La coyuntura económica sigue deteriorándose en la zona euro. España e Italia muestran los peores datos, pero la contracción de la economía también afecta a Francia e incluso a Alemania, que ha sufrido la caída de actividad más fuerte en tres años. En ese contexto, con los mercados prestos a saltar a la yugular de Madrid y Roma, Rajoy y Monti esperaban que el Banco Central Europeo anunciara una intervención masiva. No ha sido así, aunque Draghi (a la izquierda de la imagen, junto al ministro español de Economía, De Guindos) ha abierto una puerta con el permiso de Merkel, una puerta que se llama «rescate con condiciones» y que, en cualquier caso, no es una solución mágica.
Si la Unión Europea esperaba un titular para la historia tras otra semana que se anunciaba absolutamente decisiva para el futuro del euro y de la propia UE, era por las urgencias de España e Italia. La reunión de cada primer jueves de mes del Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo parecía definitiva porque Rajoy y Monti, entre otros, necesitaban rebajar la presión que pende sobre ellos como sea, no porque estuviera en el orden del día. La semana pasada, Mario Draghi especuló con un discurso grandilocuente, pero todo el mundo sabía que el Constitucional alemán decidirá en setiembre sobre el fondo de rescate permanente y tampoco la declaración de la cumbre de la zona euro del 29 de junio pasado anticipaba ninguna revolución. De hecho, las palabras de Draghi de este jueves parecían un desarrollo un poco más claro, pero igualmente inconcreto, del tercer párrafo de la declaración de la eurozona del 29 de junio, que decía así: «Nos comprometemos firmemente a hacer cuanto resulte necesario para garantizar la estabilidad financiera de la zona euro, en particular utilizando los instrumentos vigentes de la FEEF/MEDE de manera flexible y eficiente con objeto de estabilizar los mercados para los estados miembros que respeten sus recomendaciones específicas por país y los demás compromisos que hayan contraído en virtud del Semestre Europeo, el Pacto deEstabilidad y Crecimiento y el procedimiento de desequilibrio excesivo, incluidos sus respectivos calendarios. Estas condiciones deberán reflejarse en un Memorando de Acuerdo». Este párrafo adelantaba, en la típica y farragosa jerga comunitaria, buena parte de lo dicho por el presidente del Banco Central Europeo la pasada semana y este jueves (tal y como reflejan los términos que hemos resaltado con toda intención en negrita). El resto queda en el ámbito de la interpretación y, sobre todo, de la especulación en los mercados.
Versiones preparadas de antemano. En cuanto a las interpretaciones, el Gobierno español había insistido en estos últimos días en la necesidad de que el BCE activara toda la potencia de fuego a su alcance no solo para contener la gula de los especuladores sino, sobre todo, para dar a entender a sus súbditos que la solución de la crisis estaba en manos del BCE y de la Unión Europea y que ¡mira qué malos son que no le dan al botón de fabricar dinero!
Bien sea por la presión de Berlin y del Bundesbank o por las ideas propias de Draghi y de su Consejo de Gobierno (si no hay consenso votan y deciden por mayoría, pero parece obvio que la posición alemana influyó para forzar la exigencia de una estricta condicionalidad previa a cualquier hipotética compra de deuda), el BCE ha dicho que está dispuesto a reactivar ciertos instrumentos a su alcance (sin decirlo, sugiriendo que pueden ser ilimitados, lo que lo asemejaría al bazoka que piden algunos). Pero, a continuación, ha exigido peticiones formales de ayuda y, por lo tanto, la firma de nuevos acuerdos (memorandos) con estrictas condiciones (algunas ya conocidas o aplicadas, otras nuevas); es decir, Mario Draghi le ha dicho bien claro a Rajoy y compañía que el Banco Central Europeo no va a hacer lo que, desde su punto de vista y el de la Comisión Europea y Alemania, los gobiernos no hacen o no quieren hacer.
El BCE ha abierto la puerta a usar sus fondos para comprar deuda española o italiana en la esperanza de que eso calme a los mercados financieros y reduzca los intereses que deben pagar en los mismos cuando salen a buscar fondos, pero no habrá una intervención disuasoria hasta que Frankfurt, Berlin y Bruselas no hayan obligado al estado miembro que solicite el rescate a firmar un documento con condiciones estrictas y una dura hoja de ruta bien clara.
Un Mariano Rajoy que ya ha aprendido que con chulerías no va a ninguna parte en Europa dijo el viernes que espera a conocer el plan del Banco Central Europeo (es decir, las condiciones) para decidir si pide o no la ayuda. Entre líneas, y así lo entendieron la mayoría de los medios europeos, el jefe del Gobierno español vino a confirmar que pedirá el rescate, después de que Draghi le echara el anzuelo con el permiso de Merkel.
Solo queda negociar sus términos, si es que no los ha negociado ya. Sería inconcebible pensar que Madrid no los conoce. Una cosa es que cada cual parece decir lo que le da la gana cuando le viene en gana en la Unión, y otra muy distinta que nadie sepa de qué están hablando los demás. Y hablamos de más medidas estructurales que se están cargando lo que queda del sistema de bienestar o protección social en un lugar que ya iba retrasado también en ese punto respecto al norte europeo, de sanear las cuentas reduciendo unas deudas que nadie quiere asumir porque afectan y arrastran, finalmente, al resto.
Es decir, que cada socio en apuros tape su agujero y garantice ante la Unión Europea y el BCE y sus nuevos instrumentos de control y gobernanza (anunciados para fin de año) que no volverá a crear otro agujero de semejante tamaño.
Lo que no se dice. Lo que tanto en el Consejo Europeo de junio pasado como ahora se ha echado en falta es una hoja de ruta verdadera, un plan para el euro y el conjunto de la Unión. La música que sonaba de fondo en la última cumbre hablaba de una genuina unión económica y monetaria y de dar pasos hacia una unión política, pero sin concretar un plan. Ahora ocurre algo parecido.
Además, se ocultan algunas cosas fundamentales, como que ni tan siquiera una intervención masiva del Banco Central Europea supondría el fin de todos los males. Lo que no se dice es que tampoco en ese caso evita- rían los peores alumnos las medidas estructurales, los recortes. Pero no porque los imponga la Unión Europea, que también, sino porque algunos estados miembros, en este caso el español, se han ido al carajo tras tantos años de despilfarro y mal gobierno de las instituciones y de las entidades bancarias que, a pesar de ello, siguen recibiendo antes que nadie las ayudas.
Un BCE entrando a saco en los mercados daría un respiro, pero no frenaría a corto los recortes (recuerden, sin condiciones previas no hay rescate), que solo podrían ser revertidos en caso de voluntad política y/o de un claro impulso al crecimiento de la economía (es decir, medidas de estímulo, inversiones y apoyo del sistema financiero, todo lo que no existe ahora mismo).
La cuestión de la voluntad política tiene, además, su intríngulis, puesto que en el caso español, por ejemplo, cuenta con un factor de «convencimiento»: buena parte de esos recortes los aplica el Gobierno de Mariano Rajoy con gusto, porque coinciden con su ideario ideológico, y también de eso se trata ahora.
«Hartz IV» para todos. «No hay soluciones mágicas, no hay salidas gratis para la crisis de deuda de la eurozona. Ni con una intervención masiva del BCE ni involucrando al sector privado en una eventual reestructuración de la deuda, como algunos quieren hacernos creer» («Solidarity within the Eurozone: how much, what for, for how long?», Sofia Fernandes y Eulalia Rubio, Notre Europe). Entonces, ¿qué nos queda? La respuesta, una vez más, viene de Alemania: «Hartz IV jetzt für alle», como escribía Ursula Engelen-Kefer en el «Taz» (Die Tageszeitung) el 23 de julio; es decir, la draconiana reforma laboral implantada en Alemania (cerrada, curiosamente, por el socialdemócrata Gerhard Schröder) para todos los europeos.
Las reformas conocidas como «Hartz» de la primera década de este siglo supusieron un profundo y para muchos traumático cambio de paradigma en el mercado laboral alemán, bajo la pegadiza máscara de la «obligación mutua». Un fraude, para la izquierda. La diferencia con Alemania es que allí donde se apliquen esas u otras reformas y recortes laborales y sociales se harán sin la red social y fiscal que sí existe aún en Alemania.
La Unión Europea lleva demasiados años avanzando (o reculando) en base al mínimo común denominador, recogiendo lo peor de cada casa, no sumando las medidas o las políticas más progresistas que llegan, por ejemplo, de los nórdicos o, a veces, de la propia Alemania.
En cualquier caso, parece obvio que nada nuevo ocurrirá hasta que el Tribunal Constitucional dicte sentencia sobre el fondo de rescate permanente. El 12 de setiembre toda Europa conocerá esa decisión y, quizás, podrá pasar a otra fase. Pero solo en relación a los mercados y sus especuladores. Para la reactivación económica general de la zona euro falta mucho. Nada de lo que se habló en el último Consejo Europeo se ha puesto en marcha. En ese sentido, las insistentes proclamas de Rajoy para que los Veintisiete pongan en marcha lo hablado en la cumbre de junio son, de nuevo, de cara a la galería. Y no porque en este caso no le falte razón, sino porque, sencillamente, no se concretó ningún plan y se dejaron cosas por negociar. Nadie conoce la letra pequeña.
Pasito a pasito, y cuando ya no queda margen. La experiencia demuestra que la UE, casi siempre, avanza cuando ya no le queda margen para contemporizar. El 29 de junio parecía que Unión y euro habían llegado al límite, de ahí que se pidiera con más fuerza que nunca un marco financiero integrado, un marco presupuestario integrado, un marco integrado de política económica y el refuerzo de la legitimidad y responsabilidad democráticas. Más unión política, al menos en ese ámbito. Sería como cerrar un círculo, aunque aún no sepan muy bien cómo.
Pero, a corto, de lo que se habla es de cómo evitar la bancarrota de los estados en apuros y activar la economía europea. Se habla de cohesión y de solidaridad. Pero en los «donantes», en los principales contribuyentes al presupuesto común (Alemania, sobre todo), se alerta de que la Unión Económica y Monetaria no puede ser una «unión de transferencias» permanente, donde los ricos cubran a los pobres. Alemanes, finlandeses, holandeses o austriacos pueden aceptar otro esfuerzo no recíproco en ese sentido, pero solo lo harán si sus dirigentes les aseguran que es limitado en el tiempo, que tendrá poco efecto sobre sus bolsillos y, sobre todo, que llega después de que hayan apretado el cinturón a tope a los receptores de las ayudas y garantizado que no volverán a las andadas (avala esa opinión el hecho de que la crisis ha demostrado que la política europea de cohesión no ha servido para conseguir sus objetivos básicos, dado que quienes más dinero han recibido de la UE son quienes peor están). Y no es el mejor momento para pedir más esfuerzos, porque incluso en Alemania el runrún de la crisis ya está en la calle.
La UE, claramente, está en proceso de transformación. De la crisis saldrá, seguramente, una unión distinta. El problema es que, a corto plazo, nacerá con mayores desequilibrios sociales. Evitarlo, y aliviar la carga, es obligación de la UE, y no solo a los bancos.