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La stasis televisada

Fuentes: Rebelión

El caos social, la stasis marcó la conciencia colectiva en los pasos finales de la Grecia arcaica. Aquel enfrentamiento civil, ese desorden general fueron durante siglos el espectro que amenazó a una sociedad en transformación y la condujo en su huida por nuevos caminos que le llevarían hacia su esplendor clásico. Un viaje lleno de […]

El caos social, la stasis marcó la conciencia colectiva en los pasos finales de la Grecia arcaica. Aquel enfrentamiento civil, ese desorden general fueron durante siglos el espectro que amenazó a una sociedad en transformación y la condujo en su huida por nuevos caminos que le llevarían hacia su esplendor clásico. Un viaje lleno de incertidumbre que afrontaría con la recta guía de sabios legisladores como Solón, o firmes tiranos como Pisístrato.

Dos mil quinientos años más tarde, Grecia se sume de nuevo en la stasis. Bastó un policía reventando el pecho de un muchacho de quince años y el país estalló en una hoguera. El asesinato de Alexis Grigoropoulos ha sacudido las entrañas helénicas y las cámaras del mundo entero aprovecharon para filmar el último capítulo del Apocalipsis. Un nuevo episodio que dé continuidad al serial de disturbios: Los Ángeles en 1992, el Nueva Orleans arrasado por el Katrina, el París de coches calcinados de 2005 y 2007.

En realidad, el planeta entero se sumerge en esa stasis si contemplamos los informativos de televisión del mediodía. El mismo fuego parece arrasar los rincones del Congo, el mismo olor dulzón a muerte se percibe en las recepciones de los hoteles de lujo en Bombay, mientras los difuntos de la estación Victoria siguen recordándonos el viejo titular de que afortunadamente todos los muertos eran de tercera. Es el conflicto social convertido en catástrofe natural, como los monzones o las tormentas de otoño, los juicios finales y las plagas bíblicas.

Es el reino del nihilismo. El sinsentido se enseñorea en las imágenes, con la comodidad que ello supone para los periodistas estrella de los informativos que de este modo no tienen que explicar nada. Comodidad, por cierto, compartida por una izquierda demasiado perpleja como para perder el tiempo en intentar comprender lo que le rodea, eternamente ocupada en su último congreso político o sindical. «No tenemos nada que perder, ¿qué importa lo que queramos?», afirmará entonces un joven rebelde. Palabras improvisadas que el corresponsal de turno lo transcribirá satisfecho por haber hallado un buen titular, por condensar así en tan pocas palabras una nueva derrota.

Y de este modo, con la reconfortante tranquilidad que otorgan las cosas que se presentan sin sentido, esperaremos sentados frente al televisor la llegada del legislador ecuánime que ponga orden en la deriva. O, en su defecto, la del tirano que encauce el naufragio que se avecina. Hasta que un día, confiados y sin esperarlo, el fuego llame a nuestras puertas. Tal vez entonces consideremos que ha llegado el momento de decir algo.