Voy a tratar un asunto muy serio: la violencia, o mejor dicho, la desensibilización a la violencia. De manera que si se encuentran sonriendo en algún momento al leer estas líneas no es porque mi intención sea minimizar la importancia de este asunto sino porque no soy capaz de escribir de otra manera. Así que […]
Voy a tratar un asunto muy serio: la violencia, o mejor dicho, la desensibilizació
Hace ocho años quedé embarazada por primera vez. El embarazo, como muchas mujeres saben, da mucho sueño. Oscar y yo habíamos sido compañeros de tertulias y muchas otras cosas hasta que comencé a dormirme en medio de interesantísimas conversaciones, sobre el plato de la cena, o en la mitad de uno de esos momentos en los que lo mas sabroso estar bien despierto.
Una noche, sufriendo de una incontinencia de bostezos, le sugerí que compráramos una consola de video juegos para que no se fastidiara tanto, aprovechamos que yo aún tenia los ojos medio abiertos, fuimos a la juguetería y compramos una Playstation y dos juegos.
Lara Croft se llamó la mujer digital que acompaño a mi marido durante aquellos somnolientos, lentos y largos nueve meses. Lara era un mujerón de proporciones que solo existen en la imaginación masculina. No solo era bella, atlética y tetona, era una audaz arqueóloga, capaz de derribar templos antiquísimos, a punta de dinamita, con tal de recuperar una una figurita de jade que el malo quería robar.
Oscar, un amante de los animales, que cuenta entre sus hazañas ambientalistas el recate de un zamuro cojo, la remoción de una línea de veintitantos anzuelos del cuerpo de un pelicano reincidente, y la adopción de una lagartija que prefirió vivir sobre su cabeza, en lugar de el acogedor terrario que, con dedicación, preparó para ella.
Les cuento que él es incapaz de matar a una mosca, porque me causó mucha impresión verlo, entre sueños, disparando con saña a unos leopardos de las nieves con los ojos desorbitados y un hilillo de saliva ecocida corriéndole por la barbilla. En realidad era ella quien disparaba, Oscar la dirigía apretando botoncitos con sus dedos ampollados de tanto matar bichos en peligro de extinción.
Por otra parte, mi gordo es todo un caballero, a las damas, ni con el pétalo de una rosa. Pero a la pobre Lara cada día le exigía más y de peores maneras. »Corre puta de mierda.» -Se escuchaban sus gritos nocturnos por toda la urbanización. » Te volviste a caer pedazo de imbécil», » Salta mal parida, ya está, te escoñetaste por no saltar bien y a tiempo, ¡Jódete!».
Una mañana, noté que mi vecina me miraba con preocupación. Pensé que se refería a mi embarazo cuando me ofreció ayuda para cualquier cosa que necesitara, luego dejé de entender cuando me habló de la ley, me habló de un delito y me pasó una tarjeta de un abogado, por si estaba decidida a dejar a ese animal.
Mas tarde, mientras Oscar mataba al último leopardo para pasar a mayores y comenzar a matar personas, comprendí a mi pobre vecina que, sin poder ver lo que pasaba detrás de las paredes, escuchaba a un hombre frenético insultando a una mujer, ordenándole saltar y burlándose de sus caídas y magulladuras. Para mi vecina, esa pobre diabla era yo. Ella no tenía idea del conveniente triángulo que habíamos armado Oscar, Lara y yo.
Yo le expliqué lo que pasaba pero no creyó ni una sola de mis palabras y dejó de hablarme para siempre, cuando a quien debía dejar de hablarle era a Lara Croft, una mujer que dirigida por los dedos de un hombre es capaz de cometer los más atroces delitos. Todo por ganarle a un malo que al final de todo, a mi parecer y comparado con la heroína, acaba siendo un bebé de teta.
Nació la bebé y compramos otro juego mas bonito, se llama Vice City, y tu misión es matar a cuanta gente puedas mientras haces trabajos para los narcos mayameros. Puedes atropellar viejitos en las aceras, puedes golpear mujeres y ella te golpean de vuelta hasta que tu le das un trancazo que la deja despatarrada en el suelo, puedes convertirte en el dueño de un estudio de cine porno, en fin, puedes ser un gran carajo y ganar puntos por ello.
En tiempos de Vice City yo no dormía mucho, así que me metí a jugar como cómplice de Oscar, de copiloto en el sofá. Yo, que soy capaz de desmayarme si veo una gota de sangre, yo, que lloro como una Magdalena si un pichoncito se cae de su nido, yo, una madre saturada de hormonas, me encontré gritándole a Oscar: » Mátalo, pisa a ese bolsa que va con la bolsita de mercado.» Y no conforme con eso, me moría de la risa cuando Oscar se subía a una azotea y comenzaba a disparar a los incautos transeúntes que al volarles la cabeza, les salían, a modo de fuente ornamental macabra, chorritos intermitentes de sangre por el cuello.
Fue solo cuando mi bebé comenzó a fijarse en lo que hacíamos que caímos en cuenta de que la niña no podía ser expuesta a este tipo de barbaridad. Comenzamos a jugar escondidos, mientras la gordita dormía en su cuarto pintado de nubecitas y ovejas. Matábamos mayameros desprevenidos con ganas de pasar de nivel para ver que venía después. Oscar y yo somos adultos y buena gente. Oscar y yo sabíamos que no estábamos matando a nadie en realidad, si algo estábamos matando era el tiempo, y el pobre moría sin que obtuviéramos ninguna cosa provechosa a cambio de su defunción. Antes de la Playstation yo mataba el tiempo leyendo y Oscar lo hacía pintando.
El problema está en que mis vecinitos de diez y once años estaban haciendo las mismas fechorías, en la misma cuidad podrida, pero con sus cabecitas confundidas por esta irrealidad. Ahora es Daniela quien tiene un Gameboy, se lo regaló su abuelo, junto con un juego de un dragoncito bien bonito que tiene que llevar a un bebé a su casa. Pues, adivinen qué: el dragoncito va matando cuanta criaturita preciosa se le para por delante. Mata a huevazos coloridos a unas margaritas que soplan burbujas de jabón, mata estrellitas, mata bichitos con antenitas y mató de tristeza a mi gorda que es muy sentimental.
Lo mismo pasa con la tele, las comiquitas siempre han sido violentas, desde Tom y Jerry, pasando por El Pájaro Loco, El Correcaminos y el Coyote, y todos los súper héroes. Con las comiquitas pasa como con la comida de bebé gringa. Cuando Daniela, mi bebe mayamera, comenzó a comer sólidos, el pediatra me indicó darle solo alimentos colados o compotas que no tuvieran ningún aditivo: ni sal, ni azúcar ni nada. Yo quedé maravillada con la variedad de productos envasados que habían con esas insípidas características y, como buena mamá primeriza a la deriva, pregunté al pediatra si era seguro darle a la gordita ese tipo de alimentos. Por supuesto son ideales porque siempre están a la mano y los puedes llevar en la bolsa de pañales. -Respondió, mientras yo notaba que todo el consultorio estaba decorado con afiches y recomendaciones firmadas por un tal Gerber.
Así entramos en el mundillo de los alimentos para bebés que no se cocinan en casa. Y eso fue lo que comió mi gorda en la primera etapa, cada frasquito indicaba una etapa diferente según la edad del infante. Al pasar a la segunda noté que no era lo mismo, ahora contenían azúcar y harina de tapioca. Volví a preguntar y el doctor me respondió, como una grabadora, con las mismas palabras que la primera vez y me regaló, por si acaso, un babero y una cucharita ¿cortesía de quien? De Gerber, por supuesto.
Ya en la tercera etapa mi mandíbula de cayó al limpísimo piso de linóleo del supermercado, para la tercera etapa mi gorda, según Gerber, debía comer unas salchichas que flotaban en un liquido viscoso dentro de un envase igualito a los anteriores pero más grande. El resto del menú era espantoso, además de las salchichas había pollo con sabor a pizza, pasta azul con sabor a chicle, sopa de pescado con peces de de arroz teñidos de colores y sabor a tocineta, en fin, toda la comida sabía a otra cosa, porque Gerber sabe de sobra que a los niños no les gusta comer cosas que saben a lo que deben saber.
Lo mismo pasa con la tele. Para bebes hay programas bien bonitos, con colores armoniosos y musiquitas que dan sueño y calman al pequeño usuario y, por ende, a su mamá. Yo los veía con Daniela porque en verdad eran bonitos y educativos.
Una triste mañana noté que Plaza Sésamo se nos había quedado pequeña y que mi pequeña era un poco grande, así que no me quedó mas remedio que buscar otro canal y otra programación. Pues nada, igual que las compotas. Todo lo que había era grotesco, lo menos malo era un gato que coleccionaba esculturas hechas con sus propios mocos. Las comiquitas eran unas cápsulas de »the american way of life», plagadas de situaciones violentas y de frases hipnóticas que te hacían salir corriendo a la juguetería, apenas terminaba el programa, para comprar la colección completa de muñequitos que te acababan de vender con vaselina.
De las comiquitas a los video juegos, a los video musicales de hip hop, con ídolos cubiertos de oro, armados con caras de malos, de esos que llevan pistolas y Uzzis debajo de la busaca que usan como camisa. Mujeres bellas restregándole las nalgas a un cantante feísimo, de esos que ellas nunca voltearían a mirar, pero en este caso rico, lo que justifica el restriegue. Empujones, sangre, vampiros góticos con cara de haber sido unos gorditos incomprendidos en su recién dejada infancia, nadie sonríe en esos videos, todos parecen que te quieren comer vivo. Violencia acompañada de ruidos que dicen ser musicales.
Esos niños que crecen rodeados de salchichas flotantes en frascos con dibujitos lindos, esos que ríen con un muñequito que le arranca la cabeza a su amiguito, y aprenden anatomía viendo como la columna vertebral del agraviado cuelga de su cabecita, mientras que el cuerpo, por otro lado, corre en círculos lanzando gotitas rojas de tinta roja, que, de tan roja perece, sangre.
Esos niños, ahora adolescentes, miran la guerra en el noticiero y creen que es un juego. Los que antes de los veinte años terminan, por desgracia y gracias a las multinacionales, con un arma en la mano, disparan y ganan puntos y lo celebran con un furioso »yes» sin terminar de darse cuenta que mientras mas ganan, más daño hacen.
La muerte se hace ajena y artificial, la muerte no existe hasta que el muerto es propio. Hace unos meses alguien muy cercano me decía: »Para sacar a Chávez tenemos que conseguir, al menos doscientos muertos.» Era como si estuviera hablando de arepas carros, o tornillos. Conseguir doscientos muertos: ¿Cuánto dolor implican doscientas muertes? ¿cuántos huérfanos, cuántas viudas?, ¿cuántas madres sin sus hijos y padres sin su esperanza?, ¿cuánta rabia?, ¿cuánto rencor?, ¿cuánta sed de venganza?
Si buscan doscientos muertos se van a encontrar con miles, de un lado y del otro, y ya no serán solo puntos ganados en un video juego porque entre los muertos, muchos serán propios.
Por eso recomiendo a todos apagar un poco la tele, salir a pasear con los niños, buscar con ellos conchitas en la playa, hacerles un gurrufío con chapas, mostrarles un panal de abejas, enseñarles a encontrar figuras de animales en las nubes. Así, tal vez un día, la sangre dejará de parecernos salsa de tomate, y los muertos, todos los muertos, los sentiremos como propios. En lugar de ganar puntos, ganaremos armonía y el mundo será un poco mas parecido a ese que les quisimos mostrar a nuestros bebes, cuando veíamos con ellos esos programas bonitos, con musiquita y llenos de gente buena.