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Introducción al ensayo "Revolución, ideología y política en Cuba", Premio de Ensayo Casa de las Américas-CLACSO 2009

La verdad no se ensaya

Fuentes: La Ventana

En julio de 2009 el cantante Baby Lores (1983) estrenó un regguetón, dedicado a Fidel Castro y a la Revolución cubana, titulado «Creo». En su hombro izquierdo, Lores se hizo tatuar el rostro del líder revolucionario cubano, marca que desató reacciones encontradas. Un año antes, el cantante protagonizó un escándalo al cobrar 100.00 pesos convertibles […]

En julio de 2009 el cantante Baby Lores (1983) estrenó un regguetón, dedicado a Fidel Castro y a la Revolución cubana, titulado «Creo». En su hombro izquierdo, Lores se hizo tatuar el rostro del líder revolucionario cubano, marca que desató reacciones encontradas. Un año antes, el cantante protagonizó un escándalo al cobrar 100.00 pesos convertibles (118.00 USD) como precio de entrada per capita a su concierto de reconciliación con otros dos famosos representantes del género: Insurrecto y El Chacal. El concierto tuvo lugar en el Salón Rojo del hotel Capri, uno de los centros de la vida nocturna habanera, vedada para más de dos millones de ciudadanos que viven de día, o al día, en la capital cubana.

Entrevistado después, Lores aseguró que él también querría cantar gratis para el pueblo cubano en el Teatro Karl Marx o en la Tribuna Antiimperialista José Martí,[1] posibilidad irrealizada hasta hoy.

Sintomáticamente, Lores debe su aprendizaje musical a un grupo emblema de la formación del «hombre nuevo» guevarista en Cuba: el proyecto Ismaelillo, desarrollado en Cienfuegos como espacio pedagógico socialista -con niños y niñas con «problemas sociales»- más que de creación musical. De hecho, Lores fue el líder de dos generaciones de ese proyecto. En los años ochenta, una serie televisiva mostró al grupo Ismaelillo ante los cubanos y cubanas de mi generación -los nacidos después de 1970-, como la puerta de entrada al mundo mítico de los mejores pioneros comunistas, los que estaban más cerca de «ser como el Che».

Sugerir interpretaciones sobre el tema «Creo» es un ejercicio de interés, sin embargo ahora resulta un pretexto para arriesgar dos hipótesis: a) Baby Lores quiere cantar en la Plaza de la Revolución y por ello entró en la disciplina del discurso que puede llevarlo hasta allí, con la legitimidad que supone para poder cobrar 100.00 pesos convertibles por un concierto, b) Baby Lores expresa con sus palabras y sus gestos un desafío enorme: resituar en algunas culturas juveniles existentes hoy en Cuba, temas tan desgastados por la retórica oficial como el nacionalismo, el legado de los mártires, la responsabilidad cívica de las nuevas generaciones y el concepto propio de revolución.

Si fuese correcta la hipótesis a), Baby Lores estaría repitiendo en esa canción contenidos ideológicos seculares de la Revolución, tendiendo el manto emocional de la patria sobre los problemas de la nación concreta. Si la hipótesis b) fuese cierta, también cabría considerar que el orden de su discurso es tan diferente que permite preguntarse hasta dónde impacta esos contenidos: hasta dónde las palabras, los símbolos y la sintaxis de su discurso están reelaborando aquellos contenidos.

Si Baby Lores miente, su descaro no tendría aquí ningún interés. Sin embargo, si está diciendo su verdad, expresa una profunda disociación entre discurso político y práctica ideológico-cultural dentro del socialismo en Cuba. Es cierto que el regguetón democratiza los discursos sobre la realidad cubana, al dar voz a cosmovisiones combatidas por el discurso oficial como «expresiones marginales». Y es cierto también que su carga de sexismo, violencia metodológica, individualismo posesivo, su apología sobre el triunfo que se justifica a sí mismo -discurso que reedita el mito liberal/capitalista del hombre que mediante su talento, y gracias a su combate mortal contra el mundo exterior, llega a ser un triunfador-, nada tiene que ver con lo que han defendido Fidel Castro y el discurso histórico de la Revolución cubana.

En tal caso, Baby Lores sería el hijo «desviado» de un proyecto político que aspiró a formarlo para cantar de otra manera. Sin embargo, Lores reivindica en alta voz: aunque no puedas reconocerme, aunque no te gusten mis maneras, yo soy tu hijo. La canción «Creo» sería, entonces, la metáfora de un modelo que testimonia adhesiones a sus promesas panhistóricas, pero donde la base de su sistema de valores culturales, su ideología, ha experimentado un desplazamiento axiológico en sus sedes del imaginario social: el discurso oficial habla por el país histórico mientras las ideologías presentes en lo social lo hacen por una nueva Cuba.

Este ensayo analiza problemas que el tema de Baby Lores solo contribuye a expresar: a) la cultura política existente sobre la Revolución, b) el capital simbólico de la Revolución como clave de su continuidad, y c) cómo se elaboran hoy las ideologías del futuro cubano, dimensiones todas atravesadas por una relación producida a lo largo de cinco décadas entre política e ideología en el contexto nacional.

La cultura política revolucionaria

Este epígrafe intenta una crítica de tres preguntas: el qué es, para quién se hace y cómo se hace la Revolución, para entender cómo se ha pensado este hecho en Cuba.

En el siglo XX cubano, cada intento de rebelión fue nombrado revolución. No obstante, la única gestada en el país antes de 1959 transcurrió entre 1930 y 1933, aunque sus efectos se extienden hasta 1952. Esa revolución concibió en cien días varios de los núcleos de la política cubana del siglo XX.

El hecho revolucionario provocó que la tipología del interventor no pudiera hacer nada más: fue el primer movimiento de cambio que desconoció en Cuba la política de los Estados Unidos. La emergencia de las fuerzas sociales puso fin a la característica de protectorado que tuvo Cuba desde 1902 hasta esa fecha. La estructura oligárquica del Estado fue impugnada. El cambio en la cultura política exigió modernizar el país a través de la construcción del Estado nacional. Al final del lapso, la Constitución de 1940 consagró muchas de las demandas de 1933. Con la influencia de la crisis económica primero, y la Segunda Guerra Mundial después, avanzaron la industria y el mercado nacionales, las relaciones laborales se constitucionalizaron, el movimiento sindical adquirió fortaleza; apareció la legislación social; se superó la escasez relativa de población y esta se «cubanizó».

La Revolución de 1930 reconfirmó como válido el uso de las armas para la disputa de poder. La convocatoria a la Constituyente cerró las vías a esa probabilidad, aunque la persecución de los machadistas, la derrota de la república española, y el empleo oficial de la violencia de grupos armados desembocaron en el gangsterismo político. El «cooperativismo» promovido por Machado (1927) aniquiló a los partidos tradicionales. Grau los ilegalizó (1933) y no tuvieron más primacía en el campo institucional. El fin del Machadato conllevó el cese del liderazgo anarquista sobre el movimiento obrero y la apertura a una nueva etapa del sindicalismo -sería controlada por los comunistas hasta 1947-, que constituyó una eficaz presión dentro del sistema a favor del movimiento obrero. Tras el Termidor de 1934-1935, surgió un vasto conjunto de organizaciones. Un partido de la nueva época, el Revolucionario Cubano (Auténtico) -PRC-A-, resultaría el hegemónico en la coyuntura.

Los Directorios Estudiantiles de 1927 y 1930 y el movimiento de los sargentos del 4 de septiembre de 1933 proveyeron las personalidades políticas de los veinticinco años siguientes. Los nuevos líderes habrían de preocuparse por lo social y cambiar la imagen del caudillo. El Tiburón, símbolo de la charada política cubana, imagen del triunfador de origen popular que no olvida a sus amigos, cuida de su familia y es saludado por los vecinos, actitudes traducidas a la política como nepotismo y demagogia, fue sustituido por un político que, después de 1940 y hasta 1952, encontró en el populismo la atención a lo social y en la democracia burguesa la respuesta al autoritarismo.

En el siglo XX cubano, tales contenidos recorren, sin agotarla, la idea sobre la Revolución: el antiimperialismo, la independencia nacional, el nacionalismo popular, la paz social como sinónimo de progreso social, la atribución al Estado de la responsabilidad de conseguir tal paz-progreso, el uso de la fuerza armada para obtener el triunfo y su cancelación posterior por la vía reformista de la integración al sistema, la emergencia de una nueva generación política que hace la Revolución, la conversión del caudillismo en un compuesto de institucionalidad con liderazgo carismático, la deslegitimación del multipartidismo y el desgaste de la propia democracia liberal, la suspensión de las opciones no comunistas en la dirección obrera, la integración del sindicalismo al sistema político, y la creación de un nuevo partido que reclama la condición de síntesis de todo el campo político revolucionario.

Por la magnitud de los problemas que encaraba, la revolución resultó el parto de la nación, el torrente al que era necesario confiar el cambio de la estructura del país y del sentido de la vida en el pueblo. Se pensó a sí misma como un curso indetenible, situada por encima de sus propios sujetos, hasta conformar una sustancia con vida propia: se llamó Revolución a un proceso objetivado, que adquirió vida independiente, y que se comunicaba desde un afuera respecto a sus hacedores. Por ese camino, la frase «nosotros, el pueblo» se convertiría en «la revolución y nosotros». El Estado y la Revolución -y su ideología- devinieron órdenes naturales, surgidos por imperativo categórico de las circunstancias, cuya entidad está constituida «necesariamente», como consecuencia de las demandas «fisiológicas» del país y de la sociedad, como una teleología de causas y consecuencias que debe conducir hacia el cumplimiento irremisible de la función inscrita en su naturaleza: el bien común.

Esta comprensión tuvo varias causas: una de ellas fue la necesidad de la unidad. Ante cada discordancia grave, el expediente de «La Revolución» servía para remitir a una entidad que acreditaba ir más allá de las diferencias. Se evitó así derivar la revolución en conflictos civiles. La frase de Fidel Castro «estamos haciendo una Revolución mucho más grande, y, por supuesto, mucho más importante que nosotros» -manejada como «esta Revolución es más grande que nosotros mismos»- fue pronunciada ante la posibilidad de la ruptura de la unidad revolucionaria presentada en 1964.[2] En 1957 René Ramos Latour había utilizado el recurso en una polémica con Che Guevara:

    Ten por seguro que jamás, por dolorosas e hirientes que sean las expresiones en contra mía, viniesen de quien viniesen, no serán lo suficientemente poderosas para hacerme desistir de mi propósito de hacer siempre el máximo esfuerzo por abastecer, en la medida que nos lo permitan las difíciles condiciones aquí imperantes y que tú desconoces, a una fuerza revolucionaria integrada por cubanos de diversos orígenes, pero unidos firmemente en un ideal común; a una fuerza revolucionaria que respeto y admiro y con la cual nos sentimos obligados por encima de la disparidad ideológica o política que pudiese haber entre nosotros; a una fuerza, en fin, que no es tuya ni mía, sino de la Revolución cubana.[3]

Antes que ellos, Chibás había utilizado el término «Revolución Cubana» como un continuo histórico-ideológico. Algo similar haría José Antonio Echeverría: configuró su plataforma ideológica bajo la síntesis de «Revolución Cubana». Para esa tradición, la Revolución se escribe con R mayúscula.

No obstante, la gramática tuvo sus detractores. Jorge Mañach mostró (1944) el preludio de la conducta revolucionaria en la actitud que llevó a la vanguardia de los años veinte a repudiar los hábitos de convivencia social y política en la fecha y a odiar, entre otras muchas cosas, a las mayúsculas en el lenguaje, porque en la política las mayúsculas eran la imagen simbólica de la tiranía.[4] (Es útil retener la fuerza de esa parábola: la democracia como el lenguaje que se sirve y sirve a las minúsculas, allí donde todas las palabras causan efectos iguales y son pronunciadas por iguales).

La cuestión de las mayúsculas define lo esencial: de quién es la Revolución, ¿del sujeto o de «la ideología»?, ¿del ciudadano o de la «naturaleza»? La mayúscula hace que la ideología funcione como la racionalización de la política, como metajustificación del comportamiento de «La Revolución». «En tanto instrumento de transformación consciente de la sociedad, la ideología de la Revolución Cubana desempeña un papel decisivo en la correcta solución de los problemas sociales, orienta sus acciones ante la realidad cambiante».[5] He aquí un sueño que produce monstruos: la ideología haciendo las veces de programa infalible de gobierno.

Si la Revolución es un torrente natural, habilita contenidos autoritarios hacia quienes se niegan a sumarse a su corriente, o hacia aquellos que la siguen sin suficiente velocidad. Los ejemplos son múltiples: desde las frases de los años sesenta, tipo «Cuba socialista palante y palante y al que no le guste que tome purgante», hasta el regguetón de Baby Lores: «con razón o sin razón, tú has visto que me pongo en fase y no te dejo opción». En tal sentido, la cultura del enfrentamiento posee un tópico recurrente: la traición.[6] Nunca se está ante posicionamientos distintos, sino ante posturas que traicionan un origen, asociado a la lealtad. La percepción de la Revolución como un absoluto complica la posibilidad de la evolución, con sus consiguientes efectos polarizadores.

José Antonio Echeverría sintetizó muy bien qué entendía su generación por Revolución (1956):

    La Revolución Cubana va hacia la superación de las lacras coloniales y de los males de la independencia, hacia la liberación integral de la nación, libre de toda injerencia extranjera así como de toda perversión doméstica, hacia el desarrollo integral de las potencias materiales y espirituales del país y hacia el cumplimiento de su destino histórico. La Revolución es el cambio integral del sistema político, económico, social y jurídico del país y la aparición de una nueva actitud psicológica colectiva que consolide y estimule la obra revolucionaria.[7]

La Revolución es una transformación social fundamental a favor de las mayorías. ¿Para quién se hace? La Revolución tiene un destinatario: el pueblo, y un remitente: la vanguardia y su(s) líder(es); lo que se corrobora, por ejemplo, con el repaso de las variantes que siguió la Revolución de 1930: el jacobinismo y el bonapartismo -excluyo por el momento la contrarrevolución termidoriana.

El contenido jacobino de esa Revolución fue expresado en la política práctica por Antonio Guiteras, virtual primer ministro del Gobierno de los Cien Días. Sus soluciones a la necesidad de alcanzar la soberanía nacional, la plena independencia política y económica, de hacer avanzar la «colonia superviva» en Cuba hasta el estatus de una nación y de estructurar un régimen estatal en beneficio de las grandes mayorías populares, todo lo cual lo llevó a definir al imperialismo norteamericano como el principal obstáculo a vencer para la solución de los conflictos nacionales, se situaban en la senda del jacobinismo.

El proyecto jacobino cubano encarnó en 1933 una alternativa popular al capitalismo liberal oligárquico, al buscar una alternativa de desarrollo no capitalista para los problemas de Cuba. Para ello utilizó los medios a su alcance: la doctrina de tomar el poder del Estado para desde allí realizar la tarea de la Revolución social en beneficio del pueblo, afirmando la posibilidad de un «Estado Popular»; la férrea exigencia de actuar «en nombre» del pueblo, declarándose su representante; la comprensión de la violencia revolucionaria como una necesidad del bien común; la idea de la democracia como emergencia a la política de las clases populares; la fe cuasi devota en la virtud revolucionaria; el carácter insobornable del liderazgo; así como la necesidad de lograr todo ello a través de métodos radicales, donde entra la tesis de la lucha armada para conseguir el triunfo, y de un programa político de corte intransigente desarrollado por una vanguardia ideológica.

El bonapartismo de la Revolución de 1930 respondió al nombre de «populismo cubano». Su santo y seña fue «antiimperialismo, nacionalismo y socialismo», a lo que Eduardo Chibás añadirá una palabra de connotaciones mágicas: vergüenza. Para la corta historia republicana, el populismo vivirá una onda larga hasta 1952. El nacionalismo populista fue el corolario ideológico del programa del desarrollo económico en el contexto del capitalismo dependiente. El populismo confió a un Estado, crecido en funciones y medios, la resolución de los conflictos provenientes de la sobreexplotación del trabajo, típica del subdesarrollo, y de la puja de los intereses «nacionales» contra el latifundismo exportador criollo y contra la propiedad foránea de las riquezas. El Estado sería el demiurgo de la posibilidad, el depósito de la conciencia misma de la «burguesía nacional». Por ello, se le consideró capaz de regular las consecuencias «injustas» provenientes del libre desenvolvimiento de las relaciones capitalistas de producción y de servir de garantía para «nacionalizar» la economía y para «desarrollarla».

En ese pensamiento, el pueblo es un agregado nacional, heterogéneo, nombrado con abstracción, aunque instituido a partir de la organización del trabajo: sistema de derechos laborales, sindicatos, partidos políticos con referencias de clase. El pueblo es imaginado como una comunidad de individuos con derechos universales de representación. En conjunto, enfrenta a un enemigo externo que agrede y expolia al país, lo que lo unifica a partir de conceptos como «unidad nacional».

En América Latina, la democracia liberal en clave bonapartista identificó al líder como el estandarte de los cambios, que logró la adhesión a su persona y no a su partido. El líder ocupaba la tribuna y era aplaudido con fervor por multitudes, pero desviaba las exigencias radicales hacia cursos reformistas de manejo de los conflictos; integraba «desde arriba» las clases populares al sistema político, hecho que las hacía dependientes del líder populista y del Estado asistencial. Empero, la prédica combinatoria de democracia, desarrollo económico nacional, justicia social y vergüenza caló muy hondo en la sociedad cubana: desembocó completa, con su cultura cívica, en la marea impetuosa de 1959.

Las opciones que prosperaron en Cuba en el siglo XX reconocieron estas majestades: «el pueblo pobre» y el «pueblo trabajador». Alberto Lamar fue acusado en 1927 de defender la dictadura machadista. Sin embargo, en Biología de la Democracia no aparece el nombre del sátrapa, sino una tesis sobre la imposibilidad de fundar la democracia sobre la «imposibilidad» de conseguir la igualdad.[8] Contra el libro de Lamar se activó el valor igualitario de la cultura revolucionaria, un derivado de un derecho fundamental: la igualdad política. En ese valor la revolución social se encontró con la democracia política. Este programa, por la forma en que elaboró los conceptos de pueblo y de democracia, encontrará su mejor síntesis en La historia me absolverá.[9]

Las corrientes jacobina y bonapartista de la Revolución de 1930 fundaron el motivo primero de una deontología revolucionaria: una ideología igualitaria para una democracia popular, pero también el de una ontología de la política revolucionaria: el líder buscará la ideología que asegure el poder. En el primer caso, la ideología viene primero y el proceso después; en el segundo, el líder viene primero que la ideología, y esta racionaliza en tiempo real el proceso, porque el líder los hereda a ambos y tematiza el conjunto como una trinidad, con un solo dios verdadero. Ambos casos no constituyen «contradicciones antagónicas», sino tensiones al interior del proceso.

¿Cómo se hace la Revolución? La respuesta arrastra sus atavismos: el debate entre caudillismo y democracia, la controversia sobre el personalismo y el voluntarismo, y la crítica de la centralización propia de un socialismo construido desde arriba, marcan también rasgos de la cultura política con que se ha disputado en Cuba la forma de hacer una Revolución.

Julio Antonio Mella renunció en 1923 a la presidencia del Directorio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de La Habana, que había creado un año antes, acusado por sus compañeros de conducción autoritaria. Algo similar sucedió con Antonio Guiteras, calificado por los comunistas de «socialfascista». En el seno del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR-26-7), la tensión se manifestó en el debate sobre la necesidad de consensuar un programa político propio, para evitar la determinación de la persona sobre la estructura. Así aparecieron propuestas de programas para el MR-26-7 que nunca fueron vinculantes para el Movimiento en nombre de un criterio táctico. Como la táctica puede ser leída con volubilidad, desde la Sierra Maestra Fidel Castro respondió airado a acusaciones de caudillismo en enero de 1958, vertidas dentro de su propio Movimiento. Por su parte, una zona del Directorio Revolucionario mostró preocupaciones con el liderazgo de Fidel Castro. La crítica de los comunistas de los años 50 hacia lo que consideraron ataques putschistas al cuartel Moncada (1953) y al Palacio Presidencial (1957) integra esta serie de preocupaciones: quién y cómo ocupa el poder oficial, a quiénes deja fuera de su ejercicio, qué bases sociales controlan al triunfador, y cómo se puede confrontar la redistribución de poder.

La Revolución cubana fue un plebiscito democrático para refundar los orígenes del pacto social cubano: una voluntad nacional encaminada a hacer una revolución, y no a derivarla de una situación previa, como una guerra mundial o un conflicto de naturaleza civil, como sucedió en Rusia y en China. Los cubanos se enfrentaron a las leyes de bronce de la cultura política de su momento: «sin azúcar no hay país», «aquí se puede hacer una revolución sin el ejército o con el ejército, pero nunca contra el ejército», «la política es la segunda zafra del país», «nada se puede hacer en Cuba sin el reconocimiento de los Estados Unidos», entre otras muchas nociones firmantes del complejo de inferioridad colonial al que se opuso con enorme éxito la Revolución de 1959. Tras vencer tamañas distopías, los revolucionarios tuvieron razones para considerar la historia como un fruto de la voluntad -mientras, olvidaron la base idealista de esta filosofía de la historia.

En rigor, también contaban con posibilidades materiales de acumular todo el poder para la voluntad de cambio: la burguesía cubana, que en zonas de sus sectores medio y alto había apoyado a la Revolución en defensa de sus intereses de clase, pasó su vida dependiendo de los Estados Unidos, fracasó en su proyecto reformista de los años cuarenta y no había sedimentado el prestigio social que la avalara como la clase preocupada por los destinos del país. Su caída sería llorada solo por los suyos. Ahora, que ciertos sectores de la burguesía defendieran a la Revolución por defender sus intereses no resultaba pecaminoso: el campesinado de la Sierra Maestra, que salvó y sostuvo a la guerrilla revolucionaria, y la inmensa mayoría de las clases sociales del país, que mantuvo la sociedad civil en crecientes dinámicas de resistencia, contribuyeron al triunfo revolucionario en defensa de sus propios intereses. El mérito de la estrategia de Fidel Castro fue conseguir la unicidad entre intereses propios e intereses de «La Revolución», en una escala que fundó un consenso tan profundo como abarcador de sectores sociales. Esa virtual unanimidad se puede mirar por sus dos caras sin alterar el resultado: la ausencia de límites materiales a la voluntad de transformación, o el otorgamiento de una ideología de poder total a la voluntad de transformación.

Esa imagen de la voluntad como potestas todopoderosa alteró la percepción sobre los límites espaciales y cronológicos de la posibilidad revolucionaria, hecho que no podía dejar de arrojar consecuencias políticas: la prevalencia del utopismo radical sobre el posibilismo solo podía conseguirse por una suerte de decisionismo, elaborado extrainstitucionalmente, y cargado de carisma.

Los valores del personalismo y el voluntarismo se fundieron con la tradición estatalista hasta hacer creíble el alegato del socialismo desde arriba, que intentó fundir en un solo compuesto el jacobinismo con el marxismo, a la manera de Lenin. En la idea jacobina, la Revolución se hace «desde arriba», atravesada por la virtud moral de una política ejecutada para el pueblo, que universaliza la ciudadanía alrededor de la política estatal. En un país en el cual 600 mil personas -10% de la población de entonces-, entre ellas toda la clase técnica y de servicios, emigró en pocos años, y en el cual en 1968 solo el 4% de los militantes del partido comunista -único- poseía nivel universitario, muchos podían creer que el futuro solo podía ser construido «desde arriba». Por otra parte, la política de negar el mercado, con su punto culminante en la «Ofensiva Revolucionaria» de 1968, no intentaba abolir las clases sino igualarlas: fundar la democracia de una sola clase, tradición de rancia estirpe roussoniana.

La Revolución cubana intentó superar la contradicción del jacobinismo: afirmar el derecho a la propiedad privada y negar por la vía de la prohibición, e incluso el terror, sus consecuencias: la necesidad de expandirse en cuanto ganancia capitalista. Así, condenó la propiedad privada, mas encontró su alternativa en la estatalización y no en el régimen de productores libres con que soñaba Marx. El Estado no sería una dimensión construida «de abajo hacia arriba», instituida -y sostenida- en términos de igualdad política por parte de los ciudadanos-trabajadores a través de su autoorganización, sino la instancia en la cual se produce la Revolución, que a seguidas resulta comunicada y distribuida a los ciudadanos. Esta perspectiva acumuló tantos problemas como soluciones, todos mezclados, sobre los que volveré más adelante. Aquí subrayo solo un punto: pasó de ser una forma de concebir la organización del poder, a ser «La» forma de organizarlo. El hecho aportó rasgos a la cultura revolucionaria cubana: el prestigio del «jefe», el descrédito de la tradición de autoorganización, la soberanía del poder central, la prioridad absoluta de la verdad oficial; y consiguió un argumento de autoridad para solucionar las disímiles necesidades revolucionarias: todo el poder a la dirección.

Tales valores fueron contrapesados por otros creados también en la experiencia revolucionaria: el repudio inicial a las jerarquías del señor, la señora y la señorita y a los cotos excluyentes de la propiedad privada, habido de la toma de posesión del país y de la conquista de nuevas palabras para pensarlo, organizarlo y hacerle demandas, logró integrar un pueblo como actor político de su propio poder y de sus proyectos. La Revolución cubana multiplicó los sujetos de la política, los actores de la democracia, pensada por la mayor parte del liberalismo como una competencia entre élites políticas; la elaboró como el ideal igualitario que ha de ser e instituyó una creencia: sin participación popular y sin justicia social la prédica sobre la democracia es una mentira.

La «nueva Cuba»: el capital simbólico de la Revolución

La legitimidad de una revolución relata el testimonio de un origen que conduce al futuro: resulta el advenimiento de una nueva vida. La promesa de la vida futura adquiere los matices de una religión secular: convoca a la fraternidad entre sus mílites, al «compañerismo», para conseguirla. En la Isla, la proclamación de una «nueva Cuba» está en el centro de las promesas políticas, con los términos de su universo: renovación, refundación, mañana, «ahora sí». En ese horizonte, analizo de momento tres cuestiones: la idea de la «nueva Cuba», su materialización como clave del capital simbólico de la Revolución y los problemas de la definición ideológica de tal «novedad».

Problemas de la nueva Cuba se titula el estudio que realizó la Foreing Policy Association (1934) sobre el escenario cubano, dirigido a contrarrestar los efectos de la Revolución de 1930 a través de una plataforma reformista. Joven Cuba fue la organización fundada por Guiteras para luchar por lo contrario: la revolución social. Uno de los manifiestos (1934) más importantes del ABC -una de las organizaciones políticas antimachadistas confluyentes en la Revolución de 1930- se nombra «Hacia la Cuba nueva». En esa historicidad, Cuba jamás acaba de ser nueva. La valoración positiva de dicha «novedad» se observa en todos los discursos: las oficinas cubanas en 1959 colgaban letreros en sus puertas que exigían: «Sea breve, hemos perdido cincuenta años». Una investigación publicada por la Universidad de Miami (1963) le negó cualquier adjetivo a la nueva realidad cubana: fue titulada, a secas, Un estudio sobre Cuba.[10]

La nueva Cuba necesitaba libertad económica y justicia social y un régimen libre de trabas con naciones extranjeras y «libre de apetitos de políticos y personajes propios». El Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Rafael García Bárcena -antecesor del MR-26-7 y del Directorio Revolucionario 13 de Marzo (DR)- afirmaba en su manifiesto programático: (El MNR) «se enfrenta en lo económico al comunismo, y se dirige a superar el capitalismo. Se opone, en lo social, a las exclusiones sociales o clasistas y a toda forma de totalitarismo» y concretaba su pensamiento doctrinal en: «Nacionalismo, Democracia, Socialismo».[11] Con esa proyección coincidiría también la «Carta a la Juventud», de Aureliano Sánchez Arango, ahora líder de la Triple A. Sobre esos tres pilares, la libertad política (democracia), la justicia social (socialismo) y la recuperación de los bienes del país (nacionalismo), todo ello también bajo la inspiración de la Revolución mexicana, se asentaba la cultura política cubana de los años cincuenta.

Ramiro Guerra sintetizó el programa burgués de la «nueva Cuba» de 1930, triunfador en la coyuntura: luchar contra el latifundio, como régimen de explotación de la tierra, destructor de la economía, de la organización social y, a la larga, de la soberanía política y de la independencia nacional, sin que ello conllevara una acción contra la industria azucarera ni contra el capital nacional o extranjero.[12] Sin embargo, el campo revolucionario de los años cincuenta aportó un cambio radical a ese programa: el líder sindical comunista Jesús Menéndez había afirmado: «sin obreros no hay azúcar»,[13] o sea, sin obreros no hay país. El MR-26-7 radicalizó esa trayectoria: llamó a quemar más caña. Frente a la consigna de que «sin azúcar no hay país», enarboló «una consigna mucho más generosa: «Sin libertad no hay país»».[14] Ambas comprensiones arrastrarían cambios trascendentales. La evolución ideológica experimentada en medio de la lucha condujo al repudio tanto del 10 de marzo de 1952, fecha del golpe de Batista, como del «9 de marzo», esto es, a hacer la denuncia del estatus al que habían conducido doce años de reformismo republicano. En tal horizonte, las soluciones nacionales se situarían en el camino de los proyectos colectivos. De esa evolución no escapaba la percepción sobre el papel que los Estados Unidos habrían de jugar ante un triunfo revolucionario.

El golpe de Estado de 1952 sepultó el triunfo del espacio posrevolucionario -la Constitución de 1940- y enterró el cadáver del reformismo populista. El «por qué» del marzato ha recibido atención desde diversos prismas.[15] Batista intentó capitalizar el descontento social con la promesa de resolver tres problemas: el pandillerismo alentado por el Gobierno, el peculado imperante y el hipotético plan de Prío de adelantarse a las elecciones con un golpe de mano. Intuyó que los contextos de crisis confieren prestigio a las soluciones de orden: la frase «aquí lo que hace falta es una mano dura que acabe con este relajo» ha sido repetida en la historia insular. Aun cuando el pueblo cubano vivió muchos momentos de crisis económica, las dos revoluciones que hizo en el siglo XX se enfrentaron a sendas dictaduras. Ello parecía decir: el pueblo de Cuba puede aguantar el hambre, pero no el hambre con dictadura.

Con los años, el contenido antidictatorial de la cultura política cubana de los años cuarenta y cincuenta -la otra cara de su vocación democrática- se ha difuminado. La explicación de la Revolución según la cual todo su origen se encuentra en «lo económico», impide recordar como se localiza también en contenidos específicamente políticos. Muchos jóvenes valiosos, entre ellos Fidel Castro, fueron a Cayo Confites (1947) para combatir contra Trujillo. José Antonio Echeverría; Fructuoso Rodríguez y Juan Pedro Carbó Serviá, entre otros líderes estudiantiles, integraron una expedición a Costa Rica (1955) para defender el régimen constitucional de José Figueres. Dentro de Cuba, se contaba con la memoria del «aceite de ricino» y del «palmacristi» -provistos por Machado y por Batista en su primera era- y se sabían los motivos de sus convicciones: amasar fortunas individuales, entregar el país a la embajada norteamericana y soltar las manos a la oligarquía cubana. La preocupación no se reducía al pasado insular, sino a la realidad completa de América Latina. Decía Raúl Roa:

    No es de ahora, ciertamente, la crisis del régimen democrático en nuestra América. […] Su razón última hay que buscarla en las supervivencias de la estructura colonial, en la concentración de la propiedad rural, en el desarrollo económico dependiente, en el predominio político de las oligarquías, en la concepción patrimonial de la administración pública, en el avaro atesoramiento de la cultura, en la pugna interimperialista por el control de materias primas esenciales y en la etapa de tránsito social que atraviesa el mundo. Ni Porfirio Díaz, ni Juan Vicente Gómez, ni Estrada Cabrera, ni Machado, ni Trujillo, ni Ubico, ni Somoza, ni Rojas Pinilla, ni Odría, ni Pérez Jiménez, ni Batista, ni Castillo Armas son el producto de un «destino manifiesto». Son el producto y la expresión de la alianza de la reacción, el cuartel y el imperialismo.[16]

Fidel Castro, al denunciar la venta de armas por los Estados Unidos a Somoza y a Trujillo, y de estos, a su vez, a Batista, afirmó: «Si los dictadores se ayudan entre sí, ¿por qué los pueblos no han de darse las manos? […] ¿No se comprende que en Cuba se está librando una batalla por el ideal democrático de nuestro continente?»[17]

El programa de la nueva Cuba de 1959 alcanzó un consenso extraordinario al ser capaz de fusionar demandas diversas: «pan con libertad y pan sin terror». Mostró el hambre como el resultado de la injusticia y no de la ignorancia del trabajador, y la libertad como conquista popular. Expropió así el concepto de «revolución» del campo de la «politiquería» y restituyó su sentido. El capital simbólico de la Revolución se materializó sobre la tierra firme de la justicia: haría justicia histórica al pueblo de Cuba contra los desmanes de la dictadura, y proveería la justicia del futuro con el reordenamiento de la estructura política y económica del país.

La nueva Cuba contenía la promesa de combatir la impunidad. Cincuenta años después, es necesario imaginarse al lector del primer número de Bohemia en 1959, con su desfile de horrores: la lista de los 20 mil muertos, los rostros de los asesinados, las huellas de la tortura y la magnitud de su asombro: hasta dónde pudo llegar la represión. Al consultar ese primer número, se ve en primera plana la foto de José Antonio Echeverría, aún con los ojos abiertos, y debajo el titular: «Los muertos mandan».[18]

La nueva Cuba asumió el mandato imperativo de sus muertos. Haydee Santamaría lo describió con el lenguaje de la desolación:

    Fui al Moncada con las personas que más amaba. Allí estaban Abel y Boris y estaba Melba y estaba Fidel y Renato y Elpidio y el poeta Raúl, Mario y Chenard y los demás muchachos y estaba Cuba y en juego la dignidad de nuestro pueblo ofendida y la libertad ultrajada, y la Revolución que le devolvía al pueblo su destino. […] Los que yo envueltos en una nebulosa de sangre y humo recuerdo. […] La muerte segando a los muchachos que tanto amábamos. La muerte manchando de sangre las paredes y la hierba. La muerte gobernándolo todo, ganándolo todo. La muerte imponiéndose como una necesidad y el miedo a morir sin que hayan muerto los que deben morir, y el miedo a morir cuando todavía la vida puede ganarle a la muerte la última batalla.

[19] El tiempo no cura las heridas de la historia: solo las cura la política: la reparación histórica. La grandeza de la Revolución se manifestó para todas las víctimas en castigar a los culpables: no en conseguir la paz sino en procurar la justicia. En un plano general, esa valoración positiva se extendió hacia quienes participaron del campo insurreccional. En ese origen, la Revolución ha tenido una fuente permanente de legitimidad para «los que hicieron la Revolución», los que arriesgaron sus vidas para conseguir la resurrección de los muertos y el reino de la justicia para sus sobrevivientes.

No obstante, esa única fuente hace insostenible la legitimidad en el largo plazo: el proceso social tiene que sostener la promesa de justicia para los vivos. La justificación de la Revolución se explica así tanto en la idea de «los muertos mandan» como con el testimonio de la nueva vida para un campesino: «Yo, que nunca había dormido en colchón».[20]

La Revolución cubana sustanció un concepto político de enormes resonancias: la dignidad personal y nacional. Distribuyó entre millones de seres el capital de la vida: pan y dignidad, tradujo la política al habla popular: la de sujetos crecidos en cantidad y cualidades a la vida, combatió las jerarquías sociales, hizo emerger a lo público a las clases antes aprisionadas por la dictadura del hombre y del dinero. En ello, produjo otro universo: el de una ciudadanía universal con expectativas de ejercer la política como control soberano del curso de la propia vida.

Durante una larga época, la cubana jugó un papel similar a la francesa: en su caso la historia del mundo «periférico» se pensó con o contra ella, pero jamás sin ella; la cubana construyó la posibilidad del éxito, proveyó de una memoria heroica y del prestigio de la victoria a los combates contra la opresión, con su resistencia abrió el camino a las alternativas posibles en América Latina.

La Revolución cubana contribuyó de modo decisivo a producir a América Latina como una entidad histórica con conciencia de sí y para sí; descolonizó la imaginación de esa región como una derivación de Occidente, destruyó la doctrina Monroe; abrió el campo de la crítica a lo existente y a la posibilidad de pensar y materializar alternativas; mostró en los hechos la estrategia de una guerra popular victoriosa contra el poder hasta ese momento invencible de los ejércitos regulares; aniquiló las bases del capitalismo semicolonial oligárquico; expresó la pertinencia y la utilidad de construir otro concepto de economía puesto en función de la reproducción de los intereses de la vida humana y no de la reproducción del capital; articuló al «Tercer Mundo» y viabilizó la interconexión con Asia y con África, imprescindible para contestar al imperialismo en escala global; impugnó el «desarrollo subdesarrollante»; modificó el futuro de África después de ganar allí tres guerras; sentó las bases para un desarrollo interconectado en la cooperación; abrió el camino a una tesis radical: para combatir el subdesarrollo es preciso el socialismo; afirmó que la condición primera del desarrollo es eliminar la pobreza, hecho que modificó la idea misma del «desarrollo»; combatió la argumentación pseudocientífica sobre el porqué del atraso latinoamericano; expurgó del marxismo sus contenidos eurocéntricos; y contribuyó a edificar un pensamiento latinoamericano de la emancipación: la pedagogía del oprimido, la teoría de la dependencia, la teología de la liberación, la filosofía de la liberación. Cuando no alcanzó a tanto, influyó en la construcción de otra América Latina por muchas vías: desde la Alianza para el Progreso hasta las políticas desarrollistas de la CEPAL.

El papel jugado por Cuba en la historia contemporánea cimentó el valor de la dignidad, el orgullo y la conciencia nacionales de esa nueva Cuba de geografía tan pequeña como de influencia tan desmesurada. No hace falta aquí repetir los datos estadísticos de los logros sociales alcanzados por la Revolución para comprender la entidad de la nueva Cuba que se fundó a lo largo del proceso, a partir de este núcleo: la igualdad social es un contenido del socialismo y la solidaridad internacionalista es un deber ético pero también una necesidad para el avance revolucionario.

El conjunto arroja los pilares axiológicos capaces de mantener el prestigio de la Revolución en sus representaciones sociales: la Revolución es la ruptura de toda estratificación que se ha hecho estable; el pueblo tiene los derechos soberanos sobre el país, en el manejo de sus recursos económicos y en el establecimiento de sus instituciones políticas; la unidad nacional es la clave de la independencia política frente a los injerencismos foráneos; los derechos sociales (educación, salud, alimentación, vivienda, infraestructura) son los contenidos de la justicia social y son responsabilidad estatal; la honradez -el ejemplo- es la base moral de la política revolucionaria; el enemigo histórico de la Revolución es el imperialismo y sus factores: las dictaduras, el entreguismo político, la ausencia de soberanía popular, el orden oligárquico.

Ahora, el compuesto arroja asimismo otras verdades: en el largo plazo, las mayorías sociales han adherido indistintamente el socialismo democrático, el populista y el comunista no tanto como adscripciones ideológicas, sino más bien como seguimientos a programas de gobierno solo si son capaces de beneficiarlas o de mantener la credibilidad en esa promesa; la diversidad ideológica fue el magma del cual emergió la unidad revolucionaria, pero no viceversa; las soluciones de orden cuentan con tradición en Cuba en momentos de crisis, sin embargo, no ha sido práctica entre los cubanos y las cubanas cambiar la comida por el control político; si bien se ha definido con precisión el enemigo «histórico», no siempre ha sido precisado de la misma manera el enemigo «del presente»: en 1959 era imposible vaticinar que la pequeña burguesía sería «el enemigo» pocos años después, como era imposible imaginar que lo serían los homosexuales en los años sesenta, los intelectuales «hipercríticos» en los setenta, los artesanos independientes en los ochenta o los cuentapropistas de los noventa.

Esa falta de previsibilidad parte de un déficit democrático: la insuficiencia de debate público sobre la definición ideológica del proceso. Narro una anécdota: un héroe de la insurrección de los cincuenta se dedicó, en los años noventa, a ser taxista privado. Sus compañeros se asombraron: «¿cómo tú, un héroe, te has convertido en taxista?» La respuesta fue sabia: «yo hice la Revolución contra Batista, no contra los taxistas». La valoración positiva del cambio social se justifica en la posibilidad de fundar una situación social nueva que reestructure las jerarquías sociales. Esa novedad deja tras sí traumas para los afectados y una realidad permanente de conflicto latiente, que expande, con peligro para el proceso y para sus participantes, el concepto de «enemigo». En el extremo, se llega a una comunidad nacional fracturada, parte de la cual solo en la madurez podrá elaborar la cura de su tragedia en la «reconciliación nacional» tras superar el ánimo de venganza y revancha.

Con todo, antes de llegar al extremo existe un mundo por conquistar: avanzar en la Revolución significa procesar su evolución: cómo los actores involucrados definen en la práctica política la ideología oficial del proceso y cómo la ampliación de sus prácticas de vida -objetivo primero del socialismo- significa a su vez la ampliación de la «ideología oficial».

¿Cuál sería el perfil ideológico de una «novedad» verosímil hacia el futuro? A casi veinte años de iniciado el Período Especial, todavía no ha sido calculada la magnitud de los cambios que Cuba ha experimentado en el lapso. No resulta descabellado afirmar que una periodización fuerte del hecho revolucionario sería la de Cuba «antes y después» del Período Especial. En 2009 la Isla vive acaso el momento más diverso de su historia. Es una nueva Cuba, pero el valor positivo de la «novedad» ha decaído en su cultura política. La idea de 1959 como la «hora cero» de la historia cubana, que arrastró por décadas el desconocimiento de la historia republicana burguesa, ha sido impugnada: existen continuidades y rupturas, no un borrón y cuenta nueva. Muchos de los problemas afrontados se han presentado como «errores de juventud» del proceso: «el socialismo es joven», «era necesario aprender». La «novedad» se ha utilizado menos para anunciar el futuro que para acreditar el presente: ha funcionado, en verdad, como justificación ante un hecho consumado que, se promete, no volverá a repetirse, evento que da paso a la «nueva etapa en que ahora nos encontramos».

No listaré aquí un catálogo de carencias materiales para demostrar el desgaste de las conquistas sociales de la Revolución, cuya acumulación fue esencial para conservar el consenso político en medio de la trágica crisis de los noventa y cuya devaluación puede arrastrarlo todo a su paso. Interesa en cambio subrayar otra problemática. El síndrome del «ahora sí», al prometer el futuro, propone un pacto: aceptar un error cuyo perfil es definido casi siempre de modo unilateral, criticarlo, y volver a empezar. Sin embargo, olvida que el origen de muchos de esos errores es el mismo y tiene larga data: el conjunto de la producción social sobre Cuba desde los años sesenta asombra por la forma en que desde entonces señaló su matriz, reeditada no obstante hasta hoy: la vocación estatalista, la centralización, el personalismo, la ritualización de la participación popular, la planificación burocrática, la desplanificación voluntarista, la estrechez de la esfera pública para el debate social; la conversión de la institucionalidad social en una agencia de defensa ante sus bases de los intereses del Estado; la cíclica recurrencia entre etapas de ortodoxia y heterodoxia, de idealismo y pragmatismo, de apertura y cierre, que no consigue asentar el proceso sobre un curso previsible de actuación política, previamente consensuado en el ámbito social; la falta de diseño integral de proyectos -se pudo ordenar la compra de fábricas y olvidar la provisión de materias primas-, el dogmatismo que busca resolver problemas con la misma mentalidad que los creó -para resolver las dificultades generadas por la nacionalización del 40% de la agricultura, se decidió nacionalizar otro 30% adicional-, la definición de consecuencias de problemas como si fuesen sus causas -ejemplos serían el «ausentismo» en la década de los sesenta y la «corrupción» en los últimos años-, y la insistencia en «fortalecer el trabajo político-ideológico» para resolver cuestiones que solo tendrían remedio con reestructuraciones políticas y económicas de fondo. En estas condiciones, tal «novedad» puede ser menos deseada por menos creíble.

En los años cincuenta, el discurso político sobre la nueva Cuba organizó la posibilidad de la libertad según programas de izquierdas y de derechas solo en ocasiones excepcionales. En el discurso de esa década, el valor político fundamental parece haber sido el de «revolucionarios»: un revolucionario más radical no era tanto por ser «de izquierda», como por ser insurreccionalista -aunque su posición ante los Estados Unidos fuese también medida de su radicalidad-. Un valor central de esa cultura era ser «unitario», como lo fueron Fidel Castro y José Antonio Echeverría, lo que obstruía distinguir entre izquierda y derecha.

El aserto según el cual la Revolución de 1959 «no era comunista ni anticomunista» tenía precedentes: Echeverría, en medio del ambiente anticomunista de los años cincuenta, al declarar ante una acusación de penetración comunista en la FEU que esta «no era comunista ni anticomunista, como no era católica ni anticatólica», esgrimía una declaración de principios en contra del sectarismo. Una cultura política sectaria era incompatible con las magnas necesidades de una nueva Cuba, que reclamaba su contrario: la vocación unitaria.[21]

La izquierda es un concepto relativo: se es de izquierda si también se está a la izquierda. Ante la ausencia formal de la derecha, es difícil pensar la existencia de la izquierda. Si así se afirmase, la diferencia se pluraliza en el interior de tal izquierda únicamente existente. Sugiero un rasero para comprender tal hecho: aparece una «derecha de la izquierda» que afirma la necesidad de la participación popular, mas desconfía de ella; apuesta por el debate pero niega la discusión; sobreentiende poseer la verdad del sistema, aunque no la verifica con la requisitoria popular; considera la sociedad civil como acólito del poder político; piensa que el modelo presente es el único posible, que solo es necesario «perfeccionar»; difunde el monologismo discursivo por los medios a su alcance y se cierra cuando dice abrirse al mundo. Del mismo modo, aparece una «izquierda de la izquierda» que reivindica el contenido anticapitalista del socialismo, considera que la radicalización de la democracia es el modo de construir el socialismo y de evitar la restauración capitalista, entiende la apertura de espacios de discusión pública, participación popular y control de la gestión política -y con ello la recuperación de la diversidad socialista- como la razón de ser del socialismo, y valoriza el contenido igualitario en lo que respecta a la justicia social y a la construcción horizontal de la política.

Un problema similar de definición se presenta con el concepto de «socialismo», pues ha experimentado en Cuba una elaboración muy diversa en cinco décadas. Aunque mantiene sus continuidades: la vocación social, la política elaborada para el pueblo, y la convocatoria a la participación popular para refrendar el curso definido para el proceso, también muestra rupturas: desde el socialismo de García Bárcena hasta la afirmación según la cual «nadie sabe lo que es el socialismo»,[22] pasando por considerarlo como «la defensa de las conquistas de la Revolución», sus enunciados han sido tan variados que resulta difícil reconocer en él un concepto unívoco, siquiera desde el punto de vista oficial. En este sentido, las páginas que siguen exploran los desafíos de una cultura política socialista, y de izquierdas, para el siglo XXI en Cuba.

Ideología y revolución: el lugar del futuro

¿En qué medida la imaginación sobre Cuba en 2009 es socialista?

Las filosofías de vida que pueden hallarse en la sociedad cubana actual apenas se dirimen, también, como disputas ideológicas entre izquierdas y derechas, entre marxistas y liberales, entre socialistas y defensores del libre mercado. Tales polémicas se comunican en otra lengua. Los alcances de este hecho no son solo retóricos, representan cambios en la cultura política cubana.

Cuba tiene desde 1965 un régimen unipartidista y un discurso oficializado sobre el socialismo, pero nadie afirma que su campo ideológico es una copia de directrices partidistas. Ante la ausencia formal de discursos políticos diferentes, la diversidad de su campo ideológico puede ser extraída desde varias sedes. Lo hago aquí a través del análisis de obras artísticas y literarias del último entresiglo -fines de los noventa, principios de los dos mil-. Ellas fueron concebidas a mitad de camino entre el principio del Período Especial y septiembre de 2009, momento en que escribo estas páginas: esa fecha les es suficiente para dar cuenta de buena parte de los procesos ideológicos vividos en las dos últimas décadas. Las he seleccionado, además, por la diversidad de sus discursos, en busca de tipologías, ubicadas dentro de las tradiciones del individualismo y del colectivismo. El conjunto pretende explicar desde dónde se piensa hoy en Cuba.

El Paseante Cándido, novela de Jorge Ángel Pérez,[23] enuncia una primera versión del individualismo. El texto formula una disidencia conceptual hacia la norma colectivista establecida. El Cándido habanero es un moderno buscón, cínico y hedonista. La tradición axiológica que colocó en algún otro la instancia verificadora de lo justo -fuese Dios o el resto de los hombres-, para no dejar solo al ser humano como juez de sí mismo, sucumbe ante la ética de Cándido. «La ética soy yo», parece remedar este nuevo ser que se ha hecho a sí mismo. No importa cuánta gravedad encierre el ámbito que lo circunda: todos sus caminos conducen al impulso infinito de la carne.

Luis XV decía: «amigos, he perdido el día», para calificar una jornada transcurrida sin otorgar prebendas a sus favoritos. El Cándido ha perdido el día cuando no disfruta. Respecto a la moral oficial, la subversión del Cándido es múltiple: su apuesta esencial por sí mismo, pero también por la lujuria, por la impúdica afirmación del deseo. El culto al cuerpo, la osadía del sexo, la sublimación del comer y el beber, el desconocimiento de alguna entidad transindividual, la «inconciencia» y la «despreocupación», la ausencia de valores como la «corrección», la «buena educación» y el «altruismo» colocan al Cándido en las antípodas de la moral colectivista.

Para el contexto cubano, Cándido expresa un hombre nuevo. Es la representación de una moralidad emergente, que proviene de los valores de mercado, la despolitización de la vida social, la escisión entre la vida privada y el discurso público, la falta de interés en la vida política, la solución alternativa a los problemas económicos de la vida cotidiana y la posibilidad de independizarse del monopolio estatal del empleo para sobrevivir, e incluso para prosperar. En el modelo de ciudadano expresado por Cándido, la participación no se ejercita desde la condición cívica, sino desde y para el cuerpo. Cuando el cuerpo es el sujeto político, los conceptos de Estado, poder político, ciudadanía, son irrelevantes, pues remiten a una instancia diferente a aquella en que se tematizan las demandas del cuerpo.

Sin embargo, ese repliegue de la condición cívica hacia el espacio privado refiere más a la ausencia de una relación dialógica hacia la política -expresada bajo las formas de la «indiferencia» y la «apatía»- que a algún tipo de individualismo metodológico o posesivo -necesitado este último de la política para la expansión de su espacio privado. Del imperio legal, el cuerpo reclama solo la abstinencia. Para el Cándido la política significa menos que nada. Si nada le da, nada le importa. Él puede vivir bajo cualquier régimen político: sus preocupaciones hacia lo público no cargan gravedad ni sentido de trascendencia. Para él, la ciudad es un vasto estado de naturaleza, agresivo e inhóspito, que es necesario conquistar. El País, la Nación, son como la Atlántida: representaciones platónicas. El cuerpo es el soberano.

Entre Ciclones, filme de Enrique Colina, muestra otra ideología del individualismo, que se manifiesta explícitamente política. La película muestra a un practicante del budismo adoctrinando al personaje principal, un joven en precaria situación económica, atrapado en redes de las que busca escapar. Entre Ciclones formula un discurso sobre la desconexión, un tipo de disidencia ideológico-cultural respecto al molde de la vida oficial. Si el discurso y la práctica de vida hegemónicos, centrados en la estatalización de la justicia social, resultan incapaces de proveerle un futuro deseable al personaje principal, la única salida que puede encontrar es salirse de la norma impuesta y buscar en otra parte el paraíso. El joven no aspira al «perfeccionamiento» del sistema social en que vive, pues este agotó para con él sus promesas de regeneración. No hay futuro posible para él en ese mundo. El joven, ante el último requerimiento del budista de pensar que lo «tiene todo porque no tiene nada», de que «en la meditación y la renuncia puede encontrar el Nirvana», levanta su dedo del medio, en típico gesto subversivo, y hace explícita su renuncia a la Renuncia.

El código de la renuncia le sirve al filme para asociar la idea oriental de la ascesis con la ideología del socialismo. En ambos enunciados, el religioso y el socialista, el tópico de la renuncia ocupa un lugar central. Para la religión la ascesis es camino de purificación, preliminar de una vida futura, como lo es para un tipo de socialismo: es necesario renunciar al presente en pos del futuro de la humanidad.

El personaje principal no le reconoce méritos a estos discursos -para él significan lo mismo-, o las consecuencias que sobre él ejercen los hace repudiarlos. Mas tampoco se trata de un vulgar hedonista, vocero del individualismo posesivo. El joven tiene valores solidarios y no considera a la extranjera adinerada como la mujer de sus sueños. Según él, solo intenta escapar de un círculo de hierro para el cual no encuentra alternativa dentro de los marcos del modelo político vigente.

En las antípodas de esas formulaciones sobre el individuo, otras obras concebidas en aquel lapso, discuten, dentro de la tradición colectivista, acerca de la necesidad de subvertir tanto el concepto de hombre que serviría de engranaje -el término es de Stalin- al socialismo, como el de homo economicus que está en la base de la ideología capitalista.

El vuelo del gato, novela de Abel Prieto,[24] expresa una zona de esta lógica. Retoma un análisis sobre el mestizaje de lo cubano y proyecta su ser hacia el futuro. En el libro, la filosofía del estoicismo, utilizada -a través de un personaje llamado Marco Aurelio- como modelo de perfección ética, contrapuntea con la ideología colonizada del progreso, expresada en el texto en un individuo, Freddy Mamoncillo, que quiere «adelantar» en la vida, dejando atrás todos los atributos de lo plebeyo: la mulatez, con su característico «pelo malo», los gustos por ciertos deportes y ciertas músicas, la novia también mulata, la pobreza económica. La idea del «adelanto» social, personal y familiar que posee Freddy Mamoncillo está subordinada por completo a la norma hegemónica del individualismo occidental fundador del capitalismo.

Marco Aurelio y Freddy Mamoncillo -ambos paradigmas- coexisten en la misma casa -en el mismo país, en el mismo tiempo. El libro acaba sin decir de quién será el hijo que espera la esposa de Mamoncillo, pues también Marco Aurelio tuvo relaciones sexuales con ella. En la Cuba posterior a los años noventa surgió una dura puja entre ambos paradigmas, entre el «antiguo» ideal, preconizado por Marco Aurelio, y la «nueva» doctrina, expresada por Mamoncillo, pues ambos mantienen vigencias. Para el discurso de la novela, el futuro no parece estar en uno de ambos enunciados, sino en su «cruce». Si un gato y una marta al copular no dan lugar a un gato de «piel shakesperiana y estrellada» ni a «una marta de ojos fosforescentes», sino a un «gato volante», la sinergia de Marco Aurelio con Freddy Mamoncillo no da lugar a un estoico bebedor de cervezas, sino a un hombre nuevo. El «hombre del futuro» no será el hijo de Mamoncillo o el hijo de Marco Aurelio, sino el hijo de ambos con esa mujer.

Con ello, el libro reedita la apuesta por una filosofía de vida que conjugue el «placer con el deber», la «alegría con el sacrificio», que se distancia de las versiones tópicas de la decadencia realista socialista. Al sostener relaciones con la esposa de Mamoncillo en la propia casa de este, tanto Marco Aurelio como la mujer violan los códigos del «deber de la lealtad» al amigo y al esposo. De esa pugna sobre principios esenciales, de esa controversia sobre las lealtades, puede extrapolarse una reflexión sobre la «contaminación» social que sufre la utopía del «hombre nuevo» mitologizado y los cruces ideológicos que habrá de proyectar el realmente existente.

Suite Habana, filme de Fernando Pérez, expresa otra línea colectivista desde la afirmación del individuo. En la película no hay una alternativa. No hay disyuntivas: estar o no estar, integrarse o evadirse; hay caminos posibles, aunque todos poseen un denominador común: el cuidado de sí. No hay una doble vida en sus personas-personajes. El médico no ejerce el oficio de Hipócrates en la mañana y el de payaso en las tardes. No es una solución económica -aunque también- el desempeñarse como comediante para niños. Su horizonte va más allá: su sueño es ser payaso y solo alcanzó a ser médico. Su realización personal la encuentra en la posibilidad de actuar.

Para Suite Habana la libertad es el «derecho a hablar y a pensar sin hipocresía». En la película nadie ríe y ello parece ir contra la «cubanidad» de la película. La risa y sus variantes -el embullo, el desparpajo- han sido catalogados por cierta tradición de pensamiento como uno de los rasgos del carácter nacional, sin detenerse en lo bien que sintoniza con las teorías racistas sobre lo cubano, que parten del supuesto originario de la holgazanería de los aborígenes y de su incapacidad para la concentración, el trabajo y la elevación espiritual. El filme posee una atmósfera sombría, pero no es un discurso sobre la tristeza, sino sobre la búsqueda agónica de la felicidad a pesar de la circunstancia, sobre la posibilidad y la necesidad de no claudicar ante ella y llegar a alcanzar una propia -personal- felicidad, allí donde existe una real decadencia. Los personajes están enclaustrados en una soledad tenaz, en un silencio inexpugnable, las relaciones trazadas entre ellos por el filme son utilitarias, simples intercambios económicos no solidarios, pero la película reivindica, a fuerza de un compromiso con cada vida humana, la solidaridad con el hombre concreto, la sinceridad, y el placer difícil y no subsidiario de la espiritualidad, como contrapartida a las desafecciones de lo cotidiano y del futuro.

Si este diagnóstico arrojara alguna verdad, la política socialista habría de encarar un reto descomunal: un desafío civilizatorio. La Revolución suma hoy sus acumulados históricos de generalización de derechos sociales, pacificación de la existencia, dignidad personal, crecimiento individual, pero no cuenta con una «edad de oro» a la cual muchos pretendan regresar. En la Isla, los años ochenta fueron el lapso de abundancia económica. A pesar de ello, la época se recuerda con la ternura de los desesperados: casi nadie postula el regreso de aquella edad, porque es imposible ante la inexistencia de la URSS, aunque también porque otros la asocian a modelos de control político que hoy no encuentran legitimidad. En ese contexto, acaso existe una crisis esencial: un grado de fractura cosmovisiva entre los fines proclamados por los discursos trascendentales sobre el futuro del país y las ideas que sobre su porvenir se han labrado los cubanos en la fecha. De ahí que la crisis principal que enfrenta la continuidad revolucionaria acaso sea civilizatoria: se trata de captar y conseguir reproducir, en un sentido socialista, las nuevas o renovadas subjetividades existentes en una sociedad diversificada.

El «socialismo real» no trascendió el marco impuesto por el capital y devino otra ala de la matriz liberal cuando basó su economía sobre la lógica del sentido común burgués: la lógica productivista y estatalista incrustada en las relaciones capitalistas de producción: esto es, en el reconocimiento debido a las «leyes objetivas» de la economía, en la concepción mercantil de la eficiencia, en el carácter tecnocrático y vertical de la gestión productiva y en el Estado burocrático. El capitalismo, agitando el fantasma de la «escasez» -su mito fundador- redujo al «individualismo» la afirmación radical que supone el individuo como sujeto de la política, mientras que el «socialismo real» la limitó mediante el «colectivismo». El capitalismo permitiría la diferenciación infinita del «yo» mientras esa diferencia no alcanzase a impugnar las reglas del sistema, mientras el «socialismo real» afirmaría la identidad infinita del «nosotros», con lo cual también privaría al yo individual de su condición ciudadana.

El individualismo y el colectivismo comparten una esencia: la estandarización del individuo en un «individuo tipo» expropiado de su singularidad, y reconocido solo después de haber sido abstraídas las características inherentes a su persona de la condición de ciudadano. El ciudadano, individualista o colectivizado, es desconocido en la diferencia de su cuerpo: para la «ciudadanía» resulta irrelevante que sea hombre, mujer, negro, blanco, homo o heterosexual. Afirmar una democracia del ciudadano concreto, del «individuo individual», como régimen capaz de asumir todas las consecuencias que de ello se derivan, es la promesa de futuro de un orden revolucionario: legalizar la legitimidad del ciudadano como sujeto único de la política al mismo tiempo que establecer la capacidad política de la singularidad del ciudadano.

Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5723

Descargue aquí el ensayo íntegro «La verdad no se ensaya. Revolución, ideología y política en Cuba»