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Perú

La potencia indígena

Fuentes: Claridad

La mundialización actual del capital está predicada sobre la existencia de dos lógicas que coexisten en constante contradicción. Por un lado, está la aspiración a someter de facto la vida toda, en cada rincón del planeta, bajo el poder del capital. Para ello, el capital se ha propuesto la colonización real de medios y fuerzas […]

La mundialización actual del capital está predicada sobre la existencia de dos lógicas que coexisten en constante contradicción. Por un lado, está la aspiración a someter de facto la vida toda, en cada rincón del planeta, bajo el poder del capital. Para ello, el capital se ha propuesto la colonización real de medios y fuerzas de producción que hasta el momento había impactado sólo marginalmente en diversas regiones del planeta.

Ahora bien, por otro lado, hay que subrayar que dicha extensión real de su poder ha estado entretejida con otra realidad: la intensificación de la explotación del hombre por el hombre, así como la proletarización real de vastos sectores sociales que han sido sumados como productores dentro de ese gran taller ampliado de producción social capitalista en la que se ha convertido la sociedad toda. Y es a partir de esta segunda lógica, de primera intención trágica, por estar marcada por una creciente desigualdad social, que surge la potencia contestataria. La intensificación de la explotación ha potenciado, a su vez, como nunca antes las insurgencias críticas de esa versión del orden capitalista conocida como neoliberal.

Demasiadas veces nos olvidamos que el capital es, en ese sentido, una relación dinámica de poder entre una dimensión predominante, representada en términos generales por la hegemonía ejercida por la clase capitalista y, sobre todo, en estos tiempos por una hiperburguesía transnacional, y una dimensión muchas veces oculta, subyacente pero no menos real constituida por las potencias emancipatorias representadas por las fuerzas sociales reprimidas y marginadas por la primera. En la medida en que las condiciones opresivas de la producción social se hacen intolerables para el sostenimiento de la vida por esa mayoría subalterna, se potencian resistencias, forcejeos y, más importante aún en estos tiempos, propuestas concretas de contestación de la hegemonía que hasta ahora han disfrutado las clases capitalistas criollas, en gran medida intermediarias de los intereses expansionistas de la hiperburguesía global. Se forja así, golpe a golpe, una lógica cumulativa de poder constituyente de otro modo de vida. La tiranía de los dictados del capital, como expresión de los intereses particulares de los menos, se enfrenta así en un orden social de batalla con las aspiraciones de libertad y progreso común de los más.

Sin embargo, como bien advierte Álvaro García Linera en su magistral obra La potencia plebeya (CLACSO-Prometeo, 2008), para que esa potencia brote como bloque alternativo de fuerzas capaz de instituir una nueva hegemonía, democráticamente fundamentada, no basta «la sistemática expropiación del cúmulo de fuerzas anidadas en el trabajo». «Para que esa fuerza brote se necesita que los propios portadores corporales del trabajo vivo sean capaces de reconocerse, de desearse, de apropiarse material y directamente de lo que ellos hacen en común», puntualiza el destacado intelectual boliviano, hoy vicepresidente de un país que transita precisamente por ese proceso de construcción revolucionaria de lo nuevo a partir de las experiencias de lo común.

Ahora bien, lo antes expresado viene a la mente precisamente con motivo del actual conflicto que se ha escenificado en la Amazonia peruana ante el intento por el gobierno neoliberal del presidente Alan García de apropiarse «en el interés nacional», mediante la aprobación una serie de controvertibles decretos, de las tierras de los pueblos indígenas de la Amazonia. El propósito es su posterior entrega al capital transnacional, bajo los términos del Tratado de Libre Comercio (TLC) suscrito con Estados Unidos, para la explotación de los ricos yacimientos petrolíferos que contienen bajo su superficie. Dicha política ha sido responsable ya por la entrega al capital transnacional de sobre 44 millones de hectáreas, un 68 por ciento de la Amazonia peruana.

El cuestionable afán privatizador de Alan García pretende fundamentarse en la desacreditada idea de que el progreso en Perú sólo será el resultado de una gran inversión que sólo está al alcance del gran capital transnacional. Esta inversión necesita de propiedad segura que, según alega el presidente, hoy tan sólo «en apariencia» está en manos de los pueblos indígenas. En el caso del indígena, la «apariencia» de derecho propietario radica en que «no tiene formación ni recursos económicos, por tanto su propiedad es aparente», propone el jefe de gobierno peruano en un acto de magia jurídica en la que pretende así borrar, de golpe y porrazo, todo derecho propietario de los indígenas por ser pobres. En ese sentido, el Estado sólo está para amparar y reconocer como efectivos los derechos de los ricos. El que se opone, según Alan García, sólo «juega a la revolución» como parte de la «gran conspiración del comunismo internacional».

De ahí que hace aproximadamente 60 días el gobierno peruano sitia a miles de indígenas, concentrados en torno a la población amazónica de Bagua, con la orden de reprimir las protestas en la zona. Según Victoria Tauli, presidenta del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de Naciones Unidas, dicho estado de sitio llevó «a la suspensión de las libertades personales y políticas de los pueblos indígenas en la región amazónica, la criminalización de los líderes indígenas y de los defensores de los derechos humanos y la creciente militarización de los territorios indígenas».

El indígena queda a merced de hacer valer, por la fuerza de su lucha, la efectividad de sus derechos. Por eso le va literalmente la vida en esa lucha. Como bien dice Salomón Aguanash, presidente del comité de lucha que lideró las acciones en Bagua, en entrevista a la agencia IPS : «Nuestro territorio es nuestro mercado, nuestra madre. Nosotros no tenemos supermercados como las grandes ciudades sino que tenemos que recorrer dos o tres días para cazar animales y buscar nuestra comida en el bosque. Todo lo que necesitamos para nuestra sobrevivencia está ahí. Por ello es que lo defendemos con nuestras vidas».

Dirigidos por la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP), integrada ésta por 57 federaciones y organizaciones territoriales que representan unas 1,350 comunidades, los nativos amazónicos demandan del gobierno la derogación permanente de la docena de decretos con las que se pretende validar la apropiación indebida de las tierras indígenas para fines privados. Según la AIDESEP, dichos decretos violan los legítimos derechos patrimoniales de los pueblos indígenas, así como su derecho a ser consultados en cualquier caso de quererse intervenir con dichos derechos. Sus alegaciones han sido avaladas por dictámenes de la gubernamental Comisión de la Constitución del Parlamento, la Defensoría del Pueblo y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre otros.

El presidente de AIDESEP, Alberto Pizango, quien se vio obligado a asilarse en la embajada de Nicaragua ante la represión oficial, dramatiza la indefensión jurídica en la que el presidente de Perú pretende colocar a los pueblos indígenas: «No somos animales, hasta los insectos tienen más derechos que nosotros».

Por su parte, el líder indígena Aguanash señaló: «No rechazamos el desarrollo, queremos el progreso, pero hace tiempo nos han separado como si perteneciéramos a otros países, no nos han tomado en cuenta. No nos han traído el desarrollo agrario ni económico con sus propuestas». Y abunda: «Nosotros desconocemos el tipo de desarrollo que nos ofrece el presidente, porque no es sostenible y atenta contra la Amazonia que es patrimonio de todos. Por eso, si el gobierno insiste en marginarnos y en no derogar los decretos, ya no vamos a bloquear carreteras sino vamos a poner nuestro hito (límite) para establecer hasta donde las autoridades puedan ingresar en nuestros territorios».

Se enfrentan así dos concepciones del derecho de propiedad, identificada cada una con una concepción propia de la soberanía. Por un lado, el derecho de propiedad burgués, propia de la soberanía erigida en función del interés del capital y apuntalada por el Estado hobbesiano de las elites nacionales e internacionales; y, por otro lado, el derecho de lo común, en este caso del bien o propiedad común, propio de la soberanía popular o comunitaria, afincada en la democracia radical, aquella que sólo se realiza en su imperativo absoluto como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En torno a los diferentes modos de propiedad se cristalizan, pues, modos alternativos de vida.

En fin, la historia de la lucha de clases se coagula hoy en torno a luchas concretas como ésta. Sus posibilidades redentoras anidan precisamente sobre los hombros de este sujeto colectivo proletarizado, encarnado en el indígena, que desde sus raíces étnicas y comunitarias le imprime a la historia nuestra de cada día un inusitado ímpetu que aspira a otra forma del progreso, sin exclusiones de unos seres humanos por otros. Se ha puesto así sobre el tapete la centralidad estratégica de la comunidad como punto de partida de una transformación radical de la sociedad más allá de la lógica torcida del gran capital. «De hecho -sentencia García Linera en su obra antes citada- en países como los latinoamericanos, a estas alturas, la posibilidad de una auténtica insurgencia contra el dominio del capital resulta impensable al margen de la clase comunal y de su lucha por universalizar la racionalidad social comunal que la caracteriza».

El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».