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La problemática del sujeto y los desafíos para la teoría de la educación

Fuentes: biblioteca.filosofia.cu

El concepto de educación es más amplio que el de enseñanza. No apunta sólo al aprendizaje de conocimientos, sino al análisis del conjunto de todas las estructuras e instituciones que condicionan la formación de la subjetividad de las personas, sus procesos de socialización e individuación, el desarrollo de sus potencialidades y capacidades. El objetivo de […]

El concepto de educación es más amplio que el de enseñanza. No apunta sólo al aprendizaje de conocimientos, sino al análisis del conjunto de todas las estructuras e instituciones que condicionan la formación de la subjetividad de las personas, sus procesos de socialización e individuación, el desarrollo de sus potencialidades y capacidades. El objetivo de la educación, entendida en esta acepción abarcadora, es el de contribuir a la formación de seres humanos imbuidos de aquellos valores que consideramos positivos. La siguiente formulación de Federico Mayor es indicativa al respecto: Educar es más que informar e instruir; es forjar la mente y el carácter de un ser humano y dotarlo de autonomía suficiente para que alcance a razonar y decidir con la mayor libertad posible, prescindiendo de influencias ajenas, de tópicos y lugares comunes. Es fomentar el desarrollo de una vida espiritual propia y diferenciada, de gustos y criterios auténticos. [1]

Es evidente que esta concepción sobre la educación parte de un supuesto que convencionalmente podemos llamar «filosófico»: asumir al individuo como un ente dotado de la capacidad de actuar, de determinar racionalmente los objetivos y modos de su actividad, y de conformarse a sí mismo en la medida en que conforma su entorno. Actividad, racionalidad y auto-creación son tres principios básicos sin los cuales sería imposible fundamentar una teoría de la educación. Los mismos que se han intentado expresar en forma sistematizada por la filosofía con la categoría de sujeto desde hace más de 300 años. La problemática del sujeto, por lo tanto, resulta ser un punto de confluencia entre la teoría de la educación y el pensamiento filosófico. Esta confluencia encontró clara expresión en la Ilustración, que se pensó a sí misma como un movimiento filosófico encaminado al perfeccionamiento del individuo y la sociedad. La definición presentada por Kant es bien clara al respecto: Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su propia inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse de sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio conocimiento! Este es, pues, el tema de la Ilustración. [2] Las similitudes entre este pasaje de Kant y el anteriormente citado de Federico Mayor, pese a los dos siglos que separan a sus autores, demuestran que la pretensión a la madurez [3] del individuo (entendida como autodeterminación racional) se ha mantenido como un principio irrenunciable, que funciona como elemento común que articula la reflexión filosófica con la educativa, y convierte al tema del sujeto en un aspecto de común atención.

Kant reformuló la filosofía en términos de teoría crítica precisamente al redefinir el objeto de estudio de la filosofía en torno a la problemática del sujeto. La famosa «revolución copernicana», operada por este pensador a fines del siglo XVIII, implicó la convicción de que la filosofía, para dejar de ser especulación, tenía que centrar su reflexión en el análisis de las condiciones de posibilidad y los límites de las facultades racionales del sujeto. Desde entonces, la problemática del sujeto se convirtió en el centro de una reflexión filosófica de nuevo tipo.

Pero el sujeto no es sólo bien común a la filosofía y la teoría de la educación. En los últimos años, el recurso al sujeto forma parte sustancial no sólo del universo conceptual de ciencias sociales como la psicología y la ética, sino también de la teoría política y del discurso político de izquierda. Desde este se invoca la necesidad de que las masas populares se conviertan en sujetos políticos y sociales, de contribuir a la estructuración de estos sujetos, etc. Curiosamente, sin embargo, ahora que el término sujeto, que fue creado por la filosofía, goza de una aceptación y utilización que la trasciende a ella e incluso al campo del pensamiento teórico, existe otra vertiente de la producción filosófica contemporánea que lo rechaza, acumulando sobre él todo tipo de acusaciones. Las así llamadas «teorías de la postmodernidad» impugnan la categoría de sujeto, identificando este instrumento conceptual con el pensamiento totalitario y con prácticas políticas represivas y uniformizadoras. ¿Por qué este ataque desde la filosofía (o por mejor decir, desde una cierta filosofía) al sujeto, y qué consecuencias tiene para esa «pretensión a la madurez», tan cara a la teoría crítica y a la teoría de la educación?

 

La problemática del sujeto en la teoría crítica.

La categoría de sujeto es el resultado más significativo de la filosofía moderna. Entendemos por filosofía moderna la que surge a fines del siglo XVI como expresión específica de los intereses de la naciente burguesía. Al crear la figura conceptual del sujeto, esta filosofía manifestaba su rechazo a la ideología clerical-feudal y su interpretación del hombre como ser pasivo y subordinado a un orden invariable por divino. Con el término sujeto se quiso expresar la capacidad activa y transformadora del ser humano, el carácter racional de su actividad y su pensamiento. Más que hablar de la categoría de sujeto, debemos referirnos a la problemática del sujeto, pues en este concepto se anudan e interrelacionan un conjunto de temas fundamentales del filosofar moderno, tales como la cuestión de la razón y la racionalidad, de la actividad y la práctica, de la totalidad y de la enajenación.

La concepción de Descartes puede ser tomada como paradigmática de la interpretación clásica del sujeto que se fijó inicialmente en la filosofía moderna: el sujeto como ente autocentrado, incondicionado, omnipotente, transperente, absolutamente racional. La filosofía moderna estableció como cometido el estudio de la relación de apropiación cognoscitiva del objeto por el sujeto. Kant marcó un hito al destacar que para poder aprehender la esencia de ese proceso, era preciso abandonar la concepción cartesiana del sujeto autocentrado para reflexionar sobre los elementos que condicionan la actividad gnoseológica del individuo. Con ello elevó la reflexión filosófica sobre el sujeto a un estadio superior. La filosofía para poder realizar su cometido, tenía que convertirse en filosofía crítica. Hegel retomó esta idea, y la concretizó aún más. A diferencia de Kant, que entendía las estructuras que condicionaban la actividad racional del hombre como estructuras a priori, existentes desde siempre en la razón humana, Hegel las interpretó como estructuras históricas, que cambiaban con la evolución de la sociedad. Esas estructuras históricas condicionaban no sólo la actividad cognoscitiva, sino toda las formas de subjetividad social. El programa filosófico hegeliano constituyó un parteaguas en la historia del pensamiento teórico: la filosofía crítica debía estudiar la totalidad de los modos de objetivación de los individuos para poder aprehender las determinaciones esenciales de sus formas de subjetivación. Toda la historia posterior de la filosofía ha sido un debate en torno a la pertinencia o no de este programa, y de sus vías de realización.

Marx asumió este programa, y lo desarrolló reformulando los términos de su planteamiento. Destacó el carácter no sólo histórico, sino también social de las estructuras condicionadoras de la actividad humana. Entendió esta actividad no sólo como actividad espiritual, sino como actividad material, como práctica, y colocó la interpretación dialéctico-materialista de la producción en el centro de su teoría. Esas estructuras sociales que condicionan la actividad humana son, a la vez, resultado de esta. Al producir su vida material, los hombres establecen entre ellos una red de relaciones sociales, que condicionan a la vez sus formas de subjetividad. Esas relaciones sociales son tanto (y simultáneamente) relaciones de los hombres con los objetos (relaciones objetuales) como relaciones de los hombres entre sí (relaciones intersubjetivas). Con esto, se transitó un escalón decisivo en la conceptualización crítica sobre el sujeto: en primer lugar, se pasó de la concepción sobre El Sujeto (con mayúscula y en singular) a la conceptualización sobre los sujetos (en minúscula y en plural); en segundo lugar, la superación de la trascendencia y a la vez la despersonalización de la imagen del sujeto. Marx no entendió al sujeto como un principio ideal (al estilo del Espíritu Absoluto hegeliano) ni lo identificó con el individuo. Los sujetos no son simplemente los individuos, entendiendo por tales a entes dados de una vez para siempre, creadores demiúrgicos de la realidad, sino los individuos entendidos como nudos de relaciones sociales, productos a la vez que productores, creadores de esas relaciones sociales a la vez que objetos de la acción de esas fuerzas.

La teoría marxiana significó un momento importante en el ataque a la concepción cartesiana del sujeto autocentrado, pero ataque que se mantuvo dentro de los marcos de una teoría crítica que se entendía a sí misma no como negación sino como superación de los objetivos de la filosofía moderna y de la Ilustración. Albrecht Wellmer destaca otros tres embates importantes al cartesianismo en la cuestión del sujeto: la crítica psicoanalítica, la crítica lingüística y la crítica a la razón instrumental. [4] Todas estas críticas intentaban superar la especulación en la interpretación del sujeto, concretizar su conceptualización, pero no negar su importancia como instrumento teórico. Pero en los últimos decenios se ha manifestado en la filosofía otro tipo de embate, dirigido no a la interpretación cartesiana del sujeto, sino al rechazo total de este concepto – o por mejor decir, a la problemática expresada en forma concentrada en el mismo.

 

El ataque de las teorías de la postmodernidad.

Postmodernidad y postmodernismo son conceptos muy utilizados en la actualidad. Comúnmente se entiende por «postmodernismo» a un conjunto de proposiciones, valores o actitudes que, independientemente del grado de su validez teórica, no puede negarse que existen y funcionan ideológicamente como parte de la cultura, la sensibilidad o la situación espiritual de nuestro tiempo. [5] El rechazo a la totalidad y a los «grandes relatos», el culto al fragmento y a la diferencia, los usos del desorden, la ironía, el relativismo, la actitud lúdica, el desánimo, son rasgos de esta sensibilidad. ¿A qué se debe la existencia y difusión de esta situación espiritual? Para algunos, el postmodernismo se corresponde con la existencia de una nueva época, la postmodernidad, por la que entienden a un período histórico distinto a la modernidad en el sentido de que los nuevos tiempos se sustraen a la lógica de desarrollo que imperaba en aquella.

Para poder dirimir si realmente la existencia del postmodernismo como fenómeno cultural implica la muerte de la modernidad y la existencia de la postmodernidad, es preciso aclarar el concepto de modernidad. Aquí encontramos dos interpretaciones diferentes. Una, muy extendida, arranca de Weber, y se afianzó en una lectura selectiva de las ideas expresadas por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Entiende a la modernidad exclusivamente como racionalización creciente, normalización y dominio de estructuras sociales represivas, como expansión ilimitada de una racionalidad hostil al individuo. Pero esta es una interpretación unilateral, que toma en cuenta solamente un aspecto de la modernidad. Considero más adecuada una segunda línea interpretativa, que arranca con Hegel y se continuó con Marx, y más recientemente con pensadores como Karl Polanyi, Anthony Giddens y Alain Touraine [6] , y en la que se entiende a la modernidad tomando como punto de partida su ambivalencia y su tensionalidad interna. La modernidad es entendida como la época histórica que se abre con el desarrollo del modo de producción capitalista y que tiene como su acta de nacimiento a la Ilustración y a la Revolución Industrial. La lógica de la explotación capitalista impone el carácter dual de la modernidad: por un lado impone la racionalización y por el otro provoca el desarrollo de la subjetividad.

Es evidente que podemos negar la existencia de una época postmoderna, animada por una lógica diferente a la del capitalismo. Como convincentemente argumenta Giddens, no vivimos el fin de la modernidad, sino la agudizacion de sus características y contradicciones. [7] Es interesante apuntar que el máximo difusor del concepto de postmodernidad, el francés J. F. Lyotard, ha destacado siempre que entiende la postmodernidad no como una época histórica posterior y diferente a la modernidad, sino como un fenómeno cultural dentro de la modernidad. En 1987 afirmó que …el término postmodernidad es un falso nombre, un seudónimo que tomé inicialmente de los arquitectos italianos y de una determinada corriente de la crítica literaria norteamericana. … Yo diría que se trata de algo que ha estado siempre inscrito en la modernidad… Y un año más tarde agregaría: La postmodernidad no es una nueva edad, sino la reescritura de algunos de los rasgos de que se reclama la modernidad, y ante todo de su pretensión de fundar su legitimidad en el proyecto de liberar a la humanidad como un todo a través de la ciencia y la tecnología. Excepto que, como ya he dicho, este reescribirse a sí misma lo viene practicando la propia modernidad desde hace mucho tiempo. [8]

Esta segunda cita me parece importante. Más allá de su valoración sobre el carácter de la época actual, las teorías de la postmodernidad rechazan a la modernidad (y en ocasiones proclaman su fin) debido al fracaso de su proyecto de liberación de la humanidad mediante el alcance de la autonomía racional. El concepto de sujeto, punto central de ese proyecto, es también vértice en el que concentran sus ataques. Las ideologías de la modernización cifraron en el despliegue de la capacidad cognoscitiva y productiva del sujeto la garantía del advenimiento de una sociedad mejor. Pero ocurrió todo lo contrario: el desarrollo de la ciencia y la técnica no trajeron la felicidad, sino la destrucción y la alienación del individuo. Las teorías postmodernas se consideraron legitimadas a proceder a la demolición de todas aquellas nociones mayestáticas (tales como las de Verdad, Sujeto, Fundamento) que han protegido siempre los flancos de los discursos y las prácticas totalitarias. Al rechazar estas ideologías, procedieron a impugnar lo que consideraban los fundamentos conceptuales de la represión, olvidando que estas figuras conceptuales, tratadas y entendidas de otro modo, constituían también los pilares teóricos de cualquier proyecto liberador. Sánchez Vázquez ha señalado que el carácter de las teorías de las postmodernidad se capta sobre todo a través de aquello que rechazan, [9] y hace un recuento de sus negaciones fundamentales: ellas niegan el proyecto de emancipación, a los que califican de «metarrelatos carente de legitimación»; niegan el concepto mismo de fundamento, planteando la imposibilidad de fundamentar racionalmente cualquier proyecto de reconstrucción de lo social; por último, descalifican la acción, con lo que niegan al sujeto, pues el sujeto es acción (y viceversa) y proclaman la muerte del sujeto.

Al proclamar la «muerte del sujeto», las teorías de la postmodernidad continúan los ataques de las corrientes del postestructuralismo francés al sujeto. Pero aquí es preciso hacer dos salvedades. En primer lugar, las numerosas teorías producidas en Francia entre fines del cincuenta y mediados de los setenta de este siglo, y denominadas convencionalmente como «estructuralismo» y «postestructuralismo», tenían como objetivo retomar una idea tan vieja como la teoría crítica misma: destacar el carácter condicionante de las estructuras sociales objetivas sobre la actividad de los hombres. Al atacar al sujeto, buscaban impugnar (con mayor o menor fortuna) una utilización de esta figura conceptual que estaba presente y reinante en las ciencias sociales (sobre todo la historia), que asumía al individuo como «sujeto constituyente transhistórico». [10] Pero no todo el estructuralismo o postestructuralismo asumió las posiciones irracionalistas que fueron después típicas de las teorías de la postmodernidad. Y esta es la segunda salvedad hacia la que quiero llamar la atención. Alex Callinicos ha destacado con toda razón que con el término «postestructuralismo» agrupamos dos líneas distintas pero relacionadas de pensamiento. Una, «textualista», representada por Derrida, que estudia solamente las prácticas discursivas y que considera que los discursos constituyen al sujeto (con lo que el sujeto termina siendo una simple invención narrativa), y otra, llamada «postestructuralismo mundano» (concepto que Callinicos toma de Edward Said) que estudia la articulación de las prácticas discursivas y las no discursivas, y que tiene su más conspicuo representante en Michel Foucault. [11] Las teorías de la postmodernidad son herederas solamente de la primera forma, «textualista», del postestructuralismo.

Es preciso destacar el carácter esencialmente reaccionario y desmovilizador de la actividad transformadora que tienen las teorías de la postmodernidad. La critica postmodernista absolutiza el potencial destructivo de la modernidad. No tienen en cuenta que las críticas que se le hacen a la modernidad arrancan de la ambivalencia de esta, de su carácter liberador a la vez que instrumentalizador. Su rechazo al concepto de sujeto (y a toda la problemática asociada a la misma) se apoya en procesos reales: la disolución de la subjetividad, la fragmentación del individuo, provocadas por la modernización capitalista, la división del trabajo y la disolución de la individualidad por la cosificación de su existencia. Pero sólo tienen en cuenta el aspecto alienante de la modernidad, olvidando sus elementos constructivos de subjetividad.

 

La superación del planteamiento postmoderno.

Pero afirmar el carácter unilateral de la ideología postmoderna no nos autoriza a ignorar la significación de su rechazo a la modernidad y sus consecuencias para la interpretación del sujeto. Es preciso asumir críticamente su crítica de la modernidad, y no desecharla a la ligera. Por eso es importante hacer la distinción entre «postmodernismo», como fenómeno espiritual, y las teorías de la postmodernidad, como rechazo a la modernidad desde la derecha. David Harvey señaló que es preciso entender al postmodernismo como una forma de cultura, como una sensibilidad y una práctica social que a la postre dimanan de las características del nuevo capitalismo multinacional. [12] Por su parte, Jameson situó al posmodernismo dentro de la reestructuración general de la cultura que se ha producido con el desarrollo del capitalismo tardío, como nota dominante de una cultura capitalista avanzada que ha tematizado aspectos críticos de la vida moderna. [13] Despojándola de su falsa auto-percepción, el postmodernismo puede sernos útil para el desarrollo de la tematización del sujeto. Como afirma Zygmunt Bauman, … la condición postmoderna puede ser descrita, de una parte, como una modernidad emancipada de la falsa conciencia, y de la otra, como una nueva clase de condición social marcada por la institucionalización de los rasgos que la modernidad – en sus diseños y prácticas directivas – ha tratado de eliminar y, al no poder lograrlo, ha pretendido ocultar. [14]

Si bien las concepciones del postmodernismo han de ser tenidas en cuenta en tanto expresan el rechazo a una lógica cultural que impone la homogeneización desde arriba, y como forma de concientización del carácter unilateral y opresivo de los procesos de modernización capitalista, es indispensable destacar que ellas carecen, por sí mismas, del vigor suficiente para servir como fundamento para articular una teoría de la educación que, por su adecuación a las nuevas demandas de nuestro momento histórico, permita eslabonar estrategias efectivas no ya de mera resistencia a aquella lógica cultural, sino de construcción de una contrahegemonía eficaz. ¿Cómo entonces establecer con ellas esa relación de rechazo a la vez que de utilización de sus momentos racionales? Axel Honneth propone un método para dialogar con las teorías sociales postmodernas: tomar seriamente sus contenidos referidos al diagnóstico de la era presente, pero confrontándolos críticamente con el sistema de referencia normativo dentro del cual describen y evalúan los nuevos procesos. [15] Honneth destaca que ellas observan correctamente las tendencias de desarrollo, pero estas sólo pueden ser entendidas si se abandona la perspectiva postestructuralista. Las teorías sociales postmodernas reaccionan ante todo a los cambios que se han efectuado en los últimos años en la infraestructura comunicativa de las relaciones intersubjetivas, cambios que conducen a la anomia y la alienación humanas. Estas teorías mantienen el diagnóstico pesimista propuesto por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Pero, paradójicamente, le conceden a la diagnosticada combinación de erosión cultural y pérdida individual de autenticidad una interpretación positiva, y a menudo afirmativa. Esto se debe a que analizan estos procesos sobre el trasfondo de lo que Honneth llama «un concepto estético de libertad personal», de corte típicamente nietzscheano. Ven en la desintegración de todas las formas hasta ahora existentes de cohesión (familia, patria, identidad étnica, etc.) la posibilidad de un despliegue de las peculiaridades individuales, que han sido reprimidas por aquellas formas tradicionales de identidad. Ven en la destrucción de los lazos sociales humanos hasta ahora existentes, la posibilidad de expansión de la libertad del individuo. La referencia a Nietzsche por parte de Honneth no es casual, pues como acertadamente señala, esta interpretación se basa en una idea de la auto-creación individual influida fuertemente por las concepciones de aquel filósofo alemán.

Es indudable que las formas tradicionales de identidad contienen elementos que traban el desarrollo libre de la subjetividad individual, y que los procesos de ruptura de las mismas provocados por el despliegue del capitalismo ejercen en este sentido una influencia positiva, pero no es menos cierto que los seres humanos no pueden encontrar formas liberadoras de recomposición de su identidad exclusivamente en si mismos y en sus procesos individuales de apropiación estética de la realidad, sino únicamente en la reconstrucción efectiva de sus lazos sociales con formas de vida colectiva signadas no por la asimetría y la dominación, sino por la justicia y la igualdad. Por ello es preciso remontar el fundamento conceptual de estas teorías postmodernas, y repensar las complejas relaciones entre sujeto, individuo y subjetividad.

La cuestión filosófica decisiva debe entonces plantearse así: ¿cuáles conclusiones han de extraerse del hecho de que el ser humano no puede seguirse entendiendo como sujeto completamente autodeterminado? A esta pregunta solo es posible encontrar una respuesta adecuada si se abandona el rechazo absoluto de las teorías postmodernas a la modernidad y se tienen en cuenta los procesos contradictorios, pero orgánicamente vinculados que ella trajo aparejados para el despliegue de la subjetividad. Las críticas justas a los efectos alienadores de los procesos de modernización capitalista no nos pueden llevar a ignorar el carácter dialéctico de la modernidad y a abandonar la problemática del sujeto. Ni la renuncia al sujeto ni el retorno a la concepción acrítica del mismo que lo asumía como ente transhistórico son soluciones sostenibles. Es preciso tematizar al sujeto apoyándonos en dichas críticas, en vez de en contra de las mismas. ¿Cómo ha de ser este replanteamiento de la cuestión del sujeto?

 

Los desafíos para una retematización del sujeto.

Cornelius Castoriadis escribió una vez lo siguiente: El sujeto no tiene que regresar, porque nunca ha partido. Siempre ha estado ahí, no como substancia, sino como cuestión y como proyecto. Pese a toda la artillería conceptual desplegada en su contra por el irracionalismo postmoderno, la centralidad de la problemática del sujeto sigue siendo, ahora como antes, principio irrecusable de toda reflexión animada por la pretensión de madurez, pretensión sin la que, a su vez, es impensable, desde la época de la Ilustración, una teoría que tenga por objetivo la liberación del ser humano. Para una teoría de la educación que incorpore el impulso crítico presente en la reflexión sobre el hombre y su mundo, el planteamiento del tema del sujeto es elemento constitutivo. Pero no puede asumirse en la forma clásica, entendiendo al sujeto como substancia, es decir, como ente dotado de significación por sí mismo, autocentrado y transhistórico. Pero el rechazo a esta interpretación del sujeto (que arrancó con Marx y continuó con el psicoanálisis, la lingüística, la crítica a la razón instrumental y las búsquedas del estructuralismo y el postestructuralismo) nos puede conducir, si no es tomada adecuadamente, por tres sendas equivocadas. Una es la tomada por la ideología de la postmodernidad, que concluye rechazando la problemática del sujeto. Una segunda vía es la de aquellos que, intentando evitar el abismo postmodernista, dan un rodeo evadiendo a la teoría crítica y retoman la figura del sujeto fuerte, del sujeto-substancia. Por este camino sólo llegamos a los fundamentalismos, tanto de derecha como de izquierda. Como los extremos siempre se tocan, es una posición común, irónicamente, tanto al neoconservadurismo contemporáneo como a ciertas posiciones de un romanticismo revolucionario caracterizadas acertadamente por Heinrich Schäfer como «izquierda cartesiana». [16] La tercera senda errada es la que pudiéramos bautizar como la de la «desmedulación del sujeto». Se asume la figura del sujeto, pero se le identifica sin más con el individuo. Se trata también de una salida falsa, que tiene sus raíces en la actual eclosión individualista que el propio desarrollo del capitalismo provoca. Se hace coincidir la «muerte del sujeto» con la apoteosis del individualismo. Se despide al homo politicus y se intenta sustituirlo por el homo psychologicus. Una posición que, en esencia, coincide con la concepción estetizada del individuo sobre la que nos alertara Honneth.

El reto entonces se nos presenta así: ¿Cómo recomponer la figura del sujeto y de su autonomía sin que ello implique el regreso a una metafísica de la subjetividad? No pretendo dar una respuesta exhaustiva y definitiva a esta cuestión (no creo que nadie pueda ni desee darla). Pero en la medida en que conozcamos como no se puede enfrentar adecuadamente este desafío, ya hemos avanzado un trecho importante. Como afirmara Marx en 1842, la verdadera crítica … no analiza las respuestas, sino las preguntas. [17] Y lo hace problematizando la pregunta, convirtiéndola en una serie de cuestiones que han de servir como puntos de partida para una reflexión siempre abierta e inacabada, como desafíos al pensamiento. Identificar los desafíos ya es un primer paso hacia su adecuado planteamiento.

Una primera cuestión apunta a la necesidad de diferenciar entre sujeto, subjetividad e individuo. Es un momento indispensable, si queremos evitar lo que más arribe denominé como «desmedulación del sujeto». Todo individuo tiene subjetividad, pero no todo individuo es un sujeto. Una interpretación no positivista, sino dialéctica del sujeto, tiene que asumir el contenido de esta categoría como función y expresión de una totalidad (en este caso, la totalidad social), no como ente fijo, conformado de una vez, identificable con un conjunto rígido de características o propiedades, cosificado, asumido como substancia, sino como plasmación fluida y cambiante de un sistema de relaciones sociales caracterizada por su capacidad de acción y de autoproducción. Ni el sujeto es algo situado por encima del individuo y de la historia, ni es el individuo. Precisamente la intención de la filosofía crítica y de una teoría crítica de la educación ha de ser la de revestir a todo individuo con la capacidad de ser sujeto, es decir, de conformar consciente y autónomamente su vida, capacidad de la que usualmente no disfruta, o lo logra sólo en un sentido muy limitado. Es preciso reconstruir la subjetividad de modo tal que incluya esos poderes trascendentes al individuo como condiciones constitutivas de la individualización y a la vez como resultados de la interacción de los individuos. La autonomía de los individuos ha de entenderse no en oposición a, sino como forma organizacional particular de las fuerzas sociales que, por otro lado, condicionan su subjetividad. Ello implica la necesidad de desarrollar un concepto de sujeto basado en una teoría de la intersubjetividad [18] (lo que, por otra parte, no es otra cosa que continuar el programa marxiano, aunque algunos no quieran admitirlo).

Una segunda cuestión se desprende de la anterior. Si los individuos no logran ser autores autónomos de sus vidas, ello se debe a que determinados objetos sociales asumen el papel de sujetos, y conforman la vida de las personas, alzándose ante ellos como entes cosificados que los dominan y los subyugan. En esta dirección se mueven las ideas formuladas por Jürgen Habermas en su opúsculo «Las tareas de una teoría crítica de la sociedad», publicado en 1981 a manera de conclusiones en su extenso libro Teoría de la Acción Comunicativa. Si bien no comparto los elementos fundamentales de la teoría habermasiana, creo que las tareas que allí se señalan siguen siendo esenciales. Fundamentalmente son cuatro, que presento brevemente: necesidad de especificar el concepto de reificación; realización del análisis de los potenciales de resistencia a la reificación de la conciencia; diferenciar los potenciales emancipatorios de los potenciales de resistencia; reflexionar sobre la construcción de constrainstituciones que desarrollen esos potenciales. Estas cuatro tareas giran en torno al problema de la cosificación de la realidad social y de la conciencia del sujeto, y la necesidad de establecer constelaciones de relaciones sociales que no se limiten a resistirse a la dominación, sino que sean capaces de enfrentarse adecuadamente a esta, estableciendo y ampliando espacios que, usando una terminología gramsciana, podemos calificar de espacios de contrahegemonía. La referencia que hago aquí a Gramsci no es casual, sino porque creo que las concepciones de Gramsci sobre la hegemonía y la construcción de la contrahegemonía contribuyen, mucho mejor que las teorías habermasianas, a cumplimentar estas tareas.

Establecer con claridad el perfil de la autonomía del sujeto constituye un tercer desafío a tener en cuenta. Ello sólo es posible si se toma el principio de la intersubjetividad – tal como se apuntó más arriba – como elemento rector de la reflexión sobre el sujeto. Es preciso romper con un pensamiento de corte «identificador», que busca definir al sujeto identificándolo con un correlato ontológico dado, fijo, transhistórico (el individuo, el espíritu absoluto, la etnia, la nación, etc.), y aprehenderlo – desde una perspectiva dialéctica – como un sistema de relaciones sociales. La esencia social de las relaciones en las que existen los individuos viene dada porque estas son relaciones con objetos y relaciones con otros individuos a la vez. Este a la vez no significa una mera coincidencia espacial y/o temporal, sino una unidad orgánica. Los individuos se relacionan entre si no en forma directa, sino mediada. Mediada por las relaciones que establecen con objetos. Objetos que no son cosas (aunque las apreciemos como tales) sino el producto de la actividad de los individuos, y en tanto tales expresan la subjetividad socialmente existente y no son más que la cristalización del sistema de relaciones sociales que condiciona esa subjetividad social. Esos objetos, expresión de la intersubjetividad social, funcionan a al vez como elementos mediadores y condicionadores de esa intersubjetividad y de las subjetividades individuales. Objetos reificados y reificadores, condicionarán la existencia de un modo de subjetividad social que obstruya el camino hacia la consecución de la autonomía, objetivo esencial de la teoría crítica (filosófica o educativa, a estas alturas de la reflexión ya esa distinción no es esencial). Es en este punto donde los aportes teóricos de Gramsci y de Foucault – dos autores que, pese a sus diferencias epocales, de historias de vida, etc., tienen muchos puntos en común [19] – devienen indispensables. Tanto la teoría de la hegemonía como la del saber/poder confluyen en el interés de entender a los individuos no como elementos dados de antemano, sino siempre como resultados – nunca definitivos – de procesos históricos particulares. Es preciso entender el episteme hegemónico desde el que se condiciona nuestra subjetividad. A la luz de estas concepciones, y de la propia experiencia histórica de este siglo que termina, pensar a los sujetos como intersubjetividad y precisar el perfil de su autonomía significa necesariamente reconsiderar el modo clásico en el que, hasta ahora, entendíamos la relación entre educación y estructuras de poder. El ser humano se objetiva a través de un conjunto de prácticas, discursivas y no discursivas. Estas prácticas están siempre mediadas por «instancias de verdad», estructuras que valoran, le dan un sentido y una orientación a las diversas formas de objetivación de la persona. Esas «instancias de verdad» son la esencia del poder, y por lo tanto de su reproducción. Estas tesis constituyen una importante plataforma para reflexionar en torno al tan llevado y traído tema de las identidades. Con toda razón, hemos hecho de la cuestión de la identidad un tema central en nuestra lucha contra un modo de dominación que no es sólo económico, sino sobre todo cultural. Pero debemos tener en cuenta que la tarea de fondo no es la de defender las identidades ya existentes, sino la de reconstruirlas en consonancia con un proceso liberador y desenajenante. La teoría crítica ha de contribuir al esfuerzo de producir nuevas formas de subjetividad, irreductibles a los efectos de la dominación, lo que implica desprenderse de las formas de subjetividad (y por ende de identidad) que las instituciones enajenantes (el Estado, el mercado capitalista, etc) impusieron a los individuos, reproblematizando las técnicas de producción de las identidades. Y ello conduce a un cuarto desafío, que voy a identificar utilizando el concepto acuñado por Douglas Kellner: la necesidad de la repolitizar a la teoría crítica, [20] tesis con la que apuntaba a la necesidad de superar el déficit político que ha aquejado a la teoría crítica y desarrollarla en el sentido de la realización de análisis concretos que tributen a la formación de constelaciones de prácticas liberadoras.

Como señalara Alain Touraine, la superación de la dominación total exige la movilización de sujetos totales. Una teoría crítica educativa que trabaje en el sentido de enfrentar los desafíos señalados no puede menos que proporcionar una significativa contribución a este objetivo.

 

Notas
[1] Prólogo de Federico Mayor a La educación superior en el siglo XXI. Visión de América Latina y el Caribe. Ediciones CRESALC / UNESCO. Caracas, 1997, pág. 7.

[2] Ver de este autor su texto «¿Qué es la Ilustración?», en: Immanuel Kant, Filosofía de la Historia, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1989, p. 25.

[3] Concepto que tomo de Hans Heinz Holz. Ver de este autor su artículo «Zeichen der Gegenaufklärung», en: Manfred Buhr (ed), Enzyklopädie zur bürgerlichen Philosophie im 19 und 20 Jahrhundert, Bibliographisches Institut, Leipzig, 1988.

[4] Véase: Albrecht Wellmer, «La dialéctica de la modernidad y la postmodernidad», en: Modernidad y Postmodernidad, compilación de Josep Picó, Alianza Editorial, Madrid, l992; en especial de la p. 116 a la 131.

[5] Adolfo Sánchez Vázquez, «Posmodernidad, posmodernismo y socialismo», en: Revista Casa de las Américas, año 30, nr. 175, julio-agosto 1989, p. 137.

[6] Para un conocimiento de las concepciones fundamentales de esta segunda línea interpretativa sobre la modernidad consúltese: Karl Marx: El Manifiesto Comunista y los Grundrisse; Karl Polanyi, La Gran Transformación; Alain Touraine, Crítica de la Modernidad; Anthony Giddens, Consecuencias de la Modernidad; Marshall Berman, Todo lo sólido se disuelve en el aire.

[7] Ver: Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1993.

[8] Citado en: José Luis Pinillos, El corazón del laberinto. Crónica del fin de una época. Espasa Calpe, Madrid, 1997, p. 227 y 243.

[9] Adolfo Sánchez Vázquez, ob. cit., p. 140-141).

[10] El Prefacio escrito por Louis Althusser en marzo de 1963 a su libro Por Marx es altamente ilustrativo del significado que para la época revestía el rechazo al Sujeto (con mayúscula). Ver: Louis Althusser, Por Marx, Edición Revolucionaria, La Habana, 1965, p. 9-28.

[11] Véase: Alex Callinicos: «¿Postmodernidad, post-estructuralismo, post-marxismo?», en: Josep Picó (comp.), Modernidad y Postmodernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1992.

[12] Véase: David Harvey, The Condition of Postmodernity, Basil Blackwell, Londres, 1989.

[13] Léase el ya clásico artículo de Frederic Jameson «El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío», publicado en la revista Casa de las Américas, nr. 155-156, marzo-junio de 1986.

[14] Citado en: José Luis Pinillos, ob cit, p. 313.

[15] Axel Honneth, The Fragmented World of the Social. Essays in Social and Political Philosophy, State University of New York Press, 1995, en especial de la p. 220 a la 230.

[16] Léase su muy interesante artículo en el volumen colectivo Perfiles Teológicos para un Nuevo Milenio, editado por José Duque, DEI, San José de Costa Rica, 1997.

[17] En: Marx-Engels-Werke, Ergänzungsband 1, Berlin, p. 379.

[18] Véanse además de los ya citados Honneth y Touraine, las reflexiones de Alain Renaut (La era del individuo, Destino, Barcelona, 1993). También el volumen colectivo compilado por Manuel Cruz Tiempo de subjetividad, Paidós, Barcelona, 1996.

[19] En ocasión de celebrarse en junio de 1999 el 15to aniversario de la muerte de Foucault, la Cátedra de Estudios Antonio Gramsci de La Habana celebró un taller científico en el que los puntos de contacto entre la obra de ambos pensadores ocupó parte importante de la atención. Próximamente serán publicadas las memorias de dicho taller.

[20] Douglas Kellner, Critical Theory, Marxism and Modernity, The Johns Hopkins University Press, Baltimore , 1989, especialmente el capítulo 8.