Ningún periodista, cuando insiste en la supuesta vocación por el subdesarrollo que asegura manifiesta Latinoamérica, cita como descargo a tan triste suerte, como antecedente a tener en cuenta, el genocidio conquistador que, en apenas 50 años, deshabitó el continente americano y marcó con fuego su destino arrasando sus recursos naturales e imponiendo sus credos y […]
Ningún periodista, cuando insiste en la supuesta vocación por el subdesarrollo que asegura manifiesta Latinoamérica, cita como descargo a tan triste suerte, como antecedente a tener en cuenta, el genocidio conquistador que, en apenas 50 años, deshabitó el continente americano y marcó con fuego su destino arrasando sus recursos naturales e imponiendo sus credos y mercados. Nadie que escriba o hable en los medios de comunicación sobre la pretendida incompetencia y corrupción de los gobiernos latinoamericanos, se entretiene en la colonia, tan cerca en algunos casos, para explicar esa devoción por el vasallaje.
Ocasionalmente, Vietnam vuelve a ser noticia por una u otra razón, pero nadie recuerda el genocidio de ese pueblo a manos de franceses primero y estadounidenses después. Nadie repasa la nómina de los millones de vietnamitas muertos antes de desenvainar de nuevo la pluma y criticar, por ejemplo, a sus actuales autoridades.
África ha sido tantas veces rota, tantas descompuesta, queda tan poco de África que no se haya saqueado o pervertido, que ni solución pareciera tener en el futuro un continente que acumula guerra sobre peste y en el que la sequía sólo cede su espacio en los titulares a la hambruna, pero nadie que censure la insultante opulencia en que viven algunos presidentes y monarcas africanos recuerda los ejemplos que les han servido de modelo, o los países que la colonizaron antes o la siguen saqueando en la actualidad, países que tienen asiento en el llamado primer mundo.
No hay pueblo que no haya sufrido alguna vez el loco ultraje de la guerra, que no haya sido devastado, condenado a la hoguera, perseguido, dispersado. La historia es una larga sucesión de éxodos, de pueblos errantes a la búsqueda de un espacio propio en el que la vida no sea un acertijo, de odiseas por el infierno a la espera de un puesto de trabajo o de un carnet de residente, pero ningún pueblo dispone de un pasado que lo exculpe, ningún Estado disfruta de una coartada que lo justifique, excepto… el Estado de Israel.
Cada vez que alguien decide recordar en una simple cuartilla de opinión, a la que todavía no alcanza el veto estadounidense, el casi centenar de resoluciones de Naciones Unidas de las que Israel se ha burlado y desconocido, parece obligado, previamente, a rememorar el genocidio nazi hace más de medio siglo.
Cada vez que condenamos el terrorismo de Estado que impone Israel bombardeando ciudades, destruyendo infraestructuras, asesinando a miles de árabes o palestinos, se impone, antes que nada, referir la solidaridad para con las víctimas del holocausto judío hace más de medio siglo.
Cada vez que recurrimos a la Convención de Ginebra para censurar que Israel practique detenciones indiscriminadas, use fósforo blanco, torture a los presos, ataque vehículos de la Cruz Roja o dispare y mate a funcionarios de Naciones Unidas, se exige, como paso previo, la enérgica condena de la persecución de los judíos hace más de medio siglo.
Cada vez que reprobamos que el ejército israelí disfrute de patente de corso para asaltar navíos en aguas internacionales, asesinar cooperantes pacifistas o robarles sus pertenencias, se nos demanda considerar los millones de judíos asaltados, asesinados y robados, hace más de medio siglo.
Cada vez que alguien condena el crimen de una joven cooperante estadounidense aplastada por una excavadora israelí, nunca falta quien, a nombre del asesino, denuncie en la condena una muestra de antisemitismo.
Cada vez que alguien rechaza el asesinato de un palestino nunca falta quien encuentre en el rechazo a semejante crimen una expresión de odio a los judíos.
Cada vez que alguien censura aberraciones como las que ocupaban a niñas y niños israelíes, escribiendo mensajes insultantes sobre las bombas que sus soldados arrojarían sobre pueblos árabes, o a soldados israelíes mofándose y denigrando a sus prisioneros, nunca falta quien descubra en la condena una «intolerable» ofensa a la comunidad judía.
Y me pregunto si aquel holocausto fue un crimen contra la humanidad o una indeclinable licencia para el crimen. Y me pregunto si aquel genocidio fue expresión de la barbarie nazi o el mejor pretexto del Estado nazi de Israel. Pero, sobre todo, me pregunto hasta cuando ¡coño! se lo vamos a tolerar.
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