En este contexto la vía electoral, considerada por muchos una ventana táctica, devino movimiento estratégico para la acumulación de fuerzas, el acceso al gobierno y la lucha por el poder. Lo electoral se ha convertido entonces, en cada momento, en suerte de bisagra que marca y periodiza cada momento y movimiento táctico. De manera que […]
En este contexto la vía electoral, considerada por muchos una ventana táctica, devino movimiento estratégico para la acumulación de fuerzas, el acceso al gobierno y la lucha por el poder. Lo electoral se ha convertido entonces, en cada momento, en suerte de bisagra que marca y periodiza cada momento y movimiento táctico. De manera que no podemos subestimar las coyunturas electorales, hasta que no logremos salir de la forma y la legitimidad que desde allí se produce.
Ahora bien, el voto y una mayoría siempre precaria, temporal y circunstancial; no es una panacea que nos conduce directamente a la construcción hegemónica, ni a la construcción revolucionaria. Hace falta sobre todo, una nueva ontología ético-política que funde y cualifique una ciudadanía radical. Es decir, que sirva a la autoconstrucción que gestiona modos diversos de una también nueva subjetividad política.
La propuesta electoral revolucionaria no puede parecerse ni en la forma, ni en el contenido a las opciones tradicionales de la derecha. Esto significa un esfuerzo por superar lo subalterno a favor de lo programático y lo estratégico. Implica que aquellos finalmente encarnen el rostro y la voz, dentro de las reglas del juego de la representación, sean la síntesis de una tradición, una experiencia y un compromiso que garantiza la superación del momento representativo, a favor de cada vez más elevadas formas de democracia directa.
Para que el pueblo deje de ser una ficción de la metafísica discursiva del ideario político burgués, éste tiene que ser construcción hegemónica. Para ello, lo electoral debe superar «el voluntarismo sustantivo», que habla de pactos y alianzas que sólo interesan a los cenáculos partidistas.
Hay que entender que los pactos y las alianzas tienen que ser, en primer lugar, de carácter social, apuntando en la dirección de la unidad del pueblo, por encima de los intereses grupales o partidistas. Fundarse y postular la estrategia electoral desde allí, implica valorar la fuerza del trabajo local y en lo pequeño, llevado a cabo por comunidades y luchadores de calle.