No corre la madrugada en las montañas del Sureste mexicano. Como si no tuviera prisa, se regodea en todos y cada uno de los rincones, como amante paciente y dedicada. La niebla le va de la mano, con su largo vestido de nube, y consigue asfixiar la luz más empecinada, le tiende cerco, la rodea […]
No corre la madrugada en las montañas del Sureste mexicano. Como si no tuviera prisa, se regodea en todos y cada uno de los rincones, como amante paciente y dedicada. La niebla le va de la mano, con su largo vestido de nube, y consigue asfixiar la luz más empecinada, le tiende cerco, la rodea de su nívea pared, la encierra en un aro difuso. Desde la mitad del cielo, la luna se bate en retirada. Una voluta de humo se confuende con la neblina, despacio, con la misma lentitud con la que la nube arropa, bajo el amplio vuelo de su nagua, las champas dispersas. Todos duermen. Todos menos la sombra. Todos sueñan. Sobre todo la sombra. Apenas extiende la mano y atrapa una pregunta.
¿Cuál es la velocidad del sueño?
No lo sé. Tal vez es… Pero no, no lo sé…
En realidad, acá, lo que se sabe, se sabe en colectivo.
Sabemos, por ejemplo, que estamos en guerra. Y no me refiero sólo a la guerra propiamente zapatista, que no acaba de satisfacer las ansias de sangre de algunos medios de comunicación y de algunos intelectuales «de izquierda», tan afectos como son, los unos a las cantidades de muertos, heridos y desaparecidos, los otros a traducir muertes en errores «por no hacer lo que yo les decía».
No sólo, también hablo de ésta a la que nosotros llamamos «IV Guerra Mundial», que se libra por el neoliberalismo y contra la humanidad. La que transcurre en todos los frentes y en todas partes, incluyendo las montañas del Sureste mexicano. Lo mismo en Palestina que en Irak, en Chechenia o en los Balcanes, en Sudán, o en Afganistán, con ejércitos más o menos regulares. La que, de la mano de éstas, el fundamentalismo de uno y otro bandos lleva a todos los rincones del planeta. La que, asumiendo formas no militares, cobra víctimas en América Latina, en la Europa Social, en Asia, en Africa, en Oceanía, en el Lejano Oriente, con bombas financieras que hacen volar en pedazos estados nacionales enteros y organismos internacionales.
Esta guerra que, según nosotros (insisto: tendencialmente), pretende destruir /despoblar territorios, reconstruir/reordenar las geografías locales, regionales y nacionales, y crear, a sangre y fuego, una nueva cartografía mundial. Esta que, en el camino, va dejando su firma de identidad: la muerte.
Tal vez la pregunta «¿Cuál es la velocidad del sueño?» debería ser acompañada de la pregunta «¿Cuál es la velocidad de la pesadilla?»
Todavía unas semanas antes de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004 en España, un periodista-analista político mexicano (de ésos a los que les dan un dulce y se sueltan cantando loas ridículas) alababa la visión «de Estado» de José María Aznar.
El analista decía que, al acompañar a Estados Unidos y a la Gran Bretaña en la guerra contra Irak, Aznar había conseguido un campo promisorio para la expansión de la economía hispana, y que el único costo que tenía que pagar era el repudio de una «pequeña» parte de la población española, «los radicales que nunca faltan, incluso en una sociedad tan boyante como la española», dijo el «analista». Y más, señaló que entonces a los españoles sólo les tocaba esperar sentados a que el negocio de la reconstrucción de Irak se echara a andar, y entonces sí, a recibir carretadas de dinero. En suma, un sueño.
La realidad no tardó en pasar a cobrar la verdadera factura de «la visión de Estado» de Aznar. Esa mañana del 11 de marzo se cumplía aquello de que Irak no está en Irak, quiero decir no sólo en Irak, sino en todo el mundo. En fin, la estación de Atocha como sinónimo de pesadilla.
Pero antes de la pesadilla estaba el sueño, pero el sueño neoliberal. Con holgada anterioridad a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en territorio estadunidense, la guerra contra Irak se había puesto en marcha.
Para ir a ese inicio nada como una foto…
Suelo llano, rojizo. Se adivina duro. Tal vez arcilla o algo parecido. Una bota. Sola, sin su par. Abandonada. Sin pie que la calce. Algunos escombros esparcidos. De hecho, la bota parece un escombro más. Es todo lo que hay en la imagen, así que es el pie de foto el que aclara que se trata de Irak. ¿Fecha? 2004, septiembre.
No se alcanza a discernir si es la bota de alguien que murió, que la abandonó en la huida, o que se trata, simple y llanamente, de una bota botada. Tampoco se sabe si es la bota de un soldado estadunidense o británico, o de un combatiente de la resistencia, de un civil iraquí o de otro país.
Sin embargo, a pesar de la falta de más información, la imagen da una idea de lo que es el Irak de la «posguerra» de Bush: violencia, muerte, destrucción, desolación, confusión, caos.
Todo un programa neoliberal.
Si el falaz argumento de que la guerra contra Irak era una guerra «contra el terrorismo» se ha venido abajo, las verdaderas razones emergen ahora, más de un año después de que, ayudada por los tanques de guerra estadunidenses, fuera derribada la estatua de Hussein y un eufórico Bush se erigiera otra a sí mismo declarando el fin de la guerra. (Probablemente la resistencia iraquí no escuchó el mensaje de Bush: el número de soldados estadunidenses y británicos muertos y heridos no ha hecho sino aumentar desde que «terminó la guerra», y ahora se suman las bajas de civiles procedentes de varias naciones.)
La ideología neoconservadora en Estados Unidos tiene un sueño: construir la «disneylandia» neoliberal. En lugar de una «aldea modelo», reflejo de los manuales de contrainsurgencia de los 60, se trataba de edificar una «nación modelo». Se eligió entonces el territorio de la antigua Babilonia.
El sueño de la construcción de un «ejemplo» de lo que debe ser el mundo (siempre según los neoliberales) se nutrió de «(…) la más apreciada creencia de los arquitectos ideológicos de la guerra (contra Irak): que la codicia es buena. No buena sólo para ellos y sus amigos, sino buena para la humanidad, y ciertamente buena para los iraquíes. La codicia crea ganancias, las cuales crean crecimiento, el cual crea trabajos, productos y servicios, y cualquier otra cosa que alguien pudiera posiblemente necesitar o querer.
«El papel de un buen gobierno, entonces, es crear las condiciones óptimas para que las corporaciones prosigan su codicia sin fondo, de modo que, a su turno, puedan satisfacer las necesidades de la sociedad.
«El problema es que los gobiernos, aun los gobiernos neoconservadores, raramente tienen la oportunidad de probar lo correcto de su sagrada teoría: a pesar de sus enormes esfuerzos ideológicos, aun los republicanos de George Bush son, en sus propias cabezas, eternamente saboteados por entrometidos demócratas, obstinados sindicatos y alarmados ambientalistas. Irak iba a cambiar todo esto. En un lugar de la Tierra, la teoría finalmente sería puesta en práctica en su más perfecta e incomprometida forma.
«Un país de 25 millones de habitantes no sería reconstruido como era antes de la guerra: sería borrado, desaparecido. En su lugar aparecería una deslumbrante sala de exposiciones para las políticas del laissez-faire, una autopía como el mundo jamás había visto.» («Bagdad año cero. El pillaje de Irak tras una utopía neoconservadora», Naomi Klein, en Harper’s Magazine, septiembre de 2004. Traducción: Julio Fernández Baralbar.)
En lugar de eso, Irak es un ejemplo sí, pero de lo que le espera al mundo entero si los neoliberales ganan la gran guerra, la IV Guerra Mundial: desempleo de casi 70 por ciento, la industria y el comercio paralizados, aumento exorbitante de la deuda externa, muros antiexplosiones por todos lados, crecimiento geométrico del fundamentalismo, guerra civil… y exportación del terrorismo a todo el planeta.
No voy a saturarlos con algo que sale a diario en las noticias: ofensivas militares de la coalición (ojo: en una guerra que «ya terminó»), movilización de la resistencia iraquí, atentados, ataques a objetivos militares y civiles, secuestros, ejecuciones, nuevas ofensivas de la coalición, nueva movilización de la resistencia iraquí, etcétera. Estoy seguro de que podrán encontrar abundante información en la prensa de todo el mundo. En castellano, sin lugar a dudas la mejor fuente es el periódico mexicano La Jornada, que cuenta entre sus colaboradores a algunos de los analistas más serios y documentados sobre el tema de Irak.
Lo cierto es que este video ya lo hemos visto antes en otras partes… y lo seguimos viendo: Chechenia, los Balcanes, Palestina, Sudán, son sólo ejemplos de esta guerra que destruye naciones para tratar de «reconvertirlas» en «paraísos»… y terminan convertidas en infiernos.
Una bota abandonada en suelos del Irak «liberado» resume el nuevo orden mundial: la destrucción de naciones, la desertificación de cualquier indicio de humanidad, la reconstrucción como el reordenamiento caótico de las ruinas de una civilización.
Hay, sin embargo, otras botas, aunque sean unas…
Botas rotas. Sí, las botas de la insurgenta Erika están rotas. En la puntera derecha, la suela está desprendida y le da a la bota un aspecto de boca insatisfecha. Los dedos no son visibles aún, así que la Erika no parece haberse dado cuenta de que sus botas, marcadamente la derecha, están rotas.
Desde los primeros días en la montaña, el mirar hacia abajo se me hizo costumbre. El calzado suele ser uno de los sueños/pesadillas del guerrillero (¿otros?: el azúcar, tener los pies secos, y otras obsesiones más bien húmedas), así que dedica a él buena parte de su atención. Tal vez por eso uno adquiere esa manía de mirar siempre a los pies del otro.
La insurgenta Erika ha venido a avisarme que ya acabaron de editar el cuento de La naranja mágica (última producción de Radio Insurgente que trata de… bueno, mejor escúchenlo). Yo le respondo que tiene rota la bota. Ella baja la mirada y me dice «tú también». Saluda militarmente y se va.
La Erika va a cambiarse porque al rato juegan futbol dos equipos de insurgentas, uno se llama «8 de Marzo», y el otro «Las Princesas de La Selva». No sé mucho de futbol pero, a mi entender, las «princesas» juegan con un estilo bastante alejado de las buenas costumbres de la corte real, y las del «8 de marzo» lo hacen como si fuera el alzamiento del primero de enero. O sea que buena parte de ellas termina en el puesto de salud insurgente. Es más, cada vez que van a jugar, las de sanidad tienen la camilla a un lado de la cancha. «Para no dar la vuelta», dicen.
Empataron. O sea que en el futbol las insurgentas empataron. Se fueron a penaltis y llegó la hora de la formación sin que desempataran. A decirme eso viene la insurgenta Erika. La Erika es como la asesora sentimental de las insurgentas, pero esta vez no viene a contarme que a una compañera «le duele su corazón» por mal de amores, sino que ya acabó el partido y ella ya se va a dar plática a los pueblos, más en concreto, a las mujeres de los pueblos. Va de civil, o sea con ropa civil. Bueno, eso dice ella. Porque yo veo que trae unas botas hechas en talleres zapatistas y que tienen grabado un «EZLN» en un costado.
«Mmh, si vas a llevar esas botas mejor lleva el uniforme completo», le digo intentando ser sarcástico. Se va la Erika. Al rato regresa con el uniforme puesto. «¿Adónde vas?», le pregunto. «Al pueblo», responde. «Pero, ¿cómo se te ocurre ir de uniforme?, le pregunto/regaño. «Pues así me dijiste», dice que le dije. Entiendo que es inútil tratar de explicar las cualidades de la ironía sutil, así que sólo ordeno: «No, ponte de civil y quítate esas botas». Se va. Al rato regresa, con ropa civil… y descalza. Yo suspiré, ¿qué otra cosa podía hacer?
No le crean a la Erika, mi bota no está rota. Está descosida, que no es lo mismo. Además, es un ojillo el que se ha desprendido, y por eso el entrecruce de las agujetas parece sistema político en el neoliberalismo, o sea que es un revoltijo y no se sabe adónde va la derecha y adónde va la izquierda. Le estoy explicando esto a Rolando cuando llega…
La Toñita Primera-Generación, o sea la Toñita I (la del beso negado porque «mucho pica», la de la tacita rota, la del olote de maíz habilitado como muñeca), tiene ya 15 años. «O sea que cumplió 14 pero entró en 15, o sea que ya va para 16», me dice su papá, un responsable zapatista de los más antiguos con nosotros.
Yo asiento, sin confesar que nunca he entendido las altas matemáticas que rigen los calendarios en las comunidades rebeldes zapatistas (después de tratar de explicarme, inútilmente, el Monarca se resigna y sólo agrega: «Creo que es porque así es nuestro modo, que de por sí es muy otro»).
El papá de la Toñita I (o sea la Toñita Primera-Generación) viene para que yo la mire, porque tiene más de 10 años que la vi por última vez. Diez años no pasan en vano, así que la Toñita I no sólo no me niega un beso, sino que, sin que yo alcance a decir nada, me abraza y me estampa un beso en la acolchada mejilla del pasamontañas y se pone de todos colores (la Toñita I, no el pasamontañas). Yo no digo nada, pero pienso «Mmh, ando mal este año… y eso que no me he quitado el pasamontañas ni para bañarme».
Entonces la Toñita I saca de una su mochila unas sus botas y se las pone. Yo voy a preguntarle por qué se pone las botas después de caminar descalza seis horas desde su pueblo, en lugar de ponérselas para el camino y quitárselas al llegar, pero la Toñita I se adelanta y me pregunta si puede ir «allá» -y señala para donde están un grupo de insurgentas-. La Toñita I sabe lo que un beso, manque sea sobre el pasamontañas, puede conseguir, así que no espera la respuesta y se va.
Mientras la Toñita I corre a ver si la dejan jugar en el partido de futbol de las insurgentas, su papá me cuenta de su pueblo (al que yo siempre he llamado, cuidando de que nadie me escuche, «Cumbres Borrascosas»). He alcanzado a ver la cicatriz de un rasguño en el brazo izquierdo de la Toñita I, así que le pregunto de eso.
Me cuenta el papá de la Toñita I que un joven del pueblo quería llevársela a la letrina. (Nota: le aclaro al improbable lector de estas líneas que la letrina en algunos pueblos no sólo cumple sus olorosas funciones higiénicas, también suele ser lugar de encuentro de parejas. No son pocos los matrimonios en comunidades que tienen como origen el nada romántico sitio de la letrina. Fin de la Nota.) El caso es que la Toñita I no quiso ir a la letrina. «O sea que no era su gusto», me confirma su papá. Y entonces el muchacho la quiso obligar y entonces, «como no era su gusto» -reitera su papá-, forcejearon. La Toñita I logró escaparse pero, como luego dicen, se publicó y el asunto llegó a la asamblea del pueblo. Me cuenta su papá de la Toñita I que la querían meter a ella a la cárcel. Yo interrumpo: «¿Pero por qué, si a ella la atacaron y hasta trae rasguñado el brazo?» «Ah, Sup, es que viera cómo quedó el joven… -me dice el papá-, de plano quedó privado, y es que la Toñita es, como luego se dice, muy brava.»
La Toñita I, además de un rostro agraciado, tiene un físico corpulento, o sea que… ¿cómo les explico?, bueno, para que me entiendan sólo les diré que Rolando quiere que juegue de defensa central en la selección zapatista de futbol.
«Pero el equipo de las insurgentas ya está completo», le digo a Rolando. El sólo agrega: «Acaso es para el equipo de insurgentas, yo la quiero para el equipo de los hombres». En eso pasan las de sanidad con dos insurgentas bastante golpeadas. La Toñita I está llorando porque por su culpa le marcaron dos penaltis a su equipo. Yo entiendo a Rolando y volteo hacia el papá y le pregunto. «¿No ha dicho la Toñita si quiere ser insurgenta?»
La Toñita I se quitó las botas y las puso en una su mochila. Se va con su papá, caminando descalza.
No tiene mucho que se fue cuando aparece, acompañando a su mamá… la Toñita Segunda-Generación, o sea la Toñita II.
La mamá de la Toñita II, o Segunda Generación, se llama Elena. Es teniente insurgenta de sanidad y cuenta en su haber que en enero de 1994 salvó la vida de varios insurgentes y milicianos que salieron heridos de los combates de Ocosingo. En un más que modesto hospital de campaña, Elena operó heridas de bala y extrajo pedazos de metralla del cuerpo de zapatistas. «Se nos murió un compa», dijo cuando informó. No mencionó a los más de 30 combatientes, que hoy viven y luchan en estas tierras, a los que salvó.
La Toñita II tiene tres años. «¿O sea que cumplió dos y va para cuatro?», me adelanto a la explicación de Elena. Ella ríe. Quiero decir, Elena ríe. Porque la Toñita II está pegando unos chillidos dignos de mejor causa. Y es que resulta que, asumiendo mi mirada coqueta (la número 7 de mi exclusivo «catálogo de miradas seductoras») le pedí un beso. La Toñita II ni siquiera dijo «mucho pica» (o sea que no es un versión mejorada), simplemente se echó a llorar con tal vehemencia que ya tiene a su lado a un grupo de insurgentas que le ofrecen caramelos, una bolsita con cara de conejo (aunque a mí me parece que tiene cara de tlacuache -la bolsita, se entiende-), y hasta le están cantando la del chivito, una rola que tiene inusitado éxito entre los niños y niñas zapatistas.
«No te quieren», me dice, lloviendo sobre mojado, la mayor Irma. Yo respondo: «Bah, está loca por mí», y hago como que no tengo roto el corazón.
Saliendo de la bodega, Rolando me da una de esas agujas llamadas «capoteras» y un rollo de hilo de nailon.
Ya en la champa de la comandancia general del EZLN dudo…
Si no sé cuál es la velocidad del sueño, tampoco sé si remendarme las botas o el corazón.
(Continuará…)
Desde las montañas del Sureste mexicano.
Subcomandante insurgente Marcos.
México, septiembre de 2004, 20 y 10.