¡Traj-taj-taj! Traj-taj-taj… …Ahí van en portentosa marcha- Atrás -va un perro hambriento. Adelante -con la bandera ensangrentada, invisible en la nevasca, y a salvo de las balas, abriendo a suave paso la ventisca, sobre níveas dunas de perlas, con una corona de rosas- Adelante – va Jesucristo. A. Blok. Los Doce (1918). La cultura rusa […]
¡Traj-taj-taj!
Traj-taj-taj…
…Ahí van en portentosa marcha-
Atrás -va un perro hambriento.
Adelante -con la bandera ensangrentada,
invisible en la nevasca,
y a salvo de las balas,
abriendo a suave paso la ventisca,
sobre níveas dunas de perlas,
con una corona de rosas-
Adelante – va Jesucristo.
A. Blok. Los Doce (1918).
La cultura rusa del Siglo XIX estuvo poseída de la idea de la verdad como un designio que los hombres aspiran alcanzar en su paso por el reino de este mundo. La gran literatura rusa puso su punto final en una calle oscura de Petrogrado: en medio de la nevasca sólo se alcanzan a vislumbrar la silueta de un perro hambriento (¿el viejo mundo demolido?), doce sombras con las armas empuñadas en pos de Jesucristo y una bandera ensangrentada. La imagen final del poema Los Doce de A. Blok es la última pagina de la literatura rusa. Ese maravilloso torrente creador culmina atrapando la imagen del ideal que siempre persiguió: los doce guardias rojos (¿apóstoles con rifles? ¿malhechores que vieron en la revolución su elemento?…) tras de Jesucristo, que se abre camino en medio de la negra noche y la tormenta de nieve (¿los elementos desatados por la revolución?), con una bandera ensangrentada en lugar de una cruz (¿el ideal que, al descender de los cielos, para tornarse realidad ha tenido que mancharse de sangre? ¿Acaso el cielo y la tierra, el ideal social y la realidad, convergen en armonía, se ensamblan sin catastróficos y terribles acoplamientos?…).
Los contemporáneos de Blok, sin importar sus tendencias, en su mayoría fueron unánimes en reconocer que Los Doce era la mayor obra que la literatura rusa dio al mundo en los años de la revolución. Los Doce, junto con Los Escitas, escritas en enero de 1918, son la culminación de la obra poética de Blok, son el eslabón que une orgánicamente al torrente de la tradición clásica rusa con la proyección de un mundo nuevo. Los Doce constituye la última página de la literatura rusa, y la primera del nuevo libro de la literatura soviética.
Como hemos visto, todo el periodo previo a la Revolución de Octubre se caracteriza por una intensa búsqueda, de ahí que «todo el sentido del arte sea el movimiento hacía la verdad.» (Y.M. Lotmán. Poetas y Poesía. S.Petersburgo, 1996). Lo mejor de la literatura, el pensamiento social y las artes, dirige sus energías a la búsqueda de la verdad, pero no sólo de la verdad racional (científica) que se limita a constatar, explicar, y a sacar provecho de un fenómeno o regularidad, sino también de la verdad como justicia, como expresión de la armonía entre los hombres, y de su quehacer transformador con el mundo circundante. La tensión entre la «verdad racional» y la «verdad como justicia», que atraviesa la literatura y el pensamiento social ruso de entre siglos, contiene en sí el problema de los ideales sociales, a saber: la relación contradictoria entre la realidad como es y como debería ser; entre la cruda realidad y su negación moral; entre lo que está determinado por la necesidad y la contingencia en una realidad histórica concreta y es negado por una proyección político-moral, como crítica, como intento por superarla, pero factible sólo a condición de que se sustente en las mismas condiciones que se niegan. Pero la revelación de la verdad como justicia, en su inicio, es sólo eso -un descubrimiento deslumbrante. El pintor y músico lituano K. M. Chiurlionis (1875-1911), que viviera varios años en San Petersburgo, pintó un pequeño cuadro, «La verdad«, en cuyo fondo aparece un extasiado rostro, iluminado por la llama de una vela que devora a pequeños ángeles, cual mariposas atraídos por el fuego: es seductora esa revelación de la verdad, como un fuego que se alimenta «de los materiales más ligeros…», de mitos y valores, una hoguera que purifica devorando antiguas creencias para abrir paso a otras nuevas. Así se anuncia la revelación de un ideal pronto a tornarse realidad. Pero, la encarnación del ideal exige medios, que serán obtenidos de quienes los detentan y, una vez que éstos se han agotado, se tendrá que inventar y crear nuevos. La primera posibilidad conduce generalmente a la destrucción y a la violencia, la segunda a la creación y a la reconciliación. Sólo la segunda posibilidad demostrará que una revolución es realmente grandiosa.
La revolución representó para buena parte de esa generación una respuesta a esa búsqueda. La Revolución de Octubre constituyó la revelación del ideal, de la verdad como justicia tan largamente anhelada. Esto tendría implicaciones trascendentales para el arte y la cultura. «La idea de que la verdad última ha sido encontrada, deriva en la tentación de asignar al arte la función ya no de búsqueda, sino de propaganda. Propiamente la teoría pasa a ocupar un lugar más alto que el arte; las épocas dogmáticas aproximan la función del arte con la técnica… Sin embargo, la cultura nunca suele ser univalente: poner un signo de equivalencia entre sus ideales y su propia realidad siempre engendra errores. La senda de la cultura rusa después de Blok nunca fue unilineal ni tampoco representa en sí la simple realización de temas dados de antemano… y es un derecho del arte zafarse de la esfera de los sentidos univalentes al espacio de la búsqueda abierta.» (Lotmán).
En realidad el triunfo de la Revolución de Octubre significó para millones de gentes, tanto en Rusia como en Occidente, la recuperación del sentido de finalidad de la historia; largamente buscado en Rusia, y perdido en la vorágine de la guerra en Occidente. «La demencia de la guerra fue reemplazada por el planteamiento utópico de un mundo racional.» ( A. Siniavski. Bases de la Civilización Soviética. Moscú, 2001.)
Cuando autores como Lotmán sugieren que la revolución en el poder cayó en la tentación de pretender asignar al arte una función técnica, tienen en mente las experiencias de las vanguardias artísticas, particularmente de sus expresiones, tales como ProletCult, Left, el Futurismo, y el Constructivismo. Se refieren concretamente al abandono de su previo espíritu rebelde. Pero en realidad, como hemos visto, precisamente en los primeros años del poder soviético la vanguardia política (bolcheviques) y las vanguardias artísticas confluyen naturalmente. Ante unos y otros se presenta ahora la posibilidad de forjar su capacidad inventiva, su aspiración de transfigurar el arte en la vida y la vida en el arte, a través de la construcción de las condiciones materiales y espirituales de una nueva sociedad, abriéndose un gran horizonte a sus posibilidades fantásticas. Que la cruda realidad y la práctica impusieran correcciones a los proyectos de unos y otros es otra cuestión. Después de la revolución, en el seno del movimiento artístico de izquierda tomó fuerza una nueva tendencia a concentrar su imaginación y energías en la solución de tareas y problemas prácticos, a grado tal que, -afirma Siniavski- , sacrifica la estética en aras de la utilidad, la forma en favor de la función. En efecto, si antes de la revolución el énfasis del futurismo ruso se expresaba ante todo en la forma pura, en el arte por el arte; cuando la revolución ofrece la posibilidad de «llevar el arte a la vida», buena parte de sus energías se volcaron al diseño y realización de objetos de uso útil («el arte a la producción», «de la grafica a la industria textil», «los artistas abstractos que diseñan propuestas arquitectónicas, maquinas, muebles, utensilios, losa, etc.»). Así, los críticos de las experiencias prácticas de las vanguardias artísticas sólo ven «el sacrificio del arte en aras de la producción», pero no reparan en que los movimientos vanguardistas recuperan el sentido de finalidad cuando, con sus extravagantes elucubraciones, descienden del cielo inalcanzable al sucio suelo del mundo terrenal.
Ahora, cuando la vanguardia política, al parecer, ha encontrado la respuesta a la ansiosa búsqueda que tanto fustigó al pensamiento y a la literatura rusa de las ultimas décadas, la vanguardia artística desea apuntalar esa respuesta, y contribuir con sus descubrimientos y proyectos a la edificación de la vida nueva. No es casual que en este periodo se dé el mayor esplendor del arte vanguardista, de aquellos artistas que seguían creyendo en la fuerza creadora de la revolución. Pero ya no sólo como propuestas experimentales, llamadas a subvertir el orden, sino como aplicación inmediata a la cimentación de la nueva sociedad. A esto obedece que se suela afirmar, con cierta razón, que en este periodo las artes se sometieron a las tareas asignadas por el poder, identificándose con la técnica. Pero esto es verdad sólo en parte, la búsqueda nunca cesó, y no sólo por parte de los artistas que no se identificaron con el nuevo régimen. En 1927 M. Sholojov publica el primer libro de El Don Apacible, quizá la más grande obra de la literatura rusa del siglo XX, equiparable con La Guerra y la Paz de L. Tolstoi. Esa obra monumental aborda, por primera vez con toda profundidad, el desgarramiento trágico de la revolución rusa que busca alcanzar los ideales más sublimes y venerables con medios, a veces, hasta criminales. El Don Apacible es al mismo tiempo la historia de amor de Grigori y Aksina, que para realizarse tiene que contravenir las normas morales, lo que a su vez causa la desintegración de toda una familia. Un gran amor, como una gran revolución, transforma necesariamente a quienes lo sufren y al entorno de éstos, y se realizan siempre en el límite, son el trofeo que se disputan el bien y el mal. Desde que vieron la luz las dos primeras partes de la obra, Sholojov tuvo que enfrentar toda suerte de calumnias y críticas, que llegaron -inclusive- a acusarlo de plagiar esa obra maravillosa. Para defender su honor de escritor, Shlojov presentó a una Comisión de Escritores los manuscritos de los dos primeros libros, mismos que se extraviaron durante la Guerra, dando nueva vida a esa insidiosa versión. El propio A. Solyenitzin, que siempre ha tenido como credo «no vivir en la mentira», escribió en 1975-75 el folleto El Estribo del Don Apacible, en el que, con toda su autoridad moral, respalda esa alevosa calumnia, argumentando, entre otras cosas, que un mozuelo de 22 años sería incapaz de escribir tan grandiosa obra. Pero, parafraseando a San Lucas, no hay misterio que no llegue a ser develado: en 1999 fueron encontrados los manuscritos, poniendo punto final a una de las más largas alharacas de la historia de la literatura rusa. En 1931 Sholojov tuvo que acudir a Stalin para evadir la censura en la publicación de los dos últimos tomos de esa epopeya.
La realización del nuevo ideal social (la utopía, para muchos autores) en los hechos generó nuevas búsquedas. Precisamente en los primeros años de la Rusia Soviética, E. Zamiatin escribió Nosotros, la primera gran novela de la anti-utopía, en la cual se inspiraron posteriormente G. Orwell y A. Huxley (el primero, a diferencia del segundo, así lo reconoció). En esos años también despunta otra generación que con su voz construyó su tiempo: M. Prishvin, B. Pilniak, A. Platonov, A. Tolstoi, I. Ilf y E. Petrov, M. Vulgakov, etc.
En su estupendo ensayo El Poeta y el Tiempo (1932), M. Tsvetáeva (*) explica mejor que nadie la compleja relación entre el artista y su tiempo: «Ser contemporáneo es crear tu tiempo, y no reflejarlo. Sí, reflejarlo, pero no como espejo, sino como escudo. En Rusia no hay un solo poeta de magnitud a quien, después de la Revolución, no le haya temblado y crecido la voz… El tema de la Revolución es un pedido del tiempo. El tema de enaltecer la Revolución es un encargo del partido… La única salvación, para mí y las cosas, es que el pedido del tiempo sea el resultado de una orden de mi conciencia, de la cosa eterna. La conciencia por todos los muertos, puros de corazón y no alabados, y que no pueden ser ya alabados…» En ese mismo texto, Tsevetáeva
discierne que «Esenin murió porque tomó el pedido ajeno (del tiempo a la sociedad) por su propio pedido (del tiempo al poeta). Uno de los encargos lo tomo por todo el encargo. Murió porque permitió a otros saber por sí, y olvidó que él (poeta) mismo es el conducto, el interlocutor más directo del tiempo». En la víspera de su trágica muerte, el 28 de diciembre de 1925, Esenin entregó a su amigo, el poeta Wolf Erlih, un verso que finaliza así:
Morir no es nuevo en esta vida,
Y claro está que vivir lo es menos.
Pocos días después, Mayakovski le respondería:
Para la alegría
nuestro planeta
es poco idóneo.
Hay que
arrancar la alegría
de los días venideros.
En esta vida
morir
no es difícil.
Hacer vida
cuanto más difícil es.
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(*) En una conversación con Írma Kudrova, Iósif Bródski afirmó categóricamente que consideraba a Marina Tsvetáeva el más grande poeta del siglo XX. Cito la conversación:
-«¿Entre los poetas rusos?
Él insistió un tanto irritado:
– Entre los poetas del siglo XX.
-¿Y Rílke, y …?
Bródsky insistió dando muestras de una irritación creciente:
– En nuestro siglo no hay poeta mayor que Tsvetáeva.»
I. Brodski Acerca de Tsvetáeva. Ed. NG. Moscú, 1997.
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Del mismo modo, Tsvetáeva aborda el fin trágico de Mayokovski: «Durante doce años Mayakovski-Hombre sometió a Mayakovski-Poeta, hasta que, en el treceavo año, el poeta se reveló y mató al hombre… Mayakovski vivió como hombre y murió como poeta. En la tragedia de Mayakovski hubo dos suicidios: el primero fue una hazaña, y el segundo una fiesta…» Y no obstante que Tsvetáeva se declara pura ante el Juicio Final de la palabra, nueve años más tarde también optó por la última salida, y murió como Poeta, cuando su voz, que se dirigía a la cosa eterna, no encontró eco en «la veloz locura de los tiempos».
En términos concretos la edificación de una nueva vida significa enormes posibilidades de una amplia movilidad social para los que nunca fueron nada, proporcionando a su vez un fuerte aliento al impulso transformador. Al encarnar el nuevo ideal social, se exige la incorporación de nuevas fuerzas a la industria, a las enormes tareas trazadas de construcción que se plantea el nuevo poder. De esta manera, el ideal social se vuelve tangible en la expansión sin precedentes de la movilidad social (y con ésta, el acceso a un mundo antes negado: a la instrucción, a nuevas profesiones, cargos, etc.). Y así lo vieron hasta los críticos más acérrimos del nuevo régimen. G.P. Fedotov, historiador y pensador religioso, que permaneció en Rusia hasta finales de los años veinte, escribió: «Es difícil imaginar a una familia campesina que no tenga por lo menos a un pariente en la ciudad con un cargo ostensible: oficial del ejercito rojo, juez, agente de la policía política, o en el último de los casos a un estudiante». Es decir, el ideal social se plasma en la realización concreta del sentido de finalidad de millones de hombres que sólo habían conocido la oscuridad. Cabe recordar que en 1918, en plena guerra civil, se decretó la «Escuela única para los trabajadores», la «Educación en lengua natal para las minorías nacionales», y la «Erradicación del analfabetismo» (1919); que durante el primer año del poder soviético fueron abiertos 33 institutos científicos, y organizadas varias expediciones científicas… Luego vendría el Plan Electrificación de toda Rusia -GOELRO-, que en realidad constituye el primer plan económico de la revolución. Cuando en 1920 Lenin explicaba sus planes de electrificación de la naciente Rusia Soviética y decía que «el comunismo era igual al poder soviético más la electrificación del país», un clásico de la ciencia-ficción occidental, H. G. Wells, en su libro Rusia en Tinieblas, lo llamó «el soñador del Kremlin». Así, el poder soviético, venciendo enormes resistencias, se va abriendo paso y, como Prometeo que trae el fuego al hombre, impone su proyecto civilizatorio. También cabe recordar que con la revolución de febrero se inició la desintegración del inmenso imperio ruso, y sólo con el gran ideal de fraternidad de los pueblos que emergió con la Revolución de Octubre fue posible cementar de nuevo esa inmensidad continental. Luego este proceso centrípeto se vio fortalecido por el renacimiento económico de la Nueva Política Económica, recuperando Rusia el papel de centro de atracción de las otrora provincias del imperio ruso para conformar la URSS en 1922. Al respecto, el príncipe Aleksandr Mijailovich (hermano de los príncipes Nicolai, Serguei, y Georgui Mijailovich, asesinados por los bolcheviques), tío del Zar Nikolai II, almirante y pionero de la fuerza aérea rusa, poco antes de su muerte, acaecida en París en 1933, escribió en el epilogo de sus memorias (consideradas su testamento político): «Por lo visto «los aliados»… pretendían acabar de un solo golpe con los bolcheviques y con la posibilidad del renacimiento de una Rusia fuerte. La posición de los líderes del Movimiento blanco se hizo insostenible. Por un lado, aparentando no darse cuenta de las intrigas de los aliados, llamaban… a la guerra santa contra los soviets, por otra parte, en defensa de los intereses nacionales de Rusia luchaba nada manos que el internacionalista Lenin, quien no escatimaba fuerzas para protestar contra la fragmentación del otrora imperio ruso…» (citado en: V. Kozhinov. Rusia: Siglo XX. Moscú, 2001, T.1).
Lenin, como heredero de las tradiciones revolucionarias rusas y como marxista, personifica la síntesis, la combinación ideal de la ardiente verdad como justicia y la fría y descarnada verdad racional. El humanismo y el pragmatismo que encarna Lenin resulta ser la fuerza que salva a Rusia de la deflagración total y de la desintegración que inician con la revolución de febrero. Pero, pensar que era posible salir de la hoguera de la revolución sin someter a los elementos agitados de la sociedad rusa es una quimera irresponsable. En eso radica precisamente la tragedia de toda revolución: las contradicciones se tensan y agudizan a tal grado que construir compromisos es ya casi imposible y, por lo general, cualquier desenlace suele ser sangriento: retroceder implica someter a las clases explotadas que ya no están dispuestas a continuar viviendo conforme al viejo orden; avanzar hacia la construcción de un nuevo orden implica pasar por encima de las clases privilegiadas que ya no tienen la capacidad de continuar dominando, pero que no están dispuestas a perder sus privilegios… Y no obstante, Lenin aseguraba que en Rusia existió la posibilidad de evitar la guerra civil, si a comienzos de 1918 los socialistas revolucionarios y mencheviques hubieran reconocido el poder de los Consejos (soviets). Al no reconocer el poder de los Consejos, la Asamblea Constituyente regresaba en los hechos a la insostenible situación de la dualidad de poderes. Si bien la Asamblea Constituyente contaba con la legitimidad de haber emergido de una elección, no contaba con bases sociales que daban sustento a los Consejos, y que a la postre darían la victoria a los bolcheviques en la guerra civil. El enfrentamiento entre dos programas, dos revoluciones (febrero y octubre), dos visiones del futuro de Rusia, se hizo inevitable. En la guerra civil se enfrentaron dos concepciones que procedían de la vieja tensión entre occidentalistas y autóctonos (eslavófilos). Lenin, como heredero de la tradición autóctona (de los populistas) persigue la verdad como justicia, pero por su formación marxista (occidental) asume también la verdad racional. Lenin representa uno de los momentos de reconciliación de las dos vertientes que marcaron las búsquedas de la época que le precedió. Lenin es la síntesis lógica de la vieja tensión entre eslavófilos y occidentalistas. De ahí su sencillez, humanismo, obstinación, y pragmatismo.
Como en toda guerra civil, los bolcheviques lucharon denodadamente por mantenerse en el poder. Si se considera que, al estallar la guerra civil, los bolcheviques sólo controlaban una minúscula parte del inmenso territorio del imperio ruso, y que la Guardia Blanca y otras fuerzas hostiles a la Revolución de Octubre contaban con una buena parte del ejercito regular, mejores armas y un fuerte respaldo del exterior, retener el poder era de por sí un enorme desafío. Durante ese periodo, también conocido como «comunismo de guerra», todas los esfuerzos estaban dirigidos a vencer, y no a la creación de un nuevo régimen económico y social. De ahí el énfasis en la distribución (a través del decomiso) más que en la producción. El historiador L. P. Karsavin, expulsado de Rusia en 1922 junto con otros 160 distinguidos representantes de las artes y las ciencias, escribió en 1923: «¿Acaso era posible en un país donde el ejercito huía por todos los caminos, con el transporte destruido… salvar las ciudades del hambre absoluta de otra manera que no fuera decomisando y distribuyendo, robando los bancos, los almacenes, los mercados y las tiendas, y suspendiendo el libre mercado? Inclusive, con estos medios heroicos se logró salvar de la muerte de inanición sólo a una parte de la población urbana y del aparato estatal: la otra parte murió. ¿Acaso era posible obligar al aparato necesario (soldados, marineros, guardias rojas, jóvenes revolucionarios) a trabajar por esa política de otra manera que no fuera con la ayuda de las consignas, muy conocidas y comprensibles desde hacía tiempo por la propaganda socialista?… En verdad la ideología comunista [el comunismo de guerra, ACM] resultó ser una etiqueta muy idónea para una necesidad muy cruel… Los bolcheviques, al nadar con la corriente, suponían ingenuamente que implantaban el comunismo» (L. P. Karsavin. Filosofía de la historia para quienes juzgan con las anteojeras del presente. S. Petersburgo, 1993).
Al vencer en la guerra civil, los bolcheviques tuvieron que enfrentar un desafío todavía mayor. Además de restablecer las condiciones elementales para echar andar una economía deshecha, estaban obligados a responder a las expectativas creadas por la promesa de una nueva vida. Y no sólo a la gente sencilla, sino a las mentes más refinadas. Así, por ejemplo, en una carta a L. Trotski, fechada el 6 de enero de 1920, el filosofo cosmista, V. Muráviev, decía que «por ahora el país vive a cuenta de las viejas reservas (en el sentido material y espiritual) de la riqueza cultural, o bien a cuenta de los nuevos valores producidos con base a viejos procesos productivos. Esto significa que el nuevo régimen político se alimenta de viejas relaciones productivas… Estoy lejos de negar los éxitos del poder soviético, su dimensión e importancia, pero si se plantea la cuestión de la profundidad de lo que se ha hecho, me veo obligado a expresar mis dudas. Sí, políticamente es indiscutible la victoria de los bolcheviques, pero… lo que se necesita es que cambie el subsuelo de la vida para que se lleve a cabo una profunda revolución en todas las relaciones, y en todos los modos de vida, y sus representaciones. Y en eso se ha alcanzado muy poco… Es importante, no la nueva forma de relaciones, sino la vida misma de éstas relaciones… Por ahora sólo veo un mecanismo artificialmente creado. Es necesario que viva por sí mismo, por su propia vida, que se convierta en organismo… Entonces vuestra victoria estará garantizada y en realidad estaremos ingresando a una nueva era. Entonces podremos decir si realmente ha surgido de verdad o se trata sólo de un espejismo… Mientras esto no suceda, me considero en el derecho de ver todo esto como el resultado de una revolución en pequeño sentido histórico… y aplicarle las analogías históricas y predecir su futuro destino con base a las regularidades de las revoluciones históricas que conozco».
Al finalizar la guerra civil, cuando prácticamente el 90% de la industria estaba parada, con un enorme ejercito desmovilizado y con armas en las manos, urgía dar empleo a millones de desocupados, y abrigo a siete millones de huérfanos y menores abandonados. Las masas que habían cobrado conciencia de su fuerza, en una situación insoportable y de franco desastre, no dejaron de expresar su estado de ánimo a través de la sublevación, y la de Kronshtadt fue aleccionadora para el nuevo poder. He aquí el testimonio de V. Serge sobre esos dramáticos días: «Al iniciar una nueva revolución libertaria, la revolución de la democracia popular, la verdad estaba de lado de Kronshtadt; ¨!Una tercera revolución!¨ -decían algunos anarquistas… Sin embargo, el país estaba totalmente exhausto, la producción prácticamente paralizada; las masas populares no contaban ya con ningún recurso, los nervios ya no daban más. La elite del proletariado, templada en la lucha contra el viejo orden, estaba literalmente destrozada. El partido, que había engrosado sus filas a cuenta de los arribistas, no inspiraba mucha confianza. Otros partidos eran demasiado pequeños, con más que dudosas posibilidades. Evidentemente éstos podían recuperarse n pocas semanas, pero sólo por cuenta de miles de inconformes enfurecidos, y no de entusiastas de la joven revolución como en 1917. A la democracia soviética le faltaba inspiración, organización y cabezas perspicaces, tras ella sólo había masas hambrientas y desesperadas. La oposición pequeño-burguesa reemplazo la demanda de consejos electos libremente por la consigna de ¨!Consejos sin comunistas!¨. Si la dictadura bolchevique caía, hubiera seguido el caos inmediato, en éste los alzamientos campesinos, la matanza de comunistas, el regreso de emigrantes y, por último, de nuevo la dictadura, pero a causa de las circunstancias, ahora anti-proletaria. Tales eran las perspectivas que entreveían los emigrados… lo cual fortalecía la decisión de la dirigencia en acabar rápido y a cualquier precio con Kronshtadt. Y estos no eran razonamientos abstractos. Sólo en la parte europea de Rusia se tenía conocimiento de cincuenta focos de revueltas campesinas… En estas condiciones el partido debía retroceder, reconocer como insoportable el régimen económico, pero mantener el poder. A pesar de todos los errores y abusos, el partido bolchevique representaba en ese momento la fuerza más organizada, racional, confiable y sensata, a la que, a pesar de todo, se debía confiar. La revolución no tenía otra base, y no resistiría una renovación más profunda» (Memorias de un revolucionario. Orenburg, 2001). Entonces Lenin concibió la Nueva Política Económica (aunque él la consideró como un paso atrás para poder avanzar, en realidad era el único paso adelante posible). Gracias a la NEP, en poco tiempo Rusia retomó la senda del crecimiento, y para 1924 en muchos rubros se habían alcanzado los niveles previos a la Primera Guerra Mundial, mientras que en otros se superaban. Tal es el caso de la producción de electricidad, que se rebasaba en un 150% el nivel de 1913. Y, lo que es más importante, ya para 1923 se revierte la catastrófica tendencia demográfica, al incrementarse la población en casi tres millones de habitantes. Una vez más se hizo patente que, en situaciones cardinales, Lenin siempre demostró tener un espíritu flexible y libre de dogmas, un fino tacto y una audacia política sin igual, así como un saludable pragmatismo.
Con la victoria de los bolcheviques en la guerra civil, se demostró en los hechos que el programa de octubre fue el que menos resistencia encontró en el pueblo ruso, porque, más que culminar la demolición del viejo orden (iniciado por la revolución de febrero), hacía eco de las demandas y aspiraciones más sentidas de las mayorías campesinas, obreras, y de los soldados que combatían en el frente. Desde su regreso a Rusia, Lenin tuvo que nadar a contracorriente de la mayoría de los dirigentes bolcheviques, así como de los dirigentes de socialistas revolucionarios, mencheviques, cadetes, etc., fuerzas relevantes de los acontecimientos de esos meses cruciales: negociación inmediata con Alemania de una paz separada (en contraposición del gobierno provisional dominado por las fuerzas mencionadas: paz hasta la victoria); tierra y libertad a los campesinos (esperar que fuera decretada por la Asamblea Constituyente); República de Consejos (democracia parlamentaria de tipo occidental)… Mientras tanto, los hechos hablaban por sí mismos: la conducción desastrosa de la guerra hacía más frecuentes la deserción, sublevación, y hasta la confraternización de los soldados; el incendio de haciendas y la violencia en el campo cubría ya el 90% de las provincias; la conformación de los consejos era una respuesta espontánea a la parálisis de los gobiernos locales, y al proceso de desintegración del viejo orden. Estas propuestas atendían el llamado a evitar una catástrofe mayor en todo el país. No es casual que N. Berdiaev, tal vez uno de los críticos más profundos de la revolución rusa, escribiera que «los bolcheviques para nada eran maximalistas, ellos eran minimalistas, siempre actuaron en dirección de la menor resistencia… en consonancia con los instintos y deseos de los soldados… campesinos… y obreros. Maximalistas eran quienes querían a toda costa continuar la guerra, y no quienes luchaban por terminarla cuando esta se desataba ya dentro de Rusia… El bolchevismo fue una forma transfigurada de la realización de la idea rusa, y por eso venció…. la salvación sólo puede venir del nacimiento de una nueva vida» (N. Berdiaev. Reflexiones sobre la Revolución Rusa. Berlín, 1924).
La revolución, como portadora de un autentico ideal social, avanza como un potro indómito que los bolcheviques sometieron por la fuerza (es decir, dictadura), a fin de darle sentido y dirección. De lo contrario, el aliento de la revolución se ahoga en el torbellino social o se consume en la hoguera de la guerra civil. En su panfletoLa Inteligentzia y la Revolución, escrito el 9 de enero de 1918, Blok inquiere a buena parte de sus contemporáneos: «¿Y qué pensaban? ¿Qué la revolución era un idilio? ¿Qué la creación no destruye nada en su caminar? ¿Qué el pueblo era un corderito? ¿Qué cientos de ladronzuelos, de gentes que les encanta «calentarse las manos» no intentarían hacerse de lo que no estaba en su lugar? Y, finalmente, ¿qué la querella secular entre la «plebe» y los de «sangre azul», entre los «ignorantes» y los «instruidos», entre el pueblo y la inteligentzia sería resuelta «sin sangre» y «sin dolor»?». En ese mismo artículo Blok se responde a sí mismo: «La revolución es semejante a la naturaleza. Qué pena para quienes piensan encontrar en la revolución sólo la realización de sus ensoñaciones, por muy sublimes y nobles que éstas sean. La revolución, cual torbellino tempestuoso, cual tempestad de nieve, siempre trae algo nuevo e inesperado; engaña cruelmente a muchos; en su remolino mutila con facilidad a los justos, y con frecuencia arroja a tierra firme sanos y salvos a los indignos; pero esos son sus pormenores que no cambian ni la dirección general de su corriente, ni aquel temible y ensordecedor rumor que emite su torrente. Indistintamente ese rumor es siempre sobre algo grandioso.»
Según distintas estimaciones, durante la guerra civil murieron entre 10 y 12 millones de personas. En su gran mayoría fueron victimas del desmantelamiento de la economía y del aparato del Estado, del caos social y económico. Las principales causas de muerte fueron la privación de los medios de vida, consecuencia del desbarajuste económico y la ausencia de un orden elemental que atendieran el hambre, las enfermedades, las epidemias, y la proliferación de la delincuencia. El desplome de las instituciones estatales, proceso que comenzó en febrero de 1917, desencadenó lo que algunos pensadores actuales llaman «la guerra molecular de la sociedad»: violencia de numerosos grupos delincuentes, todo tipo de querellas entre vecinos, pobladores, familias, tendían a resolverse por vía de la fuerza, aunque luego las hacían pasar por rencillas políticas. Entre 1918 y 1922 murieron 940 mil guardias rojos, en su mayoría de tifus. Si bien no hay datos exactos de las pérdidas de vidas humanas entre la Guardia Blanca, los historiadores coinciden en que fueron mucho menores. Esto quiere decir que la inmensa mayoría (nueve de cada diez) no murió en el frente de batalla, sino a causa del quebranto de las bases normales de vida. En estas condiciones, cuando distintas fuerzas radicalizadas pugnaban por menos Estado (liberales, anarquistas, levantamientos campesinos, etc.) ¿acaso había otra vía de salvación que no fuera la dictadura para someter el caos al orden? M. Prishvin, el único de los escritores destacados que pasó todos estos años en el campo, anotó en sus diarios el 11 de septiembre de 1922: «El campesino se opone a los comunistas, porque se opone a todo tipo de poder…» Y así lo percibió Mayakovski:
Este torbellino,
de la intención al fusil,
y a la obra de construcción,
y al humo de la hoguera
el Partido los tomó
en sus manos,
los dirigió, y los puso en formación.
En realidad aquí hay un problema que tiene que ver con la interrelación dialéctica entre cultura y civilización; entre el caos de los elementos y el orden social. Es conocido que la civilización en general emerge cómo resistencia a la propensión natural de las comunidades humanas al relajamiento, surge como una aspiración a moderar la efervescencia, a imponer determinados límites, diques, a los elementos que tienden a la ebullición permanente. En su base misma la civilización es, antes que nada, una forma artificial de autodefensa del hombre con respecto a sí mismo. La civilización siempre implica denodados esfuerzos, ya que las comunidades humanas se mueven en dirección al menor esfuerzo. Cuando los avances culturales (nuevos valores espirituales, políticos, morales, artísticos, científicos, técnicos…) van preparando las rupturas revolucionarias, llega un momento en que esas quiebras tienen que ver hacia atrás, hacia la tradición, para consolidar los nuevos valores e incorporarlos, como elementos perdurables, a la civilización humana. De lo contrario, la ruptura revolucionaria se vuelve una propuesta vana, que no aporta, que no enriquece, que no responde a las demandas y necesidades de los sujetos sociales emergentes. Este proceso de incorporación y consolidación de valores se realiza mediante las instituciones, leyes y normas, creadas o adaptadas con ese propósito. Esa es la razón, por la que, después de épocas revolucionaria, enseguida deviene el problema del sometimiento de los elementos sociales desatados, que después de romper los obstáculos que impedían la realización de sus aspiraciones, comienzan a amenazar las propias bases que podrían permitir dar respuesta a sus propios anhelos. Es decir, deviene la necesidad del orden, de la imposición del nuevo poder, correspondiendo a la civilización plasmar los nuevos logros de la cultura. Así, mientras que la cultura tiende a ser abierta y expansiva, dinámica, nómada y ligera; por el contrario, la civilización tiende a ser cerrada e introvertida, sedentaria, lenta, estática y petrificada. Esta tensión dual caos-sistema también es inherente a la creación artística: «Si la revolución, política o cultural, conduce al caos, es preciso preocuparse de que su inercia, que tiende siempre al caos, resulte creativa en última instancia, y no se condense en formas primitivas, o bien en formas aún no definidas del todo.» (D. Lijachiov. Ensayos de filosofía de la creación artística. S. Petersburgo, 1999). El mismo autor sostiene que «en esencia hay dos tipos de ideas, o más exactamente dos estados de las teorías… un tipo de ideas precede a la aparición de un nuevo estilo, como si le abriera el camino, sometiendo a la destrucción el estilo predecesor y su ideología. El otro tipo de ideas aspira a la realización, a la materialización del nuevo estilo. Estas ya no son simplemente ideas, sino un riguroso sistema de ideas, una ideología, que conlleva al fin de cuentas a la petrificación del nuevo estilo, misma que anuncia su propio fin.» Así, las revoluciones, más temprano que tarde, terminan por enfrentar una paradoja: sistematizar (civilización) lo que por su propia naturaleza (cultura) se desarrolla alimentándose de los elementos en ebullición (es decir, sin norma, sin prescripción, de lo contrario se le reduce al papel de mera técnica). De esta manera, si la civilización implica fuerza y organización, entonces ese fue precisamente el papel del Partido Bolchevique en la Revolución.
Ahora bien, el proceso inverso también es muy conocido: cuando las clases dominantes echan mano de la civilización, de las leyes, normas y todo la maquinaria del Estado para someter todo a sus designios y; al pretender «civilizarlo todo», los diques institucionales y normativos impuestos (concebidos como marcos de autodefensa de la sociedad) terminan por encadenar los procesos expansivos de la cultura, hasta que se forma una masa crítica, y una presión tal que, al estallar el sarcófago institucional que la encierra, se liberan en forma de transformaciones profundas o revoluciones, desatando a los elementos que tienden a barrer con todo a su paso… M. Volóshin, testigo de la hecatombe revolucionaria que condujo a la guerra fraticida, escribió en 1923 el poema Por las Sendas de Caín:
El mundo es una escalera,
y por sus peldaños
camina el hombre.
Palpamos todo
lo que él deja en su camino.
Los animales y las estrellas
-residuos de carne,
chamuscada en el fuego de la creación;
todo en su momento
sirvió al hombre de apoyo,
y cada escalón
fue una revuelta del espíritu creador.
Con la revolución se hizo evidente que, al fundar San Petersburgo, Pedro I no abrió una ventana a Occidente, sino tan sólo una rendija, a través de la cual sólo se asomó la estrecha cabeza de la elite política y económica. Y, desde entonces, como en ningún otro país, se fueron formando en Rusia dos pueblos diferentes: el del señor (Barin) y el del campesino (mujik). Mientras que en otros países de Europa las sociedades presentaban cierta graduación social, en Rusia existía una hendidura abismal entre esos dos mundos. Para algunos estudiosos, esta hendidura rebasaba el carácter meramente clasista, y llegó adoptar rasgos, inclusive, antropológicos, constituyéndose dos pueblos dentro de un mismo país que no se entendían entre sí. Esa abismal escisión entre la elite y el pueblo, que como nadie entendió A. Blok, creó las bases para que la guerra civil se desatara con una violencia de envergadura realmente cósmica. Y en la literatura rusa del Siglo XIX, con todo y su sorprendente humanismo, nunca se escuchó con plena nitidez la voz autentica del mujik. La maravillosa literatura rusa del Siglo XIX es predominantemente citadina, y sus personajes son los pequeños hombrecitos que produce la modernidad como sueño o realidad. Por primera vez en la poesía de Esenin se escucha la voz de esa inmensidad campesina de Rusia. Luego vendrían M. Prishvin, M. Sholojov y A. Platonov en la prosa. Sólo con el colosal impulso modernizador que por primera vez incorpora a «los de abajo» se fue conformando esa corriente de la literatura rusa del Siglo XX, conocida hasta hay día como literatura aldeana, como una continuidad y expresión transfigurada de la visión autóctona (eslavófila) de la senda rusa…
* * *
Pero si en 1917 Petrogrado, la ciudad más politizada del mundo, contaba con casi dos millones y medio de almas, al terminar la guerra civil en 1920 su población era de apenas 722 mil habitantes. Las brigadas obreras y los soldados revolucionarios conformaron la Guardia Roja, que sería el núcleo del futuro Ejercito Rojo. Miles de jóvenes fueron movilizados al frente, y la mayoría de los habitantes de la ciudad emigró al campo en busca de alimentos. Petrogrado vivió días aciagos de asedio, hambre, frío, y terror. Pero en medio de las balas asesinas, entre la sangre de inocentes, brotaba obstinadamente la nueva vida: pocos días después de la muerte de A. Blok, fue fusilado injustamente el poeta N. Gumilev, al mismo tiempo en la ciudad se abrían nuevos teatros, museos, escuelas, y renacían los círculos literarios y artísticos. Después de 1917, al decretarse la abolición de la propiedad privada de los inmuebles, la arquitectura de Petrogrado atravesó por un largo y desastroso periodo, principalmente como resultado de la reubicación de miles de sus habitantes de los distritos obreros a los barrios centrales de la ciudad, violentando las estructuras funcionales de las viviendas, edificios y mansiones. Los exquisitos muebles, los decorados y pisos de madera sirvieron de leña para proteger del frío invierno a una población agobiada. Los majestuosos palacios pasaron a ser museos e institutos de arte; los antiguos palacetes fueron convertidos en palacios de la cultura, clubes obreros, artísticos y deportivos. Con el enfrentamiento entre el nuevo régimen y la Iglesia Ortodoxa fueron cerrados varios templos… El resultado fue la perdida parcial, y en algunos casos, definitiva, de las cualidades artísticas de los inmuebles ocupados por los refugiados y las clases bajas. Pero a pocos días de que los bolcheviques tomaron el poder, el arquitecto constructivista, Lev Rudnev, dirigía ya la construcción del memorial a los luchadores de la Revolución en el Campo de Marte. Ivan Fomin y Rudolf Káiser participaron en el proyecto con el diseño los trazos geométricos de los paseos y prados de la inmensa plaza: el conjunto se inauguró en 1923. Cuatro años después, bajo la dirección de los arquitectos A. Nikolski, G. Siomonov, y A. Tegelho, concluyó la construcción del conjunto arquitectónico de la avenida del Tractor, y la Plaza de las Huelgas, en las que se manifiestan claramente los trazos del estilo constructivista: los autores unieron en la escuela «Diez Años de la Revolución de Octubre» el eje principal del conjunto, combinando de manera original los volúmenes diferenciados de las construcciones. Precisamente en este distrito empieza la construcción masiva de vivienda para los trabajadores de Leningrado. Asimismo, en las Puertas de Narva, Tegelho, junto con D. Krichevski, proyecta la plaza de Narva, poniendo como referencia espacial al Palacio de Cultura «M. Gorki», el primer de la ciudad. Estas edificaciones son consideradas prototipos clásicos del Constructivismo ruso, con sus características formas y volúmenes geométricos precisos, y enormes superficies de vidrio en sus fachadas…
* * *
Pero la nueva vida no había terminado de nacer. Y el crecimiento, como el de todo ser, una y otra vez sería perturbado por los padecimientos de la infancia, por accidentes, tropiezos y tropelías. «La sombra del ala de Lucifer» no había asomado toda su envergadura. Tal vez a eso se refería Blok, en 1920, cuando escribía que «la gente dormía endiablada y despiadadamente, muchos duermen todavía hasta ahora; y, no obstante, el nuevo mundo ha navegado con ímpetu sobre nosotros, convirtiendo los años, que vivimos y hemos vivido, en centurias… Aún nos aguardan muchas cosas insospechadas: nos esperan acontecimientos que habrán de ponerle cruz a las vidas y a las concepciones de los hombres más clarividentes, lo cual ya sucedió más de una vez en los años recientes».
Copenhague, diciembre de 2003.
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