Dos noticias recientes impactan: una se refiere al basquetbolista estadounidense Le Bron James. En el portón de su vivienda en Los Ángeles apareció pintada con aerosol una frase cuyo contenido denigrante aludía al color de su piel. La otra es la de un periodista de nacionalidad peruana, quien en un programa televisivo, al aludir al […]
Dos noticias recientes impactan: una se refiere al basquetbolista estadounidense Le Bron James. En el portón de su vivienda en Los Ángeles apareció pintada con aerosol una frase cuyo contenido denigrante aludía al color de su piel.
La otra es la de un periodista de nacionalidad peruana, quien en un programa televisivo, al aludir al futbolista ecuatoriano Felipe Caicedo manifestó: «Los ecuatorianos no son negros, son cocodrilos de altura. Ustedes le hacen una prueba de ADN a Felipe Caicedo y no es humano, es un mono, un gorila. Son unos negros apretados que te muerden y te dan ébola».
En el primer caso, la policía se hizo cargo de las investigaciones correspondientes para determinar al autor -o autores- de este «delito de odio», como ha sido catalogado. En el segundo, el propio ministerio de Cultura de Perú y otras instancias de ese país han llamado la atención al periodista.
Por supuesto, la cancillería ecuatoriana protestó enérgicamente en un comunicado oficial, y el presidente Lenín Moreno acuñó una frase en su cuenta de twitter, que resume con precisión la realidad que se vive en Ecuador: «El color de la piel forma parte de la rica diversidad de este país».
La diversidad no es exclusiva de Ecuador, sino que está presente en toda América, y en el mundo entero. A propósito de estas lamentables escenas de racismo expreso, se impone aclarar ciertas cuestiones alrededor de la «raza», a la luz tanto de las ciencias sociales como de las ciencias naturales.
La raza no es, en sí misma, una realidad biológica, sino una categoría construida socialmente. La ciencia ha demostrado que el material genético compartido no es específico ni exclusivo, y que sólo existe una raza: la humana
La raza no es, en sí misma, una realidad biológica sino una categoría construida socialmente. Si bien en el pasado se quiso clasificar a la humanidad por razas, la Genética ha demostrado que es imposible hacerlo porque el material genético compartido no es específico ni exclusivo.
La clasificación, por tanto, se dio desde un punto de vista fenotípico; es decir, rasgos que se presentan exteriormente como el color de la piel, forma corporal y craneal, peso, altura, rasgos faciales, etc. Esa clasificación ha respondido a fines discriminatorios y como mecanismo de ejercicio de poder, puesto que en la realidad no se puede establecerla sin caer en contradicciones y falsedades. Y aunque se siga utilizando el término «raza», para dividirla en blanca, negra, amarilla o roja, no existe un parámetro preciso de color de la piel que sea determinante para hablar de una raza, como tampoco son relevantes los demás criterios fenotípicos.
Al explicar el color de la piel -uno de los rasgos en los que más diferencias se perciben-, las teorías de la selección natural sacaron a la luz importantes elementos que tienen validez como expresiones de la diversidad humana y no como diferencias que impliquen categorías de mejor o peor.
El proceso de construcción social de raza no es el mismo para cada grupo. Hay que tomar en cuenta las circunstancias en las que se desenvuelve y la percepción que tenga una sociedad con relación a la raza. En todo caso, los rasgos fenotípicos diferentes no constituyen una razón para establecer inferioridades o superioridades.
En Ecuador y en Perú, como en la mayoría de Latinoamérica, la concepción tradicional de raza, la estructura social en jerarquías económicas, los prejuicios, el pensamiento colonial, han determinado que las personas cuya piel es de un color más oscuro, sean las más pobres y con menos oportunidades.
Algo, empero, prácticamente imposible de encontrar en Cuba, donde se puede ver a un hombre de tez blanca presidiendo una ceremonia afro-yoruba como a otro u otra de tez negra ocupando un alto cargo. Esa isla es un ejemplo para el resto de América, pues en todo ámbito, ya sea social, político, cultural o económico, la diversidad es acogida como parte de la identidad. Una diversidad enmarcada, además, en una práctica real intercultural.
De ahí que las personas en el trabajo, el amor, la ciencia, el arte, la espiritualidad, los aspectos festivos, compartan y vivencien la diversidad, sin cargas racistas. No se forman grupos exclusivos por el color de la piel ni existen barrios exclusivos ni centros de estudio o de salud exclusivos donde predomine la presencia de un color u otro de piel. Las gamas del blanco y del negro abundan y son muestra de una superación de prejuicios, complejos y pensamientos colonizantes.
Aunque se siga utilizando el término para dividirla en blanca, negra, amarilla o roja, no hay un parámetro preciso de color de la piel que lo indique, ni tampoco criterios fenotípicos para establecer inferioridades o superioridades.
En el resto de Latinoamérica, aunque exista gran diversidad cultural y abunden los rasgos fenotípicos diferentes, el color de la piel es todavía uno de los elementos que evidencian las desigualdades y la discriminación, y dan lugar a supuestos biológicos que nada tienen que ver con lo que indica la ciencia. La Genética, por ejemplo, indica con claridad que existe una sola raza: la humana.
En la historia de Ecuador, que puede compararse con las demás historias de Latinoamérica, los «blancos», fenotípicamente hablando, fueron quienes mantuvieron en la época colonial el poder económico y político. Sin embargo, a lo largo del tiempo, surgió un mestizaje cada vez mayor y los rasgos fenotípicos blancos se fueron perdiendo poco a poco por la presencia indígena y afro.
La discriminación con el indígena y el negro se enraizó en la propia conquista y en la Colonia, y dio como resultado la marginalización, la exclusión. El proceso de construcción social de una raza (la mestiza) en América Latina, está relacionado muchas veces con una ideología del racismo y la discriminación; y en este sentido responde a un desprendimiento de las raíces históricas y culturales. Hay diferencias fenotípicas pero estas no pueden ni deben ser motivo para clasificar a las personas de ningún país.
El racismo y la discriminación devienen un elemento más que evidencia la desigualdad en la distribución de bienes materiales, desde infraestructuras y servicios básicos hasta tecnologías, las artes y las ciencias. Es absurdo en todo sentido, pues los avances en las ciencias naturales han demostrado que todos, absolutamente todos los seres humanos, tenemos genes de negro. Todos pertenecemos a la misma familia humana, a las mismas raíces. El racismo, por tanto, implica ir contra uno mismo y la sociedad. Es una aberración que tiene oprimido al ser humano.
En el caso de Estados Unidos, una potencia en muchas esferas, el racismo constituye una contradicción porque es el país donde la ciencia da cuenta con precisión de la evidencia de las raíces afro en la humanidad entera. No solo eso: los negros, en particular, han dignificado el deporte, la música, la espiritualidad, los saberes estadounidenses. Lo penoso de ese país es que el odio racial ha provocado que también muchos afro-estadounidenses rechacen a «los blancos».
En lo que respecta a los países latinoamericanos, con amplia presencia indígena en la población, es un peligro esta escala de odio racial, que tiende también a contaminar a quienes rechazan a «los mestizos».
Una educación con énfasis en aclarar los elementos básicos de la unidad humana, debería ser la ruta que sigan los diferentes países, de tal manera que, a corto plazo, se erradique el racismo de nuestra América y podamos relacionarnos como lo que somos: hermanos y hermanas con equidad de condiciones para darle diversos sentidos y significados a la vida. Esto contribuiría mucho a la construcción de la paz para el planeta completo.
María Eugenia Paz y Miño: escritora y antropóloga ecuatoriana