En1985 veía la luz el volumen Fidel y la religión, resultado de las veintitrés horas de diálogo entre el líder de la Revolución Cubana Fidel Castro y el escritor y periodista brasileño Frei Betto. Se iniciaba un proceso de reconciliación entre las ideas religiosas y revolucionarias; desaparecía así, a decir del fraile dominico, el prejuicio […]
En1985 veía la luz el volumen Fidel y la religión, resultado de las veintitrés horas de diálogo entre el líder de la Revolución Cubana Fidel Castro y el escritor y periodista brasileño Frei Betto. Se iniciaba un proceso de reconciliación entre las ideas religiosas y revolucionarias; desaparecía así, a decir del fraile dominico, el prejuicio de los comunistas y el miedo de los cristianos.
Casi treinta años después, a propósito de su primera edición ebook como parte de la colección de ebooks de/sobre el líder cubano a cargo de Ruth Casa Editorial, el destacado sociólogo, docente, investigador y ensayista, Premio Nacional de Ciencias Sociales, Aurelio Alonso, habla sobre la vigencia del texto.
Releo la entrevista y me parece escucharlo; su prosa tiene voz propia. A medio camino entre el tono anecdótico y el reflexivo, el autor de Iglesia y política en Cuba revolucionaria (1998) hilvana un discurso coherente y lúcido salpicado por confesiones exclusivas.
Tiene la impresión de que no ha respondido como yo hubiera esperado; se equivoca y se lo hago saber. Aurelio, como cariñosamente le conocemos los que casi a diario tenemos el privilegio de verlo en su oficina de la Casa de las Américas, me regala su tiempo. Me guardo otros temas. Sus respuestas me han provocado otras preguntas. Pendiente queda un próximo encuentro.
-Dentro de sus estudios e investigaciones en el campo de las ciencias políticas, la llamada transición socialista y la sociología de la religión, ¿cuáles han sido sus principales intereses, temas, acercamientos?
-Creo que lo primero a señalar es que me eduqué en un colegio católico, pertenecí allí a la cruzada eucarística, y hacía una vida de compromiso religioso. Pero el paso por los cuestionamientos propios de la adolescencia me hacía dudar del dogma de fe. Desde el comienzo del bachillerato decidí cambiar hacia la enseñanza laica -lo decidí yo mismo, mis padres no intervinieron– y mi alejamiento de la fe religiosa se consumó en esos años de estudiante. Pero debo reconocer que tuve una formación cristiana. Al final del bachillerato me impactó la lectura de Jean Paul Sartre, de su narrativa de intensa carga filosófica, y algo de su periodismo político, también en sintonía con mi irreligiosidad. Fue mi primera inclinación filosófica, la cual pienso que dejó huella en mí; me atrevería a decir incluso que estuvo en mi camino hacia el marxismo. Entonces lo percibía como el método para descubrir y conciliar las posibilidades que se abrieran a nuestra existencia personal, a nuestras circunstancias, a la inserción del individuo en el pedazo de historia que le haya tocado vivir.
Desde temprano el estudiante que ya experimentaba la transformación revolucionaria y buscaba respuestas a sus cuestionamientos, se introdujo en las lecturas marxistas, que se convirtieron en el componente definitivo de su vocación intelectual. Entraba en una perenne confrontación entre la reflexión que recibía del legado teórico y la realidad vivida en el proceso mismo de transición socialista iniciado. Así fueron aflorando mis aprendizajes, mis influencias, mis irreverencias, mis lealtades, conformando la convicción de que la coherencia no podía sostenerse en la renuncia a la necesidad de pensarlo todo con cabeza propia, de no rechazar la tentación de la duda ante una convicción confortable. Por el contrario, la coherencia deseable debía ser buscada sorteando caminos difíciles.
Para ser sincero, creo que nunca he escogido con mucho rigor especialidades profesionales, y si lo hice en algún momento, no puse obstáculo a las circunstancias que enrumbaron mis pasos dentro del proyecto revolucionario. Y en aquello en que me involucré lo acometí siempre con pleno sentido del compromiso. Quienes me conocen saben que mis circunstancias me hicieron dedicarme un par de años, a finales de los sesenta, a la ganadería lechera, y mientras cumplía las tareas que me tocaba, y sin abandonar del todo mis lecturas filosóficas, estudié sobre los suelos, los cultivos de pastos y forrajes, la alimentación del ganado, los controles y el manejo de la masa ganadera, etc., y no se me ocurriría decir, ni por asomo, que fue para mi formación tiempo perdido.
De hecho, también dentro del vasto campo de los estudios religiosos, con el cual se me suele identificar, mis intereses se movieron principalmente en torno a las perspectivas institucionales, la proyección y la doctrina social de la Iglesia, sus relaciones con el Estado y con la sociedad civil, las corrientes sociológicas y eclesiológicas vigentes. Una inclinación articulada al deseo de profundizar en las complejidades del proceso de transformación social, política y económica que me tocó vivir. Por eso evito la vaga calificación de especialista en temas religiosos que podría defraudar a quien busque mis trabajos. El contenido de las casi doscientas publicaciones que registra ya mi currículo es expresivo de esta diversidad temática, y de mi hoja de ruta en el período por el cual he andado.
Tengo la impresión de que no he respondido a tu pregunta como hubieras esperado pero esta es la respuesta que me inspiró.
-¿Cómo influyó en su obra el libro Fidel y la religión? ¿Cómo valora el aporte de ese texto en la comprensión de las relaciones entre la religión y la sociedad en Cuba? ¿Cree que el libro mantiene su vigencia después de 30 años?
-Ya había conocido yo a Frei Betto en 1980 en Nicaragua, y había leído algunos artículos suyos que lo mostraban como una de las figuras más atractivas en la línea de pensamiento abierta con la teología de la liberación, por la claridad del discurso y por su capacidad de comunicación. Cuando apareció Fidel y la religión, en 1985, yo me encontraba en misión diplomática en el exterior y recuerdo el impacto en la prensa, por lo novedosas que resultaban las revelaciones de Fidel en sus respuestas a las preguntas de Betto. Una anécdota simpática es que la primera edición en francés salía con una foto de Ramón Castro, como sabes el hermano mayor de Fidel, en la portada. Se habían confundido en la editorial, pero afortunadamente enviaron un ejemplar a la embajada cubana antes de ponerlo en circulación y pudieron desfacer el entuerto a tiempo.
Desde que lo leí me percaté de la importancia del libro. Por varias razones, pero principalmente por una. A mi juicio, la proyección abierta al entendimiento entre la fe religiosa y la ideología revolucionaria que Fidel había propugnado en su encuentro con los «cristianos por el socialismo» durante su visita al Chile de Allende en 1971, donde habló de «alianza estratégica» entre cristianos y marxistas, y de nuevo en Jamaica, en 1977, en un importante encuentro con líderes religiosos del Caribe, había padecido de una lectura equívoca durante muchos años. Incluso en el seno del propio partido cubano se interpretaba que existía una doble política en el reconocimiento del factor religioso: una de apertura y alianza hacia el exterior, explícita en dichos encuentros, y otra hacia el interior, orientada hacia el ateísmo y al debilitamiento de las iglesias, la cual se reflejaba incluso en los documentos rectores del primer congreso del PCC.
El propio Fidel daba a conocer en ese momento, a través de la edición de esas veintitrés horas de conversación concedidas a Frei Betto, que la superación completa de la discriminación por motivos religiosos era una tarea pendiente en el proyecto socialista cubano. El giro ideológico que requería la superación de lo que había sido reconocido hasta entonces como una cuestión de principio se produjo en el IV Congreso del PCC en 1991 y en la Reforma Constitucional de 1992, pero fue en Fidel y la Religión que el líder de la Revolución cubana lo dio a conocer, en el contexto de una larga reflexión sobre el espacio del hecho religioso en un proceso de transición socialista. Constituye, por lo tanto, un acontecimiento editorial sin precedente en la tradición socialista del siglo veinte, y yo me atrevería a afirmar que su vigencia no admite ya cuestionamiento.
-¿Considera usted que las relaciones entre el estado y la iglesia en Cuba han mostrados signos de cambio? ¿Dónde radican entonces esos cambios y que representan dentro de un panorama que ha venido experimentando la transición socialista desde la década de los noventa?
-Creo que mi respuesta a tu pregunta anterior provee una importante muestra de movilidad. Pero habría que decir que también fue muestra de movilidad, en el plano de las proyecciones de la Iglesia católica, la prolongada reflexión que culminó en el Documento Final e Instrucción Pastoral de los Obispos, como resultados del Encuentro Nacional Eclesial Cubano de 1986. Del clima de avance en las relaciones que se produjo en los 80 surgió la iniciativa compartida de la jefatura de la Iglesia y la del Estado de invitar al papa Juan Pablo II a realizar una visita pastoral a Cuba. Ya el papa, que introdujo un estilo viajero en la conducción pastoral de la Iglesia, había estado en toda la América Latina, varias veces en algunos países, como México y Brasil. Sendas invitaciones -la estatal y la eclesiástica- se llegaron a entregar en el Vaticano y la visita se había previsto que sería programada para 1991 o 1992.
De manera inesperada, el sistema socialista soviético, que Gorbachov se había propuesto reformar, se desintegró entre sus manos y Cuba, carente de sostén económico internacional, entró en lo que llamamos «período especial». Sobrevino entonces un aplazamiento sine die en la fijación de fecha para el viaje papal y, con la demora, el argumento de la conveniencia de «maduración de condiciones» para la visita. Me atrevería a decir las dos partes, Estado e Iglesia, necesitaban ahora del aplazamiento. La pastoral de los obispos cubanos fechada el 8 de septiembre de 1993, titulada El amor todo lo espera, con un reclamo de reformas de liberalización, en el momento más grave de la caída de los indicadores macroeconómicos en Cuba, provocó de nuevo una tensión que enfrío las relaciones hasta que la decisión de la visita pontificia volvió a cobrar forma hacia 1996 y se realizó en 1998 con un éxito incuestionable. Si aquí no se ve movilidad, habrá que cambiar de espejuelos.
Solo quiero ilustrar en algo la presencia de avances, desaceleración, vuelta a avanzar, acercamientos, distanciamientos, reacercamientos. En la última década se produjeron numerosos signos de fluidez en las relaciones entre la institución religiosa y la estatal, desatacándose la aceptación por parte del gobierno de la mediación de la Iglesia para la liberación de presos políticos y otras acciones, lo cual ha dado lugar a críticas al arzobispo de La Habana desde sectores hostiles al Estado cubano. Esto te puede indicar, a grandes trazos, los altibajos a través de los cuales se realiza un curso cuyo saldo de entendimiento y cooperación se muestra hoy favorable.
De modo que la normalidad en estas relaciones, diría yo, no puede concebirse como la resultante de una continuidad sin obstáculos. Sería del todo imposible explicársela desde una perspectiva inmovilista. Y con esta misma prevención habría que asomarse igualmente a su futuro, por optimistas que debamos ser.
-Partiendo del supuesto que las ideas de justicia social no necesariamente tienen por qué chocar con las creencias religiosas y acercándonos a la teología de la liberación, ¿cómo conciliar el proceso de reinvención del Socialismo o un socialismo del siglo XXI (si está de acuerdo con el tan discutido y polémico término)?
-Permíteme comenzar por el final de tu pregunta. No ignoro que entramos (los marxistas) en este siglo con varios dilemas teóricos colgando. Uno, tal vez escolástico, es el de definir si se utiliza la preposición «de» o la preposición «en» para conectar el concepto de socialismo, que el pensamiento neoliberal considera acabado como ideal en el siglo pasado, con los cambios estructurales que nos impone el presente siglo. No es un debate inocente si notamos que un extremo apunta a rescatar el modelo que fracasó, y el otro, a desecharlo del todo en la búsqueda del paradigma. Lo he tildado de debate escolástico porque parte de la colocación a priori de la verdad en uno u otro extremo.
Te voy a confesar -y nunca lo he dicho por pudor– que fui uno de los primeros en usar el término, en una entrevista que me hiciera Carlos Torres sobre la situación de Cuba, que se publicó en el No. 641 del semanario Punto final, de abril de 2003, en Chile, con el título de «Hay que reinventar el socialismo del siglo XXI», tomado literalmente de una de mis respuestas. Expresaba una cuestión que, como se dice, ya se caía de la mata. Después supe que en el año 2000 el sociólogo chileno Tomás Moulián había dado el título de Socialismo del siglo XXI: la quinta vía, a un libro suyo. Lo interesante es que yo utilizaba allí el término pensando en la profundidad del cambio que teníamos que realizar en Cuba, en tanto su uso por Hugo Chávez, y creo que por todos a quienes he visto usarlo, alude al paradigma relacionado con los procesos latinoamericanos emergentes que proclaman y procuran el socialismo en su propuesta de cambio. Si hacemos abstracción por un momento de lo histórico concreto, es decir, de los puntos de partida actuales del cambio, lo entiendo como un concepto expresivo de un denominador común en los objetivos de las transiciones deseables en Cuba y en el resto de nuestra América. Termino este aspecto de tu pregunta de una manera que algunos podrían estimar conciliatoria, pero te aseguro que no lo es: para mí el concepto puede considerarse válido con una preposición o con la otra, aunque conllevaría una connotación diferente en uno y otro caso.
Para entrar de lleno ahora en el resto de tu pregunta, es evidente que los propósitos de justicia social y equidad, centrales en los ideales del socialismo, incluso desde antes de Marx, son perfectamente compatibles con el ideal cristiano. En buena medida derivan de valores cristianos. En nuestra América, cuyos pueblos son tributarios de una marcada religiosidad católica, incluso a través de expresiones sincréticas se hace inconcebible verlo de otro modo. Lo cual no significa que todos los casos vayan a encontrar una correspondencia fácil con los intereses creados por la institución eclesiástica. Es imposible predecir las dificultades que pueda presentar este entendimiento. Pero es cierto que el derrumbe del proyecto estalinista aporta también la superación de la identificación del marxismo con un ateísmo. Ni como institución, lo que me parece algo universalmente aceptado ya, ni en el plano doctrinal, menos reconocido, pero que debe acabar por identificar al mal llamado «ateísmo marxista» con lo que es: un componente de la asunción dogmática del materialismo, incompatible con el ideal socialista. Estamos ante uno de los extremos del doctrinalismo que caracterizó al socialismo del siglo pasado, el cual sería un contrasentido, un verdadero disparate, tratar de revivir en la América Latina.
La teología de la liberación es, más que una teología, una corriente de pensamiento religioso cristiano nacida en la marea de apertura que propició el Concilio Vaticano II y la segunda conferencia del episcopado latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968. La teología de la liberación centró la atención en la compatibilidad del pensamiento marxista con una proyección cristiana auténtica. En rigor quien primero se pronunció en esta dirección fue el teólogo presbiteriano Rubem Alves, que acaba de fallecer, aunque el acierto de Gustavo Gutiérrez al tocar los principales puntos de contacto teóricos con la comprensión marxista en un ensayo orgánico, hizo de su obra una referencia fundamental para el diseño de las comunidades eclesiales de base, para el desarrollo del sistema de educación popular y para muchas otras iniciativas, convirtiéndola en un clásico. También hay que recordar que el papado de Juan Pablo II la proscribió alegando su incompatibilidad con el rechazo eclesial del marxismo como ateísmo. Marx termina resultando la víctima de no pocas incomprensiones y condenas injustas. Puede que esto sea emblemático del costo de un descubrimiento tan relevante en el campo del conocimiento social: tanta verdad no podía ser revelada impunemente.
-Frei Betto expresó en Fidel y la religión: «Lo que falta a los obispos cubanos es una teología que les permita entender el socialismo como una etapa imprescindible en el camino hacia el Reino de Dios». ¿Está de acuerdo? ¿Cree que han ocurrido cambios en este sentido y que los sacerdotes cubanos han incorporado las teorías del socialismo para practicar el cristianismo en las condiciones de un país como Cuba?
-Tiene razón Frei Betto en las dos afirmaciones que contiene este juicio. Esa teología ha faltado a los obispos y sacerdotes cubanos, que tampoco han sido capaces de generarla. Pero me pregunto si no falta también hoy esa teología a los obispos latinoamericanos. En sentido general, quiero decir, para no ser injustos con las excepciones.
No hay que olvidar que en su largo pontificado Juan Pablo II se cuidó mucho de ordenar obispos que pudieran ser afines, o incluso tolerantes, con posiciones políticas de izquierda en el clero de sus diócesis. Hace poco conversaba yo con un prelado amigo, de claro compromiso con los humildes, de posiciones teóricas abiertas al diálogo, y le preguntaba cómo se le pudo escapar al rasero papal al escogerlo. Él me comentó que en realidad se le escapó al nuncio, que lo propuso sin percatarse de cuáles eran sus posiciones. No se puede perder de vista que no estamos en los tiempos de Hélder Cámara, Marcos Mac Grath, Sergio Méndez Arceo, Leónidas Proaño, Enrique Angelelli, Eduardo Pironio, Alberto Devoto, Antonio Brasca, Pedro Casaldáliga, Samuel Ruiz, Luis Luna Tobar, y Francisco Oves, que fue arzobispo de La Habana por pocos años antes de Jaime Ortega. Y seguramente otros que no conocí. Son los identificados como los obispos de Medellín y del papado de Pablo VI. La llegada de la restauración al Vaticano, con el largo pontificado de Karol Wojtila, cambió otra vez los tonos que habían comenzado a caracterizar al episcopado de nuestro continente bajo el reclamo de la «opción por los pobres».
Fíjate como Carlos Manuel de Céspedes García Menocal, una figura tan prominente del catolicismo cubano de la segunda mitad del siglo XX, que contribuyó como el que más al entendimiento que hoy se tiene entre Estado e Iglesia,nunca fue elevado a la jerarquía episcopal.
Con la otra afirmación, que entiende el socialismo como el camino al Reino de Dios, podría coincidir igualmente, pero si poco conozco del socialismo, menos puedo decir del Reino de Dios. Pienso que Betto lanza a los creyentes y a la institución la provocación legítima del modelo cristiano plausible.
Faltaría a la verdad si dijera que pienso que el clero cubano ha arribado al presente curado de la incomprensión eclesial del ideal socialista. Ha vivido la experiencia cubana, sin embargo, con sus virtudes y sus defectos, se ha formado probablemente con una mayor capacidad de análisis que sus antecesores. Hay hoy una mayor disposición al diálogo, y han aparecido incluso escenarios de cooperación, pero creo sinceramente que son menos que los que podían esperarse.
Ese progreso se ha hecho más evidente dentro de las posiciones del laicado comprometido, cuya revista insignia, Espacio Laical, se logró colocar entre las más importantes publicaciones cubanas en los años recientes. Pero no puede saberse aún si el cambio reciente en la redacción de la misma será capaz de valorizar el caudal acumulado por sus antecesores y el prestigio logrado. Tampoco es posible pronosticar si a la salida del cardenal Jaime Ortega del Arzobispado de La Habana, cuando se haga efectivo su retiro, prevalecerá en nivel de entendimiento logrado por él con las instituciones del Estado socialista.
-En el mundo actual, globalizado, con relaciones políticas mediatizadas y frecuentemente manipuladas o afectadas por factores económicos, ¿cómo cree que puedan integrarse la religión (entendiendo por religión tanto a los creyentes como a las instituciones) y el cambio social?
-Es una verdadera decepción para el entrevistado llegar a la última pregunta y tener que confesar que no tiene idea de cómo responderte. Son muchos los factores que tienen que incidir en el curso futuro de esta articulación. A falta de respuesta intentaré asomarme de algún modo, con alguna pista efectiva, a la complejidad del problema.
Al proceso de globalización neoliberal capitalista correspondió un retroceso con relación al proyecto reformador al cual la Iglesia Católica había llegado en el Concilio Vaticano II, y el papado de de Pablo VI que le siguió y trató de hacer avanzar la aplicación de esa renovación que siempre citamos con el término italiano: el aggiornamiento. Pasado este nuevo Medioevo de aliento polaco, y puesta a flote en toda su magnitud la crisis institucional, al punto que Benedicto XVI decidió dimitir, la elección de Jorge Mario Bergoglio al pontificado parece traer al catolicismo un rescate del proyecto del Concilio. El éxito de esta propuesta sería clave para que se consume la conexión por la que te preguntas. Pero es demasiado temprano, de todos modos, para pronosticar si se logrará una transformación en el marco de su pontificado. La verdad es que no me atrevo a decirte más.
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