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La sociología de Z. Bauman

Fuentes: La Jornada

Zgmunt Bauman nació en 1925 en la ciudad de Poznan, situada en la móvil geografía que Prusia disputó a Varsovia durante más de dos siglos. Según la fecha en que se consigne su localización, en los mapas más antiguos aparece hacia el este de Alemania, y en los actuales, hacia el oeste de Polonia. Europea […]

Zgmunt Bauman nació en 1925 en la ciudad de Poznan, situada en la móvil geografía que Prusia disputó a Varsovia durante más de dos siglos. Según la fecha en que se consigne su localización, en los mapas más antiguos aparece hacia el este de Alemania, y en los actuales, hacia el oeste de Polonia. Europea por convicción y polaca por resignación, Poznan acaso aprendió, con el paso de las guerras, las invasiones y las anexiones, que la identidad podía ser un dato secundario. La vida y la obra de Bauman son, en cierta manera, un silogismo de esta historia mutante.

Como Kantorowitz, como Levinas, como tantos otros intelectuales judíos de Europa del este, la familia de Bauman tuvo que emigrar en los años 30 durante la persecución del fascismo. Pero a diferencia de ellos, el sociólogo regresó a su país de origen después de 1945. Ahí, en Varsovia, fue víctima del estalinismo en 1968. Su segunda gran emigración culminó en la ciudad inglesa de Leeds, en cuya universidad concibió las principales obras de un pensamiento que ha hecho de la crítica a la modernidad la trama de una auténtica deconstrucción de la condición social contemporánea.

Ninguno de los temas de Bauman es aleatorio: surgen de la sospecha de que las teorías sociales elaboradas en el siglo XIX y a principios del XX sirven poco o nada para explicar las mutaciones que dominan la vida social desde el fin de la guerra fría, la aparición de la computadora personal y la consolidación del Viagra. Enumero cuatro que parecen decisivos.

La muerte del otro. La búsqueda de una identidad definitiva, imperecedera, se ha convertido en una empresa suicida. En un mundo en el que la suma de atributos profesionales, culturales y afectivos que distinguen a un individuo cambia con mucho mayor rapidez que la vida de ese individuo, cualquier intento de anclar un «proyecto de vida» en alguna identidad es predeciblemente falible. Pero si la identidad se ha vuelto una sustancia pasajera, ¿cómo definir entonces al «otro»? El «otro» no es más que una invención o una construcción antropológica reciente, anclada inevitablemente en algún etnocentrismo, que ha dejado gradualmente de interpelar los órdenes de la diferencia. La «Diferencia» (con mayúscula) se ha evaporado como lo que siempre fue: un espejismo; sólo hay diferentes, y cambian de manera ininterrumpida.

La centralidad del miedo. En nuestros días, el consenso político ya no se erige sobre el grado de aceptación que consigue una fuerza o una elite política. Se erige sobre el principio de la reducción del miedo: ¿cuál de todas las propuestas políticas es la menos intimidante? es acaso la pregunta que se hace el elector contemporáneo. La trama contemporánea del miedo ya no reside en que el Estado devore a la sociedad (la dictadura), ni en que la sociedad irrumpa contra el Estado, la «rebelión de las masas» según Ortega y Gasset (la revolución), sino en quedar excluidos de las ofertas de una sociedad que incluyen, por supuesto, al tipo mismo de sociedad como parte de esas ofertas. Quien gobierna hoy ya no es la habilidad para producir consenso, sino la astucia para restaurar los motivos del miedo.

¿Amantes o consumidores? En los órdenes del consumo reside actualmente la forma central de nuestra sociabilidad. La dirección nodal de la subjetividad que regula la vida cotidiana y sus dogmas es cómo lograr que el ciudadano se encuentre en un estado de insatisfacción permanente. Consumir para desechar para -el pleonasmo es esencial- consumir para desechar son actos que ingresan en esa subjetividad como «necesidades». Toda relación amorosa se establece hoy bajo la convicción de que es perecedera, al igual que los objetos de consumo. Más aún: esa relación sólo adquiere sentido mediada por el consumo mismo. Sin consumo no hay, al parecer, amor, o peor aún, pruebas de amor o amor que valga. ¿Pero cuál es el límite de las relaciones amorosas desechables? Tal vez, como escribió el sociólogo chileno Tomás Moulián, el consumo nos consume.