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La sala de cine municipal: una reivindicación cultura ciudadana

Fuentes: Rebelión

Habrá que repetirlo como se hace con toda reivindicación cultural importante: sobran razones para exigir una sala de cine municipal en barrios y pueblos. Una sala grane en la que se puedan programar películas de ayer de hoy como parte de un plan cultural básico y atrayente, lo mismo que lo son las bibliotecas, por […]

Habrá que repetirlo como se hace con toda reivindicación cultural importante: sobran razones para exigir una sala de cine municipal en barrios y pueblos. Una sala grane en la que se puedan programar películas de ayer de hoy como parte de un plan cultural básico y atrayente, lo mismo que lo son las bibliotecas, por cierto un logro bastante reciente. Películas contratadas legalmente y programadas en función de planes escolares, de forum y actividades ciudadanas o sencillamente para disfrutar en pantalla grande del obras de Ford, Buñuel o Dreyer, pensadas para la pantalla grande.

Desde finales de los años setenta, la evolución de las salas de cine ha estado marcada por la decadencia absoluta, ahora apenas si quedan en las grandes capitales y a precios inasequibles para la mayoría. Una de las paradojas de nuestro tiempo fue que la ardua conquista de las libertades fue coincidente en el tiempo con esta decadencia, de manera que en este terreno, la batalla por la libertad se expresó sobre todo por el cierre de las salas de cine en pueblos y barrios después de unos últimos estertores con el cine calificado «S». Al final, la gente dejó de ir al cine para limitarse a ver tal o cual película, de multinacionales, como decían en los videoclub.

Es cierto que esta decadencia con todas sus consecuencias culturales, se debió a factores muy complejos comenzando por la desaparición del Sistema de los Estudios. Paradójicamente, esto sucedió después de la plenitud de los programas dobles que convocaban a toda la familia y abarrotaban las salas de la periferia, en el momento en el que el Hollywood de los grandes días se abocaba a la agonía, a la muerte simbólica de los grandes. Era el momento de las revistas (que también fueron desapareciendo con la excepción de unas pocas, Fotogramas y Dirigido por… y apenas nada más), en el tiempo en el que la crítica -francesa sobre todo pero no solamente- iniciaba su justa labor reivindicativa, el reconocimiento del valor cultural del «thriller o del western, por ejemplo. De ahí que, en contra de lo que sería lógico pensar, la historia cinematográfica tan sólo ha sido comprendida con rotundos retrasos, pero llegó a través de historiadores y ensayistas que nos permitieron comprender tanto como disfrutar. Esta revalorización comprendió obligatoriamente una reflexión sobre el porqué de la decadencia creativa del cine americano a lo largo de las últimas décadas. Aquí habría que subrayar en primer lugar del declive global de artes y letras en los Estados Unidos durante el tercio final del siglo, del apogeo del consumismo y del menosprecio de la cultura que luego se extendería a Europa y que se expresaría en personajes ascendente como Berlusconi que declaraba que La Divina Comedia no era importante porque no daba de comer o del Felipe, de nuestros pecados que presumía de no ver cine. El cine animado por inquietudes que antes se fabricaba en el día a día industrial, pasó a ser tarea contra la corriente de los resistentes, de los que no querían resignarse. Los que fueron quedando de otros tiempos, cada vez menos.

Otros factores fueron las diversas convulsiones de la historia cinematográfica, destacando el episodio de la «caza de brujas» que trasladaba al cine la «guerra fría cultural». Otro factor fue la pérdida de los circuitos de exhibición por las grandes compañías a causa de imperativos legales, el fracaso industrial en la competencia con la emergente televisión. A estas derrotas hay que añadirle determinados efectos del incremento de pequeñas empresas de producción y de la adherida independización de profesionales, entre los cuales figuraban directores e intérpretes; dichas tendencias, aunque beneficiosas desde el punto de la libertad expresiva, por otra dañaron al también artísticamente positivo sistema de cineastas, actores y técnicos a sueldo. Este último factor también tuvo consecuencia la aniquilación de la serie B, que, además de generar films importantes, inolvidables, había permitido la eclosión y el aprendizaje de numerosas personalidades.

Esta creativa variante de Hollywood fue conquistada con el trabajo y talento de varias generaciones, con la complicidad de un público cada vez más abierto, hizo que los caciques de la producción perdieron libertad de iniciativa y poder de creatividad para acabar sometidos gradualmente a propuestas concretas de films específicos -a los encargos que permitían inversiones seguras-, los mismos que surgían de agencias representantes de intérpretes estelares con películas a la medida de tal o cual estrella, a empeños ajenos a la programación, la política y el estilo de las grandes compañías que habían creado todo un mundo en el que se forjaron los mejores.

De esta manera, se pasó de la serie B a los tele-films, películas pensadas para el consumo televisivo con métodos y contenidos narrativos mucho más simples que los ya clásicos en la gran pantalla. Así se consiguiendo que la puesta en escena tendiera hacia lo elemental, disfrazado con formatos de gran espectáculo, a los aludes de efectos especiales, especialmente los sangrientos. Los espectadores exigentes dejaron paso a las nuevas generaciones desarmadas culturalmente, abocadas a la simplificación, al mando a distancia con el que se podía pasar directamente a las escenas más llamativas. Las salas de exhibición se fueron convirtiendo en lugares en los que el público adulto fue desapareciendo para quedar «privatizados» delante de la caja tonta. Otro fenómeno digno de estudiar fue el del rechazo a las películas digamos dolorosas. Era de lo más habitual que a la salida de una de estas películas, sentir los comentarios de una parte del público declarando que para pasarlo mal, pues que mejor se quedaban en casa.

De una manera u otra, este mismo público se decantó hacia la comodidad, hacía el espacio difuminado del salón doméstico, sentado frente a la pequeña pantalla como sí fuese la misma cosa -ojo: esto sin negar su utilidad de «revisitación»- y tal como hemos indicado, empezó a espaciar las visitas a los locales cinematográficos, adonde, en cambio, se dirigirían en forma masiva, los sectores juveniles amantes de los que Borges llamaba la «japoboberías». En consecuencia, el canon hollywoodiense, aquel que hizo decir a goddard que hablar de cine norteamericano era un pleonasmo, se fue infantilizando, conduciendo a producciones tan caras como carentes de historia, de personajes y de alma, saqueando lo que antes solamente se había cobijado en films baratos y con destino a menores de edad, un buen ejemplo de esta evolución es sin duda la serie Piratas del Caribe en la que no hay un solo personaje, una historia con entidad; todo queda supeditado al asombro infantil. Por esta vertiente, la decadencia del ánimo creativo se fue haciendo cada vez más excepcional, en tanto que los efectos especiales, siempre muy gratos a las miradas pueriles, ascendían peldaños de importancia. No pocos films recogerían lo que cabría denominar estética discotequera» plagada de agresivos procedimientos de luminotecnia y estruendos sonoros. Llegó un momento que parecía que las salas de cine se habían convertido en algo parecido a una guardería de niños que imponían un tipo de cine a los mayores.’

Estaba banalización del cine era paralela al decrecimiento alarmante del hábito de la lectura entre las nuevas generaciones, un hábito enriquecedor que fue reemplazado en gran parte por la dedicación de horas y horas a la televisión, a los videojuegos. Por esta vía el ejercicio de la reflexión resultaba seriamente aminorado y deteriorado, a la par que la sensibilidad cultural, el buen gusto y la capacidad de percepción de complejidades y exquisiteces expresivas. En otros tiempos los jefes de producción de Hollywood habían intentado mantener, a su manera, un nivel de lenguaje más o menos digno, convencidos de que ello influía beneficiosamente en el éxito de los films; e incluso se arriesgaban a llevar a cabo películas «de prestigio», bajo la convicción de que repercutirán favorablemente en la buena imagen de la compañía y en la comercialidad del resto. de la programación anual aunque la taquilla no fuese, en aquellos casos, satisfactoria. Hoy, cuando se financia los films de uno en uno y se debe asegurar los resultados individuales, no existe ni look de compañía ni films «de prestigio»; la producción cinematográfica se ciñe a operaciones de «marketing» muy específicas, a tono con una clientela potencial a la que no se le supone, desde luego, ni una elevada cultura ni una primorosa sensibilidad.

Resulta difícil evaluar las consecuencias de esta huida de las dificultades, en el desarrollo de unas generaciones que ya no se buscaba a sí misma, de hedonismo sin alegría y de un trayecto en la que se descartaban los riesgos y los problemas. Lo que sí me parece claro es que, sí queremos de verdad cambiar las cosas, habría que ocupar otro asiento en los cines. Y sí ya no resulta factible el encuentro de la cultura y el pueblo a través del entretenimiento, habrá que intentar trabajar en otras formas de encuentro más conscientes, más reivindicativa. Y la mejor manera es luchar por cinematecas que sean el equivalente de las bibliotecas, un lugar donde se pueda ver el cine-cine o sea, en una sala oscura, en una pantalla grande y con una buena información en la entrada.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.