Recomiendo:
0

La Tentación según San Joseph

Fuentes: Voces del Frente (Uruguay)

Que un alemán octogenario tenga antecedentes nazis no tiene por qué sorprender a nadie. Que ese alemán octogenario y ex-nazi sea además el Papa de la Iglesia Católica resulta ya un poco más extraño. Pero que, en momentos en que el mundo está casi al borde de una «guerra entre culturas», el alemán octogenario, ex-nazi […]

Que un alemán octogenario tenga antecedentes nazis no tiene por qué sorprender a nadie. Que ese alemán octogenario y ex-nazi sea además el Papa de la Iglesia Católica resulta ya un poco más extraño. Pero que, en momentos en que el mundo está casi al borde de una «guerra entre culturas», el alemán octogenario, ex-nazi y actual Papa católico, cite públicamente textos medievales ofensivos para la religión musulmana es francamente sorprendente. ¿Torpeza? ¿Burrería? ¿Ingenuidad? ¿Desconocimiento de las reglas de la diplomacia?

Tiendo a pensar que no es nada de eso. A Joseph Ratzinger seguramente le sobren experiencia, asesores y doctorados en filosofía como para no ignorar el efecto que tendrían sus palabras. Además, nadie llega a Papa siendo políticamente ingenuo o demasiado torpe.

¿Por qué hizo entonces lo que hizo?

Se podría pensar en un acto de fanatismo. Sabido es que Ratzinger tiene una visión del mundo muy pero muy conservadora, aun dentro de la Iglesia Católica. Sin embargo, cuesta creer que un hombre en su posición y con sus antecedentes ceda con tanta facilidad a los propios impulsos. Por eso me inclino por buscar una explicación más lógica. Empezemos por considerar que el pobre don Joseph está al frente de una antigua organización religiosa que, lenta pero constantemente, viene perdiendo adeptos e influencia en el mundo desde hace -por decir algo- bastante más de doscientos años. El relativismo filosófico, la separación entre la Iglesia y los Estados nacionales, el prestigio del «pensamiento científico», el aumento del agnosticismo y del ateísmo, la dificultad para reclutar sacerdotes, el multiculturalismo y cierto hedonismo práctico, propio de los tiempos en que vivimos y curiosamente coincidente con la proliferación de sectas religiosas y filosofías «alternativas», son algunos de los factores que, entre muchos otros, vienen mellando el poder, el prestigio y la presencia de la Iglesia y de la religión católicas.

Así las cosas, cualquiera diría que el laburo de Papa no es changa livianita. Pero don Joseph -insisto- es un fino e informado filósofo y un habilísimo argumentador, y es además otras dos cosas: un hombre inteligente y, más aun, un hombre astuto («inteligencia» y «astucia» no son sinónimos; en ocasiones son antitéticos). Sospecho que enseguida se habrá cuenta de que la imagen de ancianito bueno y ligeramente «gagá», que vendió Juan Pablo II durante los últimos años de su papado, no tenía demasiado futuro. Además no condice con su perfil. Ratzinger es un intelectual, un verdadero «doctor de la Iglesia» con un amplio y panorámico dominio del pensamiento universal, así que tendría que aprovechar esas armas para, al menos, empatar el partido.

EL BRILLANTE INTELECTUAL CATÓLICO

Basta leer el debate que mantuvo hace un par de años con el filósofo Jürguen Habermas para confirmar todo lo que acabo de decir. En síntesis telegráfica, Ratzinger admite que el cristianismo (ni hablemos del catolicismo) es apenas una tradición religiosa y cultural en un mundo que tiene al menos tres grandes tradiciones religioso-culturales (cristiana, islámica e hindú-budista), sin contar otras tradiciones cuantitativamente menores. Admite que, incluso en el mundo occidental, la concepción cristiana se encuentra interpelada por otra concepción: la racionalista, que adquiere voz con la Ilustración y mayoría de edad con la Revolución Francesa. En un verdadero alarde de inteligencia, reconoce la impotencia de la fe para dar cuenta del mundo actual y admite los hallazgos de la razón, incluida la teoría de la evolución, ya admitida, seguramente por su consejo, durante el papado de Karol Wojtila. Pero (en los discursos liberales de los curas siempre aparece un «pero»), Ratzinguer recuerda también los que considera excesos de la razón: la bomba de hiroshima, las guerras, el aborto, la eutanasia, la posible experimentación genética en humanos. Para concluir, propone una especie de «mormonismo» (por lo de ir de a dos) entre la razón y el cristianismo, que deberían ir siempre juntos, para cuidarse y controlarse mutuamente, para descubrir juntas el viejo «set» de valores supuestamente universales e intemporales: la sacralidad de la vida y del amor, el derecho natural, el valor de Dios, del orden, de la ley y del Estado. Al final, Ratzinger sugiere además que, juntas, razón y fe cristiana pueden convencer, convertir o influir (no recuerdo la palabra exacta) a las otras tradiciones culturales del mundo.

Como se ve, brillante jugada estratégica de don Joseph. Se «prende» a la idea rival, con la que venía perdiendo por goleada, y aprovecha su impulso para hacerse remolcar, incluso por terrenos embarrados para el cristianismo, como el del Islam.

LA SEDUCCIÓN DE GEORGE

Todo venía precioso, con el Papa Ratzinguer dialogando paquetamente con –filósofos entre marxistas y liberales, como Habermas, cuando -como siempre- apareció el demonio. No bajo el aspecto de una mujer lúbrica o de una serpiente enmanzanada. No, señor. El demonio se le apareció a don Joseph bajo el aspecto poco tentador de George W. Bush. Bush no será sensual, pero tiene aviones, bombas atómicas, soldados y lanzamisiles. Bush no será inteligente, pero es cristiano y petrolero. Busch no será seductor, pero tiene clarísimo que hay un eje del mal y que tiene centro en territorios islámicos. Para terminar, Bush será casi un tarado, pero convoca a todas las almas cristianas, aunque más no sea para curtir a bombazos a los musulmanes y a otros tramos del eje del mal.

De repente, la fina piel académica del intelectual católico saltó en mil pedazos y, de las entrañas del buen Joseph Razinger, brotó como por milagro el inquisidor, el cruzado, y también el estratega de la fe. «¿Por qué seguir tolerando a esos negros patas sucias de los musulmanes?», se habrá dicho el santo varón. «¿Por qué discutir con bolches reformados como ese Habermas?», habrá pensado el defensor de la fe. ¿Por qué tengo que competir con esos predicadores televisivos que venden baratijas en cines alquilados?, habrá exclamado con alivio el heredero de Pedro.

Porque, ¿qué mejor para una iglesia grande y establecida que una guerra entre culturas, sobre todo si puede convertirse, con un simple empujoncito, en una guerra de religión? ¿Qué mejor que ser el vocero espiritual de occidente en la guerra santa contra los musulmanes?

Creo que ahí está la clave de la actitud de Ratzinger. Atacar al Islam con una cita medieval, en estos momentos, no es un acto inocente ni torpe. Es sumarse deliberadamente a la campaña de Bush, dándole además un toque religioso. Y sumarse a la cruzada occidental, cristiana, petrolera, armamentista e inhumana de George W. Bush es una forma de matar varios pájaros con un solo tiro. Por un lado, si el delirio guerrero prospera, hay buenas chances de que el cristianismo occidental se galvanice detrás de la más grande y tradicional de sus iglesias. Por otro, en una guerra de culturas y religiones, el liberalismo racionalista y el socialismo marxista nada tienen que decir, quedan fuera de competencia. Por último, como siempre, detrás de las fuerzas de ocupación podrán ir los sacerdotes, convirtiendo y reclutando.

Así que, muy probablemente, la provocadora declaración de Ratzinger no sea casual. Es que, bien mirado, tiene mucho para ganar, en un momento en que el juego histórico parecía serle definitivamente adverso. Su estrategia ya ha causado hasta el momento ataques a dos iglesias y la muerte de una monja. Así que Ratzinger puede incluso pedir disculpas. El daño ya está hecho. La violencia tendrá desde ahora un adicional contenido religioso, ya que, por cierto, el fanatismo no es monopolio cristiano.

Estas palabras se publicarán en «Voces del Frente», un pequeño semanario de un pequeño país en el dobladillo del mapa del mundo. ¿Qué puede importarles eso al «cowboy» ignorante y al refinado intelectual católico? Tal vez nada, pero, justamente, quienes podemos frenar la locura de estos malos exponentes de la cultura occidental somos nosotros, los muchos y anónimos que, sin armas ni iglesias, creemos en otros valores de nuestra cultura: la libertad, la democracia, el respeto al derecho ajeno y, especialmente, al derecho a concebir la vida de manera diferente.