Si las cosas fuesen como afirma el dogma católico, el Ser Supremo, infinitamente bueno, sabio, poderoso, justo, etc. e inmutable, estaría de nuevo montando en cólera y planeando otro viaje redentor de su Hijo a este arrugado y tambaleante trozo de roca y de metal. ¿A Palestina otra vez? Más bien a California, Georgia, Washington […]
Si las cosas fuesen como afirma el dogma católico, el Ser Supremo, infinitamente bueno, sabio, poderoso, justo, etc. e inmutable, estaría de nuevo montando en cólera y planeando otro viaje redentor de su Hijo a este arrugado y tambaleante trozo de roca y de metal. ¿A Palestina otra vez? Más bien a California, Georgia, Washington o Nueva York.
Da que pensar el hecho de que un Dios tan poderoso, tan infinitamente todo, creador de cuanto existe, cuidadosamente providente de lo creado y, además, como he recordado, inmutable, de repente se enfade por causa del mal comportamiento de los hombres, criaturas suyas, se olvide de su inmutabilidad y exija -se exija a sí mismo (si no, ¿a quién?)- una reparación proporcionada a su infinita categoría. Y esto también da que pensar. ¿Quién había creado a esos sujetos capaces de sacar de sus casillas a un Ser Supremo que, por definición, no podía salirse de sus casillas? ¡Él mismo! Entonces ¿de qué se asombra? ¿A qué tanto alboroto? ¿No sabía desde el principio, omnisapiente y todopoderoso como era, cómo se iban a comportar? Por ello pasma igualmente que ese Ser, infinitamente bueno y justo, mandase a su Hijo muy amado, en quien tenía todas sus complacencias, a que aquellos salvajes creados por Él «a su imagen y semejanza» le hiciesen toda clase de perrerías. Llegados al cual punto, y sin salirnos de lo que el dogma nos dice, todavía asombra más que el Ser infinitamente todo -infinitamente justo también, claro- no sólo mandase a un inocente a sufrir por lo que no ha hecho, sino que, después de todo, se conformase, para la reparación de la ofensa que le han infligido sus traviesas criaturas, con unas decenas de azotes, una corona de espinas, veinte o treinta escupitajos y una crucifixión como otras tantas de las miles que practicaron los romanos por la época del divino cabreo. A un preso que haya intentado fugarse de Alcatraz le dan mucha más leña y no redime a nadie. Y, en cuanto al coste redentor, bastante más le costó a la Corona de España redimir a Cervantes de Argel que al Supremo Hacedor a toda la Humanidad viviente en tiempos de Tiberio. Sin olvidar que si el Padre se queda allí con la Paloma y el Hijo viene, el cristianismo corre el riesgo de parecer lo que nunca ha querido parecer: un politeísmo.
Y aquí se plantea otro curioso interrogante, si continuamos siguiendo el dogma. De manera desproporcionada o no, ¿quedó de aquella forma redimida la pecadora humanidad? Parece ser que no. La humanidad actual es infinitamente peor que la del siglo I. ¿Entonces? Yo no creo en la utilidad de una Segunda Venida, pero casi estoy por exigirla en mis oraciones, aunque sólo sea para que se demuestre que la consecuencia de Dios es superior a la nuestra. ¿Se puede comparar a Herodes con George W. Bush? ¿Se puede comparar una lanza con un misil? ¿Se pueden comparar a los fariseos con los sionistas? ¿Se puede comparar el atrio del templo con Wall Street? ¿Se puede comparar la degollación de los inocentes con la limpieza étnica de Palestina? ¿Se puede comparar el barrillo que removieran los bautizados en el lecho del Jordán con los vertidos radioactivos? ¿Se pueden comparar las persecuciones a los cristianos por Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano Tracio, Decio, Aureliano, Valeriano y Diocleciano con lo que hizo el presidente Truman a los habitantes -y sus descendientes- de Hiroshima y Nagasaki? En fin, también me pregunto: si se decidiese a volver, ¿lo haría con la cantinela ésa de «su pueblo elegido», al que tantas infamias le ordenó hacer y bendijo, y han quedado reseñadas en lo que se llama el Antiguo Testamento, libro de los judíos, pero también de los cristianos?
En el terreno en que me muevo, el de la cultura -concretamente, la Literatura- la suciedad, la mentira, la injusticia que son capaces de engendrar quienes manejan la que se llama industria cultural no se puede, tampoco, comparar con lo que hicieran unos cuantos usureros en Jerusalén, Betania, Jericó, Cesarea de Filipo o Cesarea Marítima. Y, cualquiera que mire, vea y reflexione sobre lo que ve, puede comprobar que la corrupción, en ese campo que a quienes leen y a quienes escribimos más nos preocupa -no digamos en todos los campos-, no es sino la parte proporcional a la extensión del mismo de la global corrupción que impregna todo el mundo, toda la sociedad actual que, en mutación vertiginosa, se ha habituado a vivir en el fango.
Nietzsche reparó en la poca cara de haberlo sido que tenían los redimidos de su tiempo. ¿Se siente alguien redimido hoy, por muy católico ortodoxo que sea? ¿Considera alguien que la humanidad fue redimida en aquel paradójico suceso del que hemos hablado? Quienes respondan que no a ambos interrogantes, ¿contemplarían con buenos ojos otra venida de un inocente para disfrutar de una estancia en Abu Grahib o en Guantánamo? Si bien sacrificios de inocentes no es precisamente lo que nos falta hoy día. Aunque quizá sean tan desgraciados esos inocentes que no rediman a nadie. Ni siquiera a sí mismos. Y es que, empezando por la iglesia, gestora de los beneficios de la redención, su sacrificio no le importa a nadie. La Iglesia -vuelvo a ejemplificar con ella-, la Iglesia, en España, por ejemplo, ha echado a la calle a treinta y cinco obispos para protestar contra las bodas gay, pero ni uno solo para condenar las causas del hambre de los africanos.
A mí me pasma menos que haya tantos corruptos -¿dónde no los hay ya? – que no que haya tantísimas personas que aún se crean redimidas de nunca he sabido qué.