Este año 2007 se cumplirá el trigésimo aniversario de la muerte de Charlot. El premio Nóbel de literatura Dario Fo se adelanta a los fastos celebratorios con una aguda reflexión estético-política sobre el significado de la obra del genial cómico y cineasta.
Sale en estos días Charlie Chaplin, Opiniones de un vagabundo (Minimun Fax, 244 págs., 14 euros) Vaya por delante que Charles Chaplin ha sido con certeza uno de los hombres del espectáculo, y en particular del cine, más importantes del siglo XX. Lo que más me fastidia es el interminable rimero de crónicas de tipo patético, lírico o literario que se han escrito sobre él desde el mismo momento de su muerte. Pescando en ese montón de comentarios, les propongo algunos: «El fondo judío de su arte y de su tristeza indudable, la naturaleza de su humor de doble y triple sentido, es poco accesible al público» (Montale). «Tenía en la sonrisa el llanto del mundo, y en las lágrimas de las cosas hacía bailar la alegría de la vida» (Giovanni Grazzini, en el Corriere della Sera). Y etiquetas hasta el hartazgo: «anarquista-lírico», «individualista-colectivo», «patético», «fantástico», «rebelde», «melancólico», «payaso de la esperanza», «grotesco», «existencialista».
Nadie, nadie, digo, habla nunca de su «rabia».
Chaplin era sobre todo un hombre con un sentido profundamente arraigado del amor y del odio. Odiaba casi con ímpetu el mundo que tenía alrededor, el poder, la máquina del capital. Odiaba el orden del Estado, con sus policías, sus jueces y sus cárceles. Odiaba el orden moral de aquella sociedad, el orden del beneficio comercial, bancario, industrial. El orden religioso con sus hipocresías, sus dogmas y sus falsas esperanzas. Y finalmente, odiaba el orden cultural de la burguesía y del capital, y el orden de sus falsos y a menudo infames mitos.
La Norteamérica convencional, instalada alrededor de los negocios, no le amaba, no le perdonaba sus simpatías comunistas, sus presuntos lazos con Rusia, su presunta falta de patriotismo debida al hecho de no haber querido nunca adoptar la ciudadanía norteamericana. Creo que en muy pocas de las obras de cine y de teatro de los últimos setenta años se puede sentir de manera tan clara tanto odio como el expresado en Tiempos modernos ante la lógica de la maquina que mortifica, humilla, aliena y asesina al hombre y a su humanidad.
Nadie mejor que Chaplin ha sabido desarrollar la crítica agresiva, llena de rabia, frente a la ideología de la máquina, y en particular, frente a los métodos de Taylor, es decir, los que explotan al hombre hasta en su gestualidad.
Del mismo modo ha atacado a toda la ideología del moralismo norteamericano, el de la «buena sociedad» que es infame en ciertas aspectos, pero que se resuelve siempre con el buen corazón y la buena voluntad de los humildes: se opuso, en suma, a todo el cine de Frank Capra. Cuando usa el patetismo, Chaplin lo vierte siempre con gran crueldad. Basta recordar el desenlace en verdad cruel de las escenas de Chaplin en la Calle del miedo, cuando distribuye la comida a los niños hambrientos y arroja el grano en torno como si hubiera muchas gallinas a las que dar de comer. Incluso cuando entra en el juego de la felicidad, siempre lo resuelve en la huída de esta sociedad.
En la Quimera del oro hay todavía más rabia. E insulto a la gran trampa del capital: «Tengan paciencia, sean buenos, todos podrán un día tener fortuna. La fortuna es la gran madre de esta sociedad que nos hace a todos iguales». Esa interminable caravana que se dirige hacia la «esperanza», hacia la riqueza, hacia el sueño. La historia individual es en cambio la historia de cientos y cientos de angustias, de dificultades, de violencias sufridas, con lo que la historia norteamericana sale de esta película mucho más despiadadamente lastimada que de decenas de películas consideradas «históricas». Y también en este caso, como siempre, Chaplin no partió de hechos imaginarios o literarios, sino de una realidad bien clara y, por lo tanto, nacida y crecida sobre las espaldas y sobre la piel de todos. Como me hace notar Andreina Lombardi Bom, la traductora de este libro, nadie se preocupa de subrayar la rabia de Chaplin contra la sociedad (curiosamente, entre las entrevistas recogidas, no hay ninguna que aluda a Tiempos Modernos), pero tampoco, y sobre todo, la rabia de la sociedad contra Chaplin, una sociedad ya exacerbada y exageradamente desconfiada de cualquier cosa que oliera a «diferente». La mirada de Chaplin sobre la vida, sobre las relaciones entre los hombres, también sobre la economía y la política, era demasiado heterodoxa como para que la autocomplaciente Norteamérica de la posguerra no se resintiera; y el atacado respondió.
Y me permito, a mi vez, agregar que el cine todo de Chaplin recupera temas y modos que están en el origen del mundo de los payasos. Los grandes payasos no han desarrollado jamás su arte como si tuviera el fin en sí mismo, es decir, como puro divertimento. Por ejemplo, el payaso fijo del teatro nace, en el siglo XIX, del personaje del operario destinado al trabajo de mantenimiento de jaulas y trapecios. O sea, el mozo de cuerda, «el eterno menor de edad»: sobre él se yerque siempre amenazante la figura del director del circo, que lo trata como a un siervo, que no le permite beber, que no le deja acercarse a las bailarinas, que no le consiente amar. Es un desheredado, un inferior, hombre de carga sin siquiera derecho a gozar de la fantasía propia del circo.
Es un diferente. Y el juego que desarrolla es siempre el mismo, ya le obliguen a sustituir al hombre bala o a meterse en la jaula de los leones persuadido de que son de mentira y presto a hacer las cosas más inauditas con estos leones que cree ficticios. Esta es la clave de la violencia, del terror, del engaño, del verse obligado a ganarse la vida a cualquier costo. Lo que importa no es ya vivir, sino sobrevivir. Cuando luego el payaso se da cuenta de que los leones son de verdad y están famélicos, no tiene sino continuar su juego porque, fuera de la jaula y a modo de chantaje, está su mujer, están sus hijos (payasines, tal vez enanos), que piden de comer mientras el director grita: «¡Si no terminas el número y el público no se ríe, te echo sin darte un céntimo!». Pero muchos han hecho intentos desesperados por presentar a Charlie Chaplin como un poeta aislado, y lo han descrito como «un pequeño judío individualista», como «un anarquista-lírico» que expresa un arte tan elevado, «de doble y triple sentido», «que se vuelve un arte para pocos». Lo describen como un diferente, pero también como un excelso, un genio descollante por encima de las «limitaciones» de una masa de iguales.
No saben ni quieren saber que los diferentes que personifica Charlot eran en Norteamérica, y lo siguen siendo, el 70 o el 80 por ciento de esa sociedad. El pequeño vagabundo representa al judío, al turco, al italiano, al irlandés, al español, por no hablar de los mestizos, los negros y los hispanos, a todos quienes se ven forzados a subir una cuesta erizada por las dificultades y los estorbos de la lengua, de los usos y de la expresión de una sociedad que los atenaza, los acoge, los repele, los explota, los manipula como objetos, los aplasta y los tira. No olvidemos que con la oleada de los inmigrantes, de los diferentes, la sociedad norteamericana dobló su número (fenómeno nunca ocurrido en parte alguna del mundo: basta pensar que, sólo de Italia, partieron algo así como 8 millones de desesperados en poquísimos años; y así también en Grecia, en Turquía, en Francia, en España; por doquier). Precisamente la llegada de estos diferentes, y de tanta gente obligada a dar el salto mortal para mantenerse con vida, fue el signo característico de una nueva sociedad cruel y monstruosa que, sin embargo, daba en el drama espacio a la esperanza.
Chaplin siempre se sintió el campeón de este pueblo de desechos, siempre quiso sentir su pulso: la prueba es que finalizado el primer montaje de cada película, lo proyectaba en público -público periférico y popular- para sentir los ritmos, verificar los tiempos, la aceptación o el rechazo de las pausas. Yo creo que Chaplin trabajaba con el público metido en la cámara. Chaplin siempre actuó como en el teatro, como si hubiera una platea que le marcara el ritmo.
Pero ahora hablemos de la decadencia: el problema de fondo es el discurso ideológico, la toma de posición del especialista. El ejemplo: Chaplin, que veinte años antes se preocupó por la guerra mundial, por el nazismo, las masacres, la violencia del poder en todas sus formas, no hizo lo propio en lo que respecta a Vietnam. Aun teniendo la posibilidad, los medios y la autoridad para intervenir. Como ignoró el problema de Palestina y las otras cuitas del mundo tras la guerra. Dejó de lado lo que había sido clave fundamental de su discurso, la crónica escurril de la realidad, y se arrellanó en otra dimensión, ciertamente más grata al poder.
Recordaré para terminar a una mujer calabresa, una campesina que, entrevistada por la televisión, dejó dicho: «Charlot era un tipo capaz de hacernos llorar por cosas de las que normalmente nos reímos, y de hacernos reír con cosas que nos hacen llorar. Era uno que hablaba de nosotros, porque era uno de nosotros».
Dario Fo , escritor revolucionario italiano, fue Premio Nóbel de literatura en 1998.
Traducción para www.sinpermiso.info : Ricardo González-Bertomeu
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