Los círculos más reaccionarios del poder norteamericano estrenaron el siglo lanzándose a la peligrosa aventura de intentar gobernar el mundo ellos solos. La guerra, la amenaza y el chantaje abierto han sustituido a la diplomacia, el sentido común y la inteligencia que se debe esperar de la potencia más poderosa que ha existido en la […]
Los círculos más reaccionarios del poder norteamericano estrenaron el siglo lanzándose a la peligrosa aventura de intentar gobernar el mundo ellos solos. La guerra, la amenaza y el chantaje abierto han sustituido a la diplomacia, el sentido común y la inteligencia que se debe esperar de la potencia más poderosa que ha existido en la historia de la humanidad, aunque sólo fuera por economizar recursos y esfuerzos para obtener resultados similares.
Los EEUU han acabado por enredarse en conflictos bélicos e ingerencias, sin haber medido bien sus consecuencias, y todo va anunciando que estas aventuras no van a tener un final feliz para ellos; a estas alturas de la película las dificultades que enfrentan para poder mantener un control mínimo de estas situaciones es una muestra en sí misma de las grietas y los límites de su poderío.
Mientras esto ocurría, y sigue sucediendo en lo que para nosotros es el Este y el Oriente del mundo, en América Latina iba surgiendo una seria amenaza y desafío a su hegemonía en la zona, en la que su dominio siempre se consideró como incontestable. Este sub-continente, especie de patio trasero, fue gobernado durante décadas por el imperio norteamericano a base de presiones directas y sin disimulos, golpes de estado y un tutelaje casi directo sobre gobiernos, ejércitos y oligarquías de espíritu extranjero, generalmente sordos y ciegos a las más elementales necesidades de sus pueblos.
Desde mediados de la década del 80, y con la excepción de la siempre rebelde y resistente Cuba, el resto de la región aparecía como tierra segura para el poder norteamericano. Tanto fue así que se sometió a pueblos y naciones, por cierto con la inestimable colaboración de algunos socios europeos como España, a una explotación sin limites mediante la aplicación de políticas neoliberales químicamente puras, apoyándose en una clase política corrupta, antina- cional y descarada en sus prácticas de robo y enriquecimiento personal. Los crecimientos macroeconómicos que anunciaban el Ban- co Mundial y el Fondo Monetario iban de la mano de una distribución escandalosamente injusta de la riqueza, mientras surgía un rechazo creciente de amplios sectores sociales a lo que parecía una venta a plazos de sus países, como si toda América Latina fuese un mercadillo de liquidaciones.
Nadie en Washington parece haberle prestado demasiada atención a las claras señales que anunciaban un descontento evidente, y la profundidad que esta situación de rechazo iba adquiriendo en medio de una manifiesta ingobernabilidad, rebeliones populares, militares nacionalistas, y un largo etc.
En apenas diez años lo que parecían simples síntomas se han ido convirtiendo en piezas de un puzzle que van encajando como una especie de mapa de la rebelión. Hoy, de Norte a Sur, encontramos un México en camino de hacerse ingobernable, la sumisa Centroamérica rota por la victoria del Frente Sandinista en Nicaragua, y la estratégica Panamá presidida por un hijo del general nacionalista Torrijos. La revolución bolivariana de Chávez en Venezuela, y por la costa del Atlántico, como en cadena, los gobiernos progresistas o de izquierda de Lula en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay y Néstor Kirchner en Argentina. En el mismo corazón de América del Sur, la revolución indígena de Bolivia encabezada por Evo Morales, y extendiéndose hacia el Pacífico la reciente vic- toria de Rafael Correa en Ecuador, con su clara posición anti-neoliberal, los espectaculares resultados de Oyanta Humala en Perú a la cabeza de un movimiento de inspiración popular e indígena, y si me apuran hasta el gobierno de tradición socialdemócrata de la chilena Michele Bachelet (primera presidenta electa en América) que derrotó a una derechona de espíritu pinochetista, símbolo de los viejos tiempos recientes. Sin olvidar la zona de las Antillas con la digna Revolución Cubana, la valiente actitud independiente de los pequeños estado del Caribe, y hasta la empobrecida y humillada Haití, que eligió al progresista Rene Preval como presidente.
Claro que, todos estos procesos de cambios sociales y políticos que he señalado, no son homogéneos ni están exentos de contradicciones o debilidades, poseen diferentes intensidades, radicalismos y trascendencia social, pues no han nacido como parte de un proyecto preconcebido sino como reacciones nacionales a realidades insostenibles, pero en su diversidad comparten algo más que la geografía.
Y si hay que destacar sus puntos de unión yo señalaría las políticas de cambios sociales y estructurales a favor de las mayorías, la irrupción con un protagonismo propio de sectores sociales tradicionalmente excluidos (el caso de los indí- genas es el más evidente pero no el único), la conciencia de que la integración y cooperación regional es imprescindible para abrir la puerta al futuro, y la apropiación, en diferentes escalas, de sus recursos natu- rales como base de un de- sarrollo económico que intenta mirar a lo social.
La reciente victoria de los sectores demócratas en las legislativas de los EEUU ha servido también para que los círculos del poder imperial echen una mirada reflexiva a su entorno cercano y se alarmen seriamente ante esta especie de rebelión y afirmación generalizada de independencia latinoamericana. Los nuevos inspiradores de la política exterior norteamericana ya han anunciado iniciativas y cambios en su práctica, y una especial atención hacia el sur del continente.
No hace falta ser adivino para intuir que esta política será guiada por la vieja divisa imperial romana de «divide y vencerás», así que los sectores progresistas y de izquierda latinoamericanos tiene un serio reto por delante, que será incentivar los cambios sociales que beneficien a las mayorías, promover las políticas de integración regional y articular el rechazo al proyecto de asociación de libre comercio con los EEUU (ALCA), impulsar el diálogo como fórmula para abordar los problemas bilaterales entre sus diferentes países, y evitar por todos sus medios que la política norteamericana consiga aislar a los más radicales y rebeldes, como son Cuba, Venezuela y Bolivia.
El recién elegido presidente de Ecuador Rafael Correa declaraba a una conocida cadena de televisión norteamericana después de su aplastante victoria que «Latinoamérica no está viviendo una época de cambios sino un cambio de época», y ésta parece ser efectivamente la clave de la segunda independencia latinoamericana que va tomando cuerpo y alma.