resultan más confusas. Por una parte, muchos gobiernos de derechas han llevado a cabo muy significativas subidas de impuestos, como es bien conocido. Por otra parte, la socialdemocracia en las últimas décadas ha ido asimilando aspectos centrales de la política fiscal tradicional de la derecha, incluidas las argumentaciones. Algunos sectores de la nueva izquierda nacida en torno a movimientos como el del 15 M no estoy muy seguro de que hayan entendido la trascendencia de esta materia. Y, para finalizar, la tentación de obtener fondos elevando impuestos indirectos afecta con frecuencia a gobiernos de muy distintos colores políticos, aún a despecho de la justicia, porque los impuestos indirectos y al consumo suelen ser de devengo inmediato y permiten conseguir dinero rápido, que es lo que busca el gobernante mediocre que pretende tapar un agujero sin abordar los problemas de fondo de la sociedad.

Desde 1977, pongamos por caso, ¿cómo ha evolucionado esa política fiscal de la que hablamos? Ha sido, ¿para peor o para mejor?

R: A mi juicio claramente para peor. Hay un dato muy significativo que doy en el libro y que he repetido en alguna otra entrevista. El primer IRPF de la democracia, establecido por un gobierno de UCD e inspirado por Enrique Fuentes Quintana, nada sospechosos ninguno de los dos de radicalismo izquierdista, tenía casi treinta tramos y un tipo marginal máximo de más del 65%, aun cuando había también un tipo medio máximo del 40% para el IRPF y conjunto del 55% para el IRPF y el Impuesto sobre Patrimonio. Y, lo que es más importante, se trataba de un impuesto sintético en el que pagaban por igual todas las rentas con independencia de su origen. Así fue, de hecho, hasta mediados de los 90. El IRPF actual sólo dispone de cinco tramos y el marginal máximo se sitúa más o menos, dependiendo de la Comunidad Autónoma, en el 45%, es decir, 20 puntos menos que en 1978. A lo que hay que añadir que las llamadas rentas del ahorro, esto es, básicamente rendimientos de capital y ciertas ganancias patrimoniales, tributan a un tipo máximo del 23%. En el IVA, el tributo indirecto más importante del sistema, la evolución ha sido justamente la opuesta: nació en 1986 con un tipo general del 12% que hoy se halla en el 21%, casi 10 puntos más. Hay, por supuesto, muchos otros cambios abiertamente regresivos. En el Impuesto sobre Sociedades, más gravedad que la reducción de tipos nominales, que también ha sido significativa, ha tenido la erosión creciente de las bases imponibles por el juego mal controlado de la contabilidad financiera y la fiscalidad y el manejo de bases negativas y de determinadas deducciones y exenciones. Impuestos como el de Patrimonio y el de Sucesiones y Donaciones se encuentran en vías de extinción y sometidos a la presión de campañas mediáticas y sociales favorables a su abolición basadas en muy buena medida en falacias. A pesar de alguna de sus disfunciones, que habría que corregir con la pertinente reforma, como los efectos perversos para muchas familias de la sobrevaloración catastral de inmuebles en zonas rurales, por ejemplo, se trata de dos tributos esenciales para la justicia del sistema. El Impuesto sobre Patrimonio podría cumplir, bien gestionado, una misión capital para la economía de forzar la movilización de recursos ociosos y el de Sucesiones mitiga la perpetuación de las diferencias de riqueza que se produce por el derecho de herencia. Es asombrosa la escasa batalla que ha presentado la izquierda en este campo, por no hablar de la asimilación por gran parte de la socialdemocracia de los postulados más conservadores. Y no sobrará señalar que la transferencia de su gestión a las Comunidades Autónomas ha estimulado una nefasta competencia fiscal a la baja que a la larga ha perjudicado a todos los territorios, aparte de diferencias de todo punto injustificables entre ciudadanos (por ejemplo, entre herederos según fueran de uno u otro territorio). Sinceramente creo que lo más racional es que en tributos como éste la competencia la conserve el Estado.

Aunque pueda parecer evidente. permíteme esta pregunta «tonta»: ¿a qué podemos llamar «fraude fiscal»?

R: Existen varios niveles de definición. Desde un punto de vista penal, en rigor hablaremos de fraude fiscal para referirnos al delito de defraudación tributaria, por lo que habrán de darse los elementos del tipo, en esencia que el importe dejado de pagar a la Hacienda Pública exceda de un umbral, hoy establecido en 120.000 euros para cada periodo fiscal, y que concurra dolo, que además ha de probarse, dado que, como es lógico, en este delito también rige el principio de presunción de inocencia. Otro nivel es el administrativo, que se diferencia del penal en que no es preciso superar un importe de impago de impuestos y en que tampoco es precisa la concurrencia de dolo. Pero sí la culpabilidad, aunque sea en grado de negligencia. Si cabe entender que el contribuyente ha puesto la diligencia necesaria en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales, la Administración podrá cobrarle lo que dejó de pagar por error o por una mala interpretación de la norma, pero no sancionarle, y no siendo sancionable el comportamiento de un ciudadano, tampoco a mi juicio se podría hablar aquí de fraude. De una manera todavía más amplia, cabría identificar el fraude fiscal con lo que se llama » evasión fiscal » , que alude a un impago de impuestos contrario a la ley, por contraposición a lo que se denomina » elusión fiscal » , que supone la reducción de impuestos basándose en la propia ley, con frecuencia en operaciones de sofisticada planificación económica que roza el fraude pero sin caer de manera abierta y clara en la ilegalidad. Y aquí reside el mayor problema de nuestro sistema y el reto de más enjundia de toda reforma: el volumen más cuantioso de pérdida de ingresos procede de operaciones de optimización fiscal que muy a menudo no pueden calificarse de defraudadoras en un sentido jurídico estricto y que, en consecuencia, no pueden tampoco recuperarse. Se precisa por tanto la creación de mecanismos antielusión que, por encima de la letra de la ley, consideren la evaluación de la capacidad económica, lo que a fin de cuentas es un mandato constitucional, es decir, de la ley de leyes.

¿Quiénes defraudan con más frecuencia y entusiasmo? ¿Cuál es el importe aproximado de fraude en España en estos últimos años?

R: Las cifras que se han dado de fraude fiscal en España varían mucho, y esa disparidad y la ausencia de unos cálculos oficiales fiables constituyen un grave problema. Desde un estudio de GESTHA, el sindicato de Técnicos de Hacienda, que hablaba 90.000 millones de pérdida anual de ingresos fiscales, aunque no se atrevieran a calificar la totalidad de esa cifra como fraude, a la cantidad calculada por el Consejo General de Economistas, que rondaba los 26.000 millones anuales, ha habido estudios que han arrojado resultados con enormes diferencias. La cuantificación exacta del fraude es por supuesto imposible, dado que el fraude proviene de rentas y activos ocultos, y que en tanto que tales no pueden contabilizarse, pero sí es posible realizar estimaciones. Una de las primeras medidas de una reforma a fondo del sistema debería contemplar la realización de un cálculo periódico oficial por el Estado de lo que los norteamericanos llaman la » brecha fiscal «, la diferencia entre lo que se debería recaudar y lo que de verdad se recauda, para que al menos tuviésemos constancia de los efectos de los cambios legales y reglamentarios que se acometan. Por otra parte, salvando el muy optimista estudio del Consejo de Economistas, todos los demás encuentran que la cuantía de fraude en España es colosal y se halla por encima de la media europea.

El mayor volumen de fraude se concentra sin duda en grandes fortunas y grandes grupos empresariales, que disponen de instrumentos jurídicos de evasión o de elusión que no están al alcance de la mayoría. Pero también hay un volumen considerable de fraude intermedio de profesionales o empresarios medianos, a menudo estrechamente entrelazado e incluso instrumental del gran fraude. El único ámbito en el que es muy exiguo es en el IRPF de las que se llaman «rentas cautivas», esto es, las de pensionistas y trabajadores por cuenta ajena, dado que su aportación principal le es retenida por sus pagadores antes de que declaren. Un dato muy singular es que en un estudio sobre IRPF difundido hace unos años por FEDEA (la Fundación de Estudios de Economía Aplicada) se llegaba a la conclusión de que la tributación de estas rentas se situaba en el 105% de la debida. Es decir, en realidad globalmente pagan más de lo que les corresponde, justo lo opuesto de lo que ocurre en cualquiera de las otras fuentes de renta gravadas, sean de actividades económicas, rentas de capital mobiliario o inmobiliario o ganancias patrimoniales.

Te pregunto ahora por el pago de los ricos en España. Descansemos un momento  

De acuerdo.

Fuente: El Viejo Topo, enero de 2019.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.