Nunca he conocido a alguien, reencarnada su voz y sus acentos, que prodigara sus tantas existencias sin acabar de mostrarnos ninguna. De hecho, no creo en la reencarnación y no por ello deja la vida de tener sentido, así se cierre el telón con el último aplauso o tras el más largo grito. Nunca he […]
Nunca he conocido a alguien, reencarnada su voz y sus acentos, que prodigara sus tantas existencias sin acabar de mostrarnos ninguna.
De hecho, no creo en la reencarnación y no por ello deja la vida de tener sentido, así se cierre el telón con el último aplauso o tras el más largo grito.
Nunca he sabido de alguien que perdiera la vida y llamara a mi puerta, ni he comprometido mi fe en blanco ante un creyente que me mostrara sus llagas como si éstas probaran las mías.
Tampoco creo en la resurrección y no por ello pierde la vida su valor aunque no llegue a trascender más allá de sus latidos.
Nunca he aceptado la transmutación de los cuerpos o que la clonación de los seres humanos pueda llegar a prolongar más de lo que la naturaleza y las circunstancias dispongan la singularidad de un individuo.
No creo en la vida eterna, sea que se reencarna, resucita o se prolonga el tiempo que se quiera, que no por ello la vida reniega de su don más preciado.
Así sea el miedo a aceptar que nuestra existencia termina el día en que nuestro aliento se apaga, o la ingenua confianza en la creencia de que no puede ser pasto de gusanos tanta ilustre y envanecida biografía, casi desde el principio de los tiempos hubo quienes dedicaron sus mayores afanes a encontrar en la reencarnación, la resurrección, la transmutación o cualquier otro esquivo guiño a las leyes de la naturaleza, el pretexto que nos hiciera eternos.
En lo que sí creo, aquella razón por la que la vida compensaría todas sus penurias y tristezas, mi único anhelo, mi fe, mi mayor ambición, es que algún día todos los seres humanos, felizmente, podamos reencontrarnos con los niños y niñas que nunca debimos dejar de ser, esas diminutas sonrisas que se nos han ido muriendo con los años y que son la más hermosa expresión de lo que fuimos y la única posibilidad que todavía nos cabe de reencarnarnos, de resucitar, de ser.
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