El término propaganda proviene de la Congregatio propaganda fide, establecida en Roma en 1622 para la propagación de la doctrina católica por el mundo y frenar los avances de la Reforma protestante. Pero la propaganda religiosa y política ha existido de siempre, Entre los numerosos autores que teorizaron sobre ella basta con recordar a Platón […]
El término propaganda proviene de la Congregatio propaganda fide, establecida en Roma en 1622 para la propagación de la doctrina católica por el mundo y frenar los avances de la Reforma protestante.
Pero la propaganda religiosa y política ha existido de siempre, Entre los numerosos autores que teorizaron sobre ella basta con recordar a Platón con su «mentira noble» en Grecia, a Sun Tzu en China, Kantilya en India, Cicerón y Quintiliano en Roma, Maquiavelo en la Italia renacentista, etc. [1]
En el contexto de la intoxicación lingüística, la propaganda se entiende como producción y difusión de mensajes dirigidos a influir en la conciencia y el comportamiento de un público determinado o de todo el público. La tarea de la propaganda estriba en imponer valoraciones e interpretaciones hasta el punto de que las personas se identifiquen con ellas y, así, adquieran validez social. Es, pues, una aplicación de la violencia simbólica. Pretende hacer creer algo, persuadir de algo. Tiene más carácter apelativo que discursivo. Es, en alto grado, de índole monológica, no dialógica, contrapuesta al diálogo.
La propaganda tiene muchas caras, se sirve de múltiples medios y procedimientos, presenta estilos muy diversos. Hay, por mencionar tan sólo unas cuantas, propaganda del rumor, del terror, misionera, del buen ejemplo, de guerra psicológica, y las diversas formas del reclamo comercial.
En las sociedades capitalistas, el auge de la publicidad comercial y de la propaganda política han ido parejos desde principios del siglo XX hasta el actual. Como se sabe, son las grandes empresas y expertos publicitarios los que hoy día organizan las campañas electorales de los políticos en sus más mínimos detalles. La industria del reclamo adoba con el autoengaño cada rincón de nuestra cultura. Su lenguaje agresivo se corresponde con la agresividad del trardocapitalismo y del nazismo. Sus eslóganes y consignas no dejan de ser un asalto a la razón (G. Luckas). Wake up to the dream (despierta al sueño), les grita una inmobiliaria desde una valla publicitaria en la Costa del Sol a los turistas angloparlantes. El reclamo no vende jabón sino belleza femenina, los coches no se hacen para facilitar el transporte sino para aumentar el prestigio social, no se aplauden los logros deportivos sino los triunfos nacionales. Hay que comprarse aparatos de aire acondicionado, nos dicen sus fabricantes, aunque la propaganda oficial intente persuadirnos, por otro lado, de que no los usemos para no quedarnos a oscuras.
El autoengaño consumista corre paralelo con la muerte de la libertad. El hondureño Allan Mcdonald lo expresa así en
El poder de los pichingos
La publicidad roba la libertad,
El marketing secuestra la verdad,
Este es el rapto bestial del
Capitalismo sobre los derechos individuales
A la información veraz.
Palabra e imagen, discurso y pancarta, prensa, radio, televisión, cine, escuela, iglesia, becas, literatura, canción y uniforme, caricatura y anuncios publicitarios, grupos de opinión, etc. , pueden desempeñar funciones propagandísticas.
La propaganda política tuvo sus maestros y teóricos en la primera mitad del siglo XX. Lenin, con su concepto de agitprop, la utilizó como instrumento político al servicio de la educación, organización y emancipación de las clases trabajadoras.[2] El periodista estadounidense Walter Lipmann se refería a ella a principios de la década de 1920 como la «falsificación del consenso» y la consideraba «un órgano regular del gobierno popular».[3]
Pero la propaganda como comunicación que pretende ocultar al pueblo los verdaderos objetivos del dominio, esto es, como comunicación de los pocos orientada al dominio de los muchos (al dominio ideológico de éstos), tiene sus maestros indiscutibles en los nazis. Hitler en 1925, en su libro Mein Kampf, y posteriormente Goebbels, trazaron las pautas del empleo intoxicador de la propaganda, elevándola incluso a categoría de arte, aunque perverso. Sus descubrimientos y técnicas los desarrollaron y aplicaron después los gobernantes estadounidenses, alcanzando su culminación en la actual administración Bush. De ahí que valga la pena detenerse un poco a analizar los rasgos más distintivos de esta perversión del lenguaje.
Este tipo de comunicación se suele equiparar a sugestión, seducción, cretinización del pueblo, etc. Dada su connotación peyorativa, quienes se dedican a ella prefieren hablar de información, relaciones públicas, trabajo con el público, cultivo y creación de opinión, y otros eufemismos semejantes. Esta comunicación toma en cuenta las relaciones recíprocas entre entendimiento y sentimiento. El propagandista sabe que los seres humanos rehuyen las decisiones objetivas, las cuales, como todo conocimiento, requieren bastante esfuerzo. Por eso eligen los eslóganes vacíos que les lanzan los políticos, como libertad, democracia, seguridad, intereses nacionales, espacio vital, etc. Por la etología se sabe que la tendencia innata a ponerse bajo la protección del poderoso conduce a la adaptación. Por eso, en vez de argumentos, el propagandista aplica lemas de carga afectiva, fórmulas emocionales vacías y mágicas, esto es, ídolos conceptuales que estimulan nostalgias prerracionales y sentimientos básicos, como los estereotipos simplificadores.
En el capítulo VI de su libro Mein Kampf, redactado mientras estaba en la cárcel en 1925, Hitler trazó ya las directrices de la propaganda nazi, elevada luego a la perfección por su ministro Goebbels. Resumidas, estas directrices de Hitler son las siguientes:
a) Toda propaganda tiene que ser popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad de comprensión de los menos educados. La propaganda está para convencer a la masa, al pueblo. Pero éste tiene una disposición tan femenina en su mayoría que su pensamiento y acción lo determinan las emociones y no la reflexión.
b) El contenido de la propaganda no estriba en la formación científica del individuo, sino en señalar a la masa determinados hechos, procesos, necesidades, etc. Debe ir dirigida cada vez más al sentimiento y muy poco al entendimiento. La masa no está en condiciones de distinguir entre la injusticia ajena y la propia.
c) Para tener éxito debe limitarse a unos pocos principios fundamentales y persistir en ellos. Esta persistencia es la principal premisa del éxito, así como la homogeneidad de su aplicación. Así, por ejemplo, igual que un anuncio de jabón no puede calificar también de buenos otros jabones, el reclamo político no puede perderse en ponderar los distintos derechos, sino en acentuar exclusivamente uno. No tiene que investigar la verdad de los otros, sino servir constantemente a la propia.
d) Las consideraciones humanitarias o estéticas no significan nada cuando se trata del ser o no ser de los pueblos, cuando se trata de la lucha por la existencia.
Paul Joseph Goebbels, su Ministro de Educación Nacional y Propaganda la convirtió en arte, esto es, la elevó a la perfección técnica (la tecné griega). Para él, la propaganda ocupaba el primer lugar entre las artes con que se gobierna a un pueblo. Según Goebbels, el propagandista debe adaptarse a las masas, los grupos sociales, de edad y género, a su lenguaje, sus vivencias, etc. Debe conocer sus sentimientos, necesidades, temores y esperanzas. La propaganda debe ser creativa, cosa de la fantasía productiva. En analogía con el estado totalitario, también debe ser comunicación y propaganda total, ocupación y control de toda la comunicación.
Goebbels, Hitler y otros dirigentes nazis provenían del entorno católico y estudiaron a fondo las causas de la vitalidad de la Iglesia y sus métodos pedagógicos y organizativos. De aquí sacaron la conclusión de que su éxito se debía, aparte de la rigidez de la doctrina y el espíritu de sacrificio de sus partidarios, a la incesante repetición de unas cuantas verdades fundamentales y a su lenguaje popular.
La propaganda nazi, dirigida por su sumo sacerdote Goebbels, desarrolló y perfeccionó una serie de técnicas, aplicadas luego por todos sus epígonos aquende y allende los mares. Un breve resumen histórico de las mismas puede ayudar a entender mejor la naturaleza y el éxito de la actual.
La propaganda totalitaria parte de la premisa de su omnipresencia en cualquier lugar y momento de la vida. No llega solamente a los círculos interesados sino a toda la población, ricos y pobres, mujeres y niños, obreros y campesinos. Nadie puede escapar a su influjo. Todos los medios vierten los mismos principios, los mismos valores. Para captar la atención de todos los sectores de la población se apela a los motivos sociales, al inter-esse de que habla Pross.
Para llegar a todos es necesario simplificar el lenguaje. De ahí que la simplificación sea una de las técnicas fundamentales. No se trata de argumentar diferencias, sino de establecer dicotomías claras: positivo o negativo, el bien o el mal, amigo o enemigo, amor u odio, , verdad o mentira. Así se aplica esta directriz básica: afirmaciones categóricas en vez de demostraciones, persuasión en vez de conocimiento. Los nazis de antes, como los fundamentalistas de ahora, en particular sus epígonos de Washington, tenían razón en la pereza a pensar. De ahí el lema: quien piensa, duda. Pensar ha sido siempre peligroso para los dominadores.
Pero la más hermosa de todas las dudas
es cuando los débiles y desalentados levantan su cabeza
y dejan de creer
en la fuerza de sus opresores.
(B. Breccht: Loa a la duda)
La simplificación de la exposición presupone la simplificación de los procesos mentales y de los conceptos. Espacio vital, cañones en lugar de mantequilla, el eje, la fortaleza de Europa, seguridad, etc. Producto de la simplificación son los eslóganes, lemas, consignas, frases hechas, etc. Ejemplos: el eje del bien y del mal, intereses nacionales, my country wright or wrong, Este (barbarie) – Oeste (civilización).
A la saturación, omnipresencia y simplificación se suma la repetición incesante de los mismos lemas, unida casi siempre a la hipérbole, la exageración, el superlativo. El imperio de los superhombres iba a durar mil años.
Los nazis perfeccionaron también la técnica del silenciamiento y la ocultación de informaciones. Algo más de la mitad de las 50.000 instrucciones confidenciales dadas a la prensa fueron peticiones para que no publicasen ciertos datos o noticias[4]. Entre muchas otras cosas, los nazis obligaron a los medios de comunicación a silenciar los preparativos para la guerra, y los campos de concentración, ignorados hasta su liberación. Millones de alemanes no se enteraron hasta después de la guerra de que el verdadero autor del incendio del Reichstag no fue el presidiario holandés Von der Lube sino el mariscal Goering.[5] Una vez estallada la guerra, la prensa alemana no publicó una sola noticia de las fábricas, estadísticas o producción. Como se sabe, la táctica del silencio militar es tan antigua como las guerras entre los pueblos.
Otro tanto ocurrió con la técnica de la mentira . «El alemán no tiene la menor idea de cómo hay que engañar a un pueblo si se quiere tener una masa de seguidores», escribía Hitler en Mein Kampf. Sabía que las grandes mentiras son más fáciles de creer que las pequeñas debido a su efecto de shock o a su audacia. Diez años más tarde, en su «Discurso sobre la política de paz alemana» (1 mayo 1935) pedía medidas apropiadas para prevenir la contaminación de la opinión de los pueblos por elementos irresponsables (sic ).
Pero la forma más utilizada por los nazis para la distorsión de la verdad fue la «mentira afirmativa», la proclamación de intenciones, hechos, relaciones que revestían el cariz de verdadera convicción. De este modo la propaganda totalitaria tenia que convertirse en un sistema de la falacia, basado en la fácil credibilidad y pronto olvido de las masas. Las mentiras afirmativas de los nazis fueron incontables. He aquí algunas: «Nosotros decimos la verdad», «Nosotros tenemos el verdadero socialismo», «Hemos salvado a Alemania del bolchevismo», «Nosotros queremos la verdadera paz», «Nosotros hemos liberado a los obreros alemanes», «Nosotros tenemos una prensa libre».
Todavía en enero de 1939 afirmaba Hitler que creía en una paz duradera. Una vez iniciada la invasión de Polonia, los nazis gritaban que devolvían el golpe (que nadie les había dado).
En suma, la mentira constituyó desde un principio una de las herramientas imprescindibles de los dirigentes nazis. Goebbels teorizó sobre ella y afirmaba, entre otras cosas, que «la mentira desconcierta a los hombres honestos y amantes de la verdad, de suerte que los incapacita para la resistencia interior….. El mentiroso especula con que el hombre amante de la verdad no puede imaginarse que se pueda mentir así, con la naturalidad osada e insolente con que él la utiliza» (discurso del 10 septiembre 1936).
La intimidación ha sido desde siempre uno de los compañeros más importantes de los dictadores. Quien supere a los demás en medios físicos y materiales y carezca de escrúpulos morales se saldrá con la suya en las cuestiones de poder. Hitler y los suyos carecían de todo freno moral, dispuestos siempre a tirar por la borda cualquier valor ético en aras del poder. Nada impedía, pues, a los nazis aplicar todas las formas de intimidación para atemorizar y aterrorizar tanto a los alemanes como a las poblaciones de los países ocupados.
El terror es consustancial a todos los dominadores, desde el uso de los uniformes y desfiles hasta la tortura con los prisioneros; desde las represalias contra la población civil, hasta el uso de niños rusos empleados por los nazis como dianas para la práctica de tiro, o como escudos humanos colocados por los sionistas sobre sus tanques, hasta el envenenamiento de bosques, aguas y cosechas empleado por las fuerzas de los Estados Unidos de América. La lista podría ampliarse ad nauseam.
Las amenazas vienen siempre de fuera, de los otros: los judíos para los nazis, los palestinos para los sionistas, los comunistas para el capitalismo, el peligro amarillo (léase los chinos) para la cultura occidental, y así sucesivamente.
La intimidación se lleva también a cabo mediante la escenificación de los actos públicos y las apariciones del «jefe». Hitler y el nazismo tuvieron a su disposición la maestría de Leni Riefenstal, famosa por la grabación de las olimpiadas de 1936, su documentales y, sobre todo, por la puesta en escena de los acontecimientos públicos de los nazis.
Símbolos, desfiles, uniformes, tribunas, luces, himnos, etc., pero sobre todo la omnipresencia cumulativa de la bandera, apuntan a crear un sentido de pertenencia en un clima de tensión emotiva.
Otra característica de la perversión lingüística del nazismo es el pathos con que recargaba sus enunciados. Utilizaba un vocabulario sacado el ámbito religioso y militar. Términos como sacrificio, lealtad, orden, honor, sangre, suelo, patria, raza, voluntad de intervención militar, ataque, libertad, igualdad, felicidad, pan y circo, progreso.
Finalmente, un rasgo esencial del nazismo la falta de humor. Reír es la mejor cualidad del ser humano, afirmaba M. Gorki. La falta de humor de los nazis constituye también uno de sus rasgos esenciales, esto es, uno de sus rasgos más inhumanos.
En suma, las técnicas propagandísticas nazis pueden resumirse en la simplificación, saturación, deformación y parcialidad, así como en la equiparación de los intereses de una minoría a los de la totalidad de una población, pars pro toto.
Modelo usamericano de propaganda
Ningún parecido de la propaganda nazi con la actual de Washington es casual. Tras la II Guerra Mundial, la CIA, el Departamento de Estado y el Servicio de Inteligencia Militar contrataron a miles de criminales de guerra nazis y sus colaboradores expertos en propaganda, guerra psicológica y armas avanzadas. Los gobernantes estadounidenses esperaban obtener así ventaja en la lucha contra la URSS. El resultado fue la contaminación de toda la propaganda yanqui con los valores, conceptos y lenguaje de estos expertos.
Con la mundialización introducida por el capitalismo tras el derrumbe del campo socialista a comienzos de los 90, también se han mundializado las técnicas del dominio de las conciencias. Incluso se han perfeccionado con el tiempo. Si los nazis aprovecharon los principios del ecumenismo de la Iglesia para desarrollar su propaganda totalitaria, hoy día es el mismo fundamentalismo yanqui el que se ha instalado en la Administración de Washington, en perfecta connivencia y cooperación con el capitalismo más salvaje que imaginarse pueda. El síndrome nazi no sólo está donde se pintan cruces gamadas. Es un complejo de hacerse valer, de temores burgueses, de desprecio humano.
Si Hitler aprovechó los servicios de la cineasta Leni Riefenstal, Bush dispone de los expertos venales de Hollywood. Basta con echar un ligero vistazo a la escenificación de sus apariencias públicas, por ejemplo. Así, mientras su país se hallaba en guerra y el mundo apenas empezaba a recuperarse del desastre del tsunami, La Sra. Laura Bush se gastó 40 millones de dólares en diez fiestas para celebrar la inauguración del segundo mandato de su marido. A quienes cuestionaron semejante extravagancia les respondió que eso formaba parte del ritual de su gobierno.
La agitación de los sentimientos patrióticos mediante el símbolo nacional se ha exarcebado tras los atentados del 11-S en Nueva York y Washington, la declaración de guerra la terrorismo y la introducción de la Ley Patriótica. Así, por ejemplo, los grandes almacenes Wal-Mart, conocidos por la explotación de sus empleados, declararon que en los tres días posteriores a los atentados vendieron 450.000 unidades de la bandera nacional y que muchas de sus sucursales agotaron sus existencias. Otros grandes almacenes, K-Mart, vendieron 200.000. Eso frente a las 26.000 vendidas en el mes de septiembre del año anterior. Ambas cadenas dicen que los artículos mas vendidos son los que ostentan los colores rojo, azul y blanco, esto es, los de la enseña nacional. El más vendido de todos, una sudadera con la bandera usamericana y la inscripción United We Stand.
La bandera, símbolo patriótico por excelencia, se sacraliza hasta el punto de que es contrario a la ley que toque el suelo o que ondee con mal tiempo[6]. Pero no va contra la ley que las personas sin techo duerman en el suelo aunque llueva. En la escuela, todas las mañanas los niños tienen que jurar lealtad a la bandera, como el «Cara al Sol» en las escuelas españolas durante la dictadura franquista. Pero nadie jura lealtad a la justicia y a la paz.
Edward S. Herman y Noam Chomsky han analizado el modelo de propaganda usaco en su libro Manufacturing Consent. Su análisis se centra en los efectos que el sistema económico imperante tiene en los medios de comunicación. Los componentes básicos de este modelo o «filtros» como ellos los llaman, son, entre otros, los siguientes:
1) El tamaño, la concentración de la propiedad y la orientación al beneficio privado de las principales empresas de comunicación.
2) La publicidad comercial como principal fuente de ingresos de los medios.
3) La dependencia de los medios respecto de la información proporcionada por el gobierno y el mundo de los negocios y los «expertos» como fuentes.
4) La «inculpación» como instrumento para disciplinar a los medios.
5) El «anticomunismo», que, una vez desaparecida la URSS, se ha sustituido por el «terrorismo».
Según estos autores, estos «filtros» fijan las premisas del discurso y la interpretación.
La propaganda usamericana ha utilizado, con bastante éxito, por cierto, siete subterfugios, siete axiomas torticeros.
El gigante dormido. EEUU se considera a sí mismo un gigante bonachón cuya tranquilidad se ve alterada de vez en cuando por un ataque avieso. De ahí que nadie pueda culpar al gigante de sus reacciones una vez despierto. El Maine, Pearl Harbour, el ataque de unas patrulleras nordvietnamitas a la flota usamericana en el Golfo den Tonking (desmentido un año más tarde por el propio presidente Lyndon B. Jonson), el 11-S, las armas masivas de Sadam, etc.
Las guerras buenas. Se trata de un concepto diseñada para sentirse bien. Los libros de historia y los medios de comunicación hablan en términos hiperbólicos de la bondad innata de los EEUU. De programa así las conciencias para aceptar las invasiones de sus tropas en un pequeño país del Tercer Mundo. Sus acciones están justificadas, aunque a veces hay que cometer actos violentos para impedir que los realicen otros: Granada, Panamá, Iraq, Yugoslavia, Somalia, Líbano, etc., y
EEUU versus ellos. Se trata de pintar a todos los enemigos como terroristas, salvajes, malvados, comunistas, ateos, etc. Se alimentan así los peores miedos: ¡que vienen los rusos!, los «pijamas negros», los islamistas… La propaganda usamericana demoniza así a mucha gente, desde los habitantes originarios de Norteamérica hasta los iraquíes, palestinos y libaneses que están muriendo mientras se redactan estas líneas.
Apoyo incondicional a las tropas. Los estadounidenses se crían viendo películas de guerra, jugando con armas de fuego, rodeados de monumentos bélicos, entrenados en el respeto y temor a los uniformes. Presencian la demonización de quienes se oponen a la guerra. Los medios rezuman fervor militarista. Aceptan que los impuestos financien las guerras y la propaganda bélica. Una vez iniciadas las intervenciones, todos tras las fuerzas armadas hasta la victoria final: My country right or wrong. Todo ello fomentado por la industria del reclamo, como se demostró claramente en la primera Guerra del Golfo.
El demonio nos obligó a hacerlo. A veces, los buenos se ven forzados a cometer pequeños actos impropios en aras de la libertad y la democracia. «Yo también cometí el mismo tipo de atrocidades que los demás soldados» – confesó en 1971 el último candidato a la presidencia – «Participé en misiones de búsqueda y destrucción, en lam quema de aldeas.» (Meet the Press, 18 abril 1971).
Los tres meses que duró la «litle wonderful war» hispanonorteamericana es lo que se les enseña a los niños en las escuelas. Pero no les enseñan su peor consecuencia: la guerra de Filipinas, iniciada con el Presidente McKinley en 1989 y mantenida hasta 1910, con una proporción de víctimas semejante a la de Vietnam. El presidente McKindley declaró que se había arrodillado «ante Dios Todopoderoso pidiéndole luz y guía para salvar, civilizar y cristianizar a los filipinos», tras lo cual pudo dormir en paz.
Golpes quirúrgicos. Las intenciones son buenas y las bombas inteligentes. Esas armas que cuestan miles de millones pueden distinguir entre buenos y malos, entre culpables e inocentes. Cegados por la fe en su superioridad moral y tecnológica, hinchan las cifras de sus éxitos militares hasta extremos absurdos. Así, durante la guerra de Vietnam el periódico neoyorquino The Guardian se entretenía en ir sumando el número diario de bajas que las tropas yanquis infringían a los vietnamitas, hasta que llegó el momento en que se superó el número de habitantes. Pero debían resucitar porque terminaron por echar a los yanquis de su país.
Durante los 78 días de bombardeos contra Yugoslavia el mismo modelo de información. El Secretario de Defensa William Cohen declaró: «Hemos destruido más del 50% de su artillería y una tercera parte de sus vehículos acorazados. Pero el informe publicado un año más tarde por las Fuerzas Aéreas era muy distinto:
Reclamación original número real
120 tanques destruidos 14
220 vehículos acorazados destruidos 20
450 piezas de artillería destruidas 20
744 bombardeos de la OTAN confirmados 58
Sólo los perdedores cometen crímenes de guerra. Al llevar a los vencidos ante los tribunales, los vencedores imprimen a sus acciones un sello moral de aprobación. Las criaturas que miran llenas de odio tras los barrotes confirman que el fin justifica los medios. Ya alo dijo Hermann Goering en Nuremberg: «Los vencedores serán siempre los jueces, los vencidos los acusados.» [7]
¿Y qué pasa con Dresde, Hiroshima, Faluya, Sabra, Chatila, Qana?
Este trabajo se centra precisamente en los aspectos de esta influencia intoxicadora y perversa sobre el discurso, a fin de manipular las conciencias y llevarlas a una interpretación falsa, de los acontecimientos y de la realidad.
Veamos, pues, las aplicaciones prácticas de estas técnicas a las diversas esferas de la vida social.
[1] Cf. Sturminger, Alfred: Politische Propaganda in der Weltgeschichte, Leipzig 1938.
[2] Este concepto, constituido por las primeras silabas de agitación y propaganda, jugó un papel importante en la historia del movimiento obrero ruso y mundial hasta bien entrado el siglo XX. Su primer introductor fuel G. Plejanov, quien distinguía claramente la función del agitador y la del propagandista (Las tareas de los socialistas en la lucha contra el hambre, 1891). El problema de la agitación y la propaganda era para Lenin una de las «cuestiones candentes de nuestro movimiento» (¿Qué hacer?), donde asume la distinción de Plejanov y explica cómo deben actuar cada uno de ellos. A partir de 1919, de la Internacional Comunista, todos los partidos comunistas organizaron secciones de agitprop en su seno.
[3] Cf. Herman, Edward S. / Chomsky, Noam: Manufacturing Consent: New York 1988. Existe traducción española: Los guardians de la libertad, Barcelona 2000.
[4] Cf. Hagemann, Walter: Publizistik im Dritten Reich, Hamburg 1948.
[5] ¿Cuándo sabremos quién asesinó a J. F. Kennedy o quiénes fueron los verdaderos autores de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington?
[6] Cf. Parenti, Michael: Más patriotas que nadie, Hondarribia (Guipúzcoa), 2004, p. 151.
[7] Cf. Mickey Z: «The Seven Deadly Spins», en: Covert Action Quarterly, primavera de 2005. pp. 2 – 7.