In memoriam et ad honorem
En memoria de José Ángel Gallegos Gómez, incansable luchador contra la violencia inmobiliaria, entregado en cuerpo y alma a la defensa de los pisoteados derechos de sus víctimas y fustigador implacable del sometimiento de los poderes “soberanos” a los dictados de la mafia financiero-inmobiliaria.
«El mercado inmobiliario de ninguna manera es un mecanismo infalible, o siquiera inteligente, que conduzca bajo la dirección de alguna mano invisible a ciudades perfectas y equilibradas. Más bien, es un lugar de combate en el que se enfrentan sujetos de muy distinta naturaleza y en el que se impone el más fuerte. El resultado se aleja por tanto de esa Arcadia ideal y se aproxima más al terrenal -por no decir infernal- campo de batalla que constituyen las ciudades capitalistas” (Samuel Jaramillo)
Historias de horror
«Una metonimia del mundo moderno». De esta guisa caracteriza el geógrafo y urbanista Brett Christophers la turbulenta historia de la urbanización Summer House. Se trata de un complejo de apartamentos de alquiler «bastante anodino» de la isla de Alameda, ubicada en la paradisíaca bahía de San Francisco, cuyas vicisitudes recientes Christophers califica como una historia “de pesadilla”.
El viacrucis de los infortunados inquilinos comenzó a mediados de los años 90, cuando el complejo fue adquirido por Fifteen Group, un fondo de gestión de activos reales -más conocidos como fondos “oportunistas” o “buitres”- de tamaño medio de Florida. Tras diez años de abandono y de quejas continuas -descritas por un periódico local como «historias de terror: problemas de fontanería y bajantes, averías eléctricas, techos con goteras, etc.»-, en 2004 los inquilinos recibieron el temido burofax, en el que se les comunicaba taxativamente la no renovación de todos los contratos. La coartada utilizada por el fondo forma parte del modus operandi al uso en tales procesos: la presunta necesidad de proceder a la renovación urgente e integral de las propiedades, cuyo deterioro se había provocado intencionadamente.
Sin embargo, los nuevos residentes tampoco hallaron la paz y el sosiego en sus flamantes residencias. Tras dos nuevos cambios de propiedad en los convulsos años posteriores a la crisis financiera de 2008, en 2017, otro fondo oportunista llamado Kennedy Wilson decide deshacerse definitivamente del complejo, no sin antes recibir un “modesto” rendimiento del 700%. En el ínterin, los alquileres llegaron incluso a triplicarse y continuaron asimismo las amargas quejas de los residentes por la falta de mantenimiento y la dejadez de funciones por parte del administrador de las fincas.
Un halo de misterio rodeó, como explica Christophers, la lucrativa transacción:
“En el artículo que informaba del acuerdo de 2017 en el San Francisco Business Times había una linea sorprendente: ‘Kennedy Wilson se negó a revelar la identidad del comprador’”.
Con el tiempo se supo quienes eran los nuevos propietarios: el Blackstone Group, con sede en Nueva York, el mayor fondo buitre del mundo. Pero no fue porque Blackstone revelase la información: Blackstone nunca ha dicho públicamente que sea el propietario; Summer House está gestionada por otra empresa.
Sea como sea, en los años transcurridos desde que Blackstone asumió la propiedad, las quejas y el descontento de los sufridos inquilinos por el abandono de las fincas y el absentismo de la propiedad no han aminorado y los alquileres han seguido aumentando.
¿Cuáles son los rasgos específicos de esta historia aparentemente local, que justifican la designación de este caso concreto como un símbolo global de la “violencia inmobiliaria”? La rotunda respuesta de Christophers no deja lugar a dudas: “es necesario que nos fijemos especialmente en un tipo particular de propiedad, la quintaesencia de la modernidad tardía, la propiedad del capitalismo financiero”.
A más de 9.000 kilómetros de distancia de Summer House, en el barrio de San Cristóbal de los Ángeles, situado en la periferia sur de Madrid -una de las zonas más duramente golpeadas por la debacle inmobiliaria de 2008- vive María Eugenia Ortega. Su infausta historia representa sin duda también otra «metonimia del mundo moderno”.
Ortega, trabajadora de la Comunidad de Madrid en ayuda a domicilio de personas mayores, creyó ver por fin la conclusión de su calvario inmobiliario en el año 2013. Su alborozo se debía a la ansiada firma de la dación en pago -entrega de la vivienda al banco a cambio de la extinción de la deuda- y de un alquiler social de su vivienda con el Banco de Sabadell. Terminaban así cinco años de pesadilla judicial y personal, tras el impago de su hipoteca debido a la subida inasumible de los tipos de interés previa al crack de 2008. Sin embargo, la aparente solución resultó ser un efímero espejismo y su ilusión de estabilidad acabó saltando de nuevo por los aires. Poco antes de finalizar el contrato de alquiler social en 2019, Ortega sufrió un nuevo sobresalto:
“En 2019 me llamó mi trabajadora social y me comunicó que ya no podía ayudarme más porque acababan de vender el piso del banco a un fondo, por lo que con mucha probabilidad me obligarían a abandonarlo”.
En la operación mencionada, el Banco de Sabadell vendió al fondo de capital-riesgo -otro eufemismo para camuflar su catadura real- Cerberus 61.000 activos inmobiliarios «tóxicos» por unos 3.900 millones de euros: una auténtica ganga. Uno de esos activos -conocidos como “pisos con bicho”, en el expresivo argot del sector- era la vivienda en la que residía Ortega, por lo que solo era cuestión de tiempo que recibiera el “maldito” burofax, comunicándole la no renovación de su contrato. Las consecuencias de verse abruptamente abocada a la “exclusión residencial” fueron devastadoras: “Llevo mucho tiempo sufriendo ansiedad, tengo el azúcar muy alterado, padezco insomnio y estoy en un constante estado depresivo porque me veo sola con una hija a la que mantener y la incertidumbre de no saber cuándo me van a desahuciar”. Ante la imposibilidad de acceder a un alquiler asequible, dado el nivel prohibitivo del mercado, Ortega considera que la única salida que le queda es la okupación, camino que han tomado también muchos vecinos del barrio en su misma situación.
Las acerbas situaciones descritas, espigadas entre una miríada de casos semejantes, ejemplifican la creciente violencia ejercida por los mecanismos depredadores de los poderes capitalistas contra las condiciones básicas de subsistencia de las clases trabajadoras, entre las que el acceso a una vivienda digna ocupa un lugar preeminente.
“Están dispuestos a destruir las vidas de la gente”. La contundente sentencia, recogida asimismo por Christophers, está extraída de la declaración de la experta en planificación urbana Elora Lee Raymond ante un comité del Congreso de Estados Unidos que investigaba las prácticas desarrolladas por los arrendadores corporativos, controlados por gestores de activos como Cerberus o Blackstone. A la luz de los ejemplos mencionados, únicamente dos botones de muestra del modus operandi de tan “honorables” instituciones, no parece en absoluto una afirmación exagerada.
El escenario de pesadilla en el que se ha convertido la obtención de un bien esencial para el adecuado funcionamiento de los mecanismos básicos de la reproducción social -cobijo, crianza, educación, salud, arraigo, etc.- refleja asimismo de forma cruda la creciente fractura abierta en nuestras sociedades presuntamente “desarrolladas”: mientras que para los más la vivienda constituye una pesada carga y una obsesión continua, para los que gozan de “estabilidad residencial” supone el fundamento de su seguridad vital y de su bienestar socioeconómico. El economista marxista y experto en urbanismo Samuel Jaramillo describe el sector inmobiliario moderno como «un campo de batalla», propicio a todo tipo de abusos, dada la enorme asimetría de poder existente en las relaciones que se establecen entre los grupos sociales en pugna.
El urbanista Peter Marcuse y el sociólogo David Madden, autores del texto “En defensa de la vivienda”, recurren al concepto psiquiátrico de “seguridad ontológica” para describir el sufrimiento que la violencia inmobiliaria provoca en sus víctimas:
“Hoy en día, muchas personas sienten ansiedad por su vivienda. Pero para los más pobres, la precariedad residencial resulta profundamente desestabilizadora. Una de las maneras en que los investigadores de la vivienda comprenden la traumática experiencia es a través del concepto de ‘inseguridad ontológica’. La seguridad ontológica es la sensación de que la estabilidad de nuestro pequeño mundo puede darse por sentada”.
El dato clave que agudiza, en palabras de la socióloga Melinda Cooper, la crisis de “asequibilidad residencial” en el Occidente privilegiado, “es la creciente divergencia entre los salarios y el valor de los activos, en particular de los precios de la propiedad inmobiliaria”. La brecha abierta entre los magros ingresos salariales y el coste de la vivienda -muy destacadamente, tras la debacle de 2008, el ascenso vertiginoso del precio del alquiler- propulsa la desigualdad social y agranda el abismo entre los situados en las dos trincheras del “campo de batalla” inmobiliario, generando lo que Cooper denomina una “nueva división de clase”.
Y la fractura no deja de agrandarse: los precios de adquisición y de arrendamiento se sitúan actualmente en máximos históricos -incluso superiores a los valores ya estratosféricos alcanzados en la burbuja inmobiliaria que explotó en 2008- y el esfuerzo requerido para pagar el alquiler representa nada menos que la mitad del sueldo medio en España. Por no mencionar la odisea que supone la obtención de un techo para las generaciones más jóvenes, cuya edad media de emancipación supera holgadamente los treinta años.
Empero, en este punto es menester hacer una advertencia importante, en aras de situar correctamente la auténtica profundidad de la penetración en el tejido social de la brecha inmobiliaria: el hecho de que los desalmados fondos buitres, como Blackstone y Cerberus, representen la “quintaesencia del capitalismo financiero” y que sus despiadadas prácticas conlleven una auténtica pesadilla para sus víctimas no significa que el “casero de los viejos tiempos” -la abrumadora mayoría de los arrendadores- no aplique la misma lógica de maximización de la extracción de rentas. Como explica irónicamente Christophers, si bien existen obvias e importantes diferencias entre ambos tipos de propiedad, el objetivo de la “búsqueda del valor de cambio” es plenamente compartido:
“De hecho, y pese a toda la mitología amable y difusa encarnada por el bonachón y canoso casero de los viejos tiempos, no existe ninguna razón convincente a priori para suponer que dicho propietario esté menos centrado en la maximización de las ganancias que un gestor de activos como Blackstone. Si ser un propietario financiarizado realmente implica observar la lógica financiera y la búsqueda del valor de cambio, ¿qué propietario que no tenga carácter filantrópico, sea una obra de caridad o una entidad estatal, no está financiarizado?”
El propio Jaramillo describe al “canoso casero” como un “protoespeculador”, diferenciándolo del capitalista arrendador profesional, pero resaltando también el objetivo común:
“Actualmente se extiende el alcance de esta protoespeculación, porque si bien hoy en día la práctica de comprar terrenos de forma fragmentada por parte de pequeños adquirientes es algo que declina, en cambio, la compra de inmuebles destinados al alquiler, con esta lógica de agente mercantil, es algo que se expande”.
El activista y experto en el sector inmobiliario Salva Torres proporciona un dato abrumador acerca del progresivo ensanchamiento de esa sima social abierta entre el crecimiento desorbitado de las rentas de alquiler recibidas por los “canosos rentistas” -la edad media del arrendador en España es de 59 años- y los magros aumentos salariales:
“Los ingresos de unos tres millones de caseros, empresas aparte, que declaran por alquilar inmuebles, han aumentado un 95% desde 2008, mientras que los salarios lo han hecho un 39%. Además perciben desgravaciones fiscales escandalosas sobre viviendas que muchas habían sido de protección oficial, financiadas con el dinero de todos”.
Como apunta el también activista y experto en el sector Pablo Carmona, autor del texto «La democracia de propietarios», el viacrucis en el que se ha convertido el acceso a la vivienda para las clases populares estaría apuntando, de tapadillo, a una emergente contradicción social:
“Por la puerta de atrás, se está apuntando a una contradicción central del sistema social, que enfrenta a propietarios que alquilan a precios de mercado para mantener cierto estatus social, y a unos inquilinos que recurrentemente —por problemas de paro, temporalidad y precariedad en el empleo— pueden caer en el impago”.
El sombrío panorama someramente esbozado suscita acuciantes interrogantes, de cuya tentativa de respuesta dependerá la formulación de estrategias encaminadas a potenciar las luchas sociales en el “lugar de combate” en el que se ha convertido la selva inmobiliaria.
¿Cómo se relacionan los procesos descritos de “desposesión” de las mayorías sociales con la evolución degenerativa de la organización social regida por las “heladas aguas del interés egoísta” en las últimas décadas? ¿Cuáles son las conexiones con otros ámbitos de nuestra acerba realidad, como los servicios básicos que sostienen la reproducción social, las precarizadas condiciones laborales o el ecocidio rampante, que también reciben el embate redoblado de la voracidad capitalista? El punto de partida para tratar de arrojar algo de luz sobre tan neurálgicos asuntos debería tomar pie en el análisis del trasfondo estructural del decurso declinante del reino del dinero y la mercancía, que es el principal causante de su redoblada agresividad: ¿existe algún mecanismo interno en el engranaje de la acumulación de capital que provoque la acelerada e inexorable degradación de la organización social sometida a su férula?
La célula tumoral
“El crédito, que es un ingreso consumido antes de haberse generado, puede posponer el momento en el que el capitalismo alcance sus límites sistémicos, pero no puede abolirlo. Incluso el mejor de los encarnizamientos terapéuticos debe concluir algún día”
Anselm Jappe
Las arduas cuestiones planteadas suscitan, entre las fuerzas políticosociales con vocación transformadora, principalmente dos interpretaciones. En el primer caso, el acento se situaría en las infaustas consecuencias del vuelco social y político provocado por la irrupción del neoliberalismo hace medio siglo y en los efectos deletéreos que la hegemonía del capital financiero, rentista y especulativo tiene sobre la demediada economía productiva, el nivel de vida de las poblaciones y los derechos básicos de las mayorías sociales.
La aplicación del “encarnizamiento terapéutico” de las políticas neoliberales, tras el golpe de mano perpetrado por la Dama de Hierro y su homólogo estadounidense, un mediocre exactor de Hollywood, a principios de los años ochenta, ha conllevado el despojo de los mecanismos redistributivos que caracterizaron al Estado del Bienestar fordista y la progresiva liquidación de las precarias conquistas arrancadas por la clase obrera en las décadas previas. Las privatizaciones masivas de servicios públicos y la desregulación acelerada de los mercados de capitales a cargo de los mamporreros del capital transnacional -FMI, BM y OMC- han desembocado en unos niveles galopantes de desigualdad social, propulsados por el desmantelamiento acelerado de los soportes que amortiguaban los quebrantos causados por el inhóspito dominio de las fuerzas del libre mercado. Según este relato, la liberalización del mercado inmobiliario y del sector financiero, causante de la desaforada inflación de los precios de la vivienda y del inflado de gigantescas burbujas, sería consecuencia de decisiones políticas favorecedoras del dominio de las élites plutocráticas, capitaneadas por el capital transnacional radicado en Wall Street -el 1 frente al 99%-. El colapso estrepitoso de la izquierda socialdemócrata y de la excomunista, rendidas con armas y bagajes a los poderes fácticos del gran capital; la práctica desaparición de las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero tradicional; y el ascenso vertiginoso de la extrema derecha y de la hidra del fascismo social constituyen, en definitiva, el cúmulo de circunstancias desencadenantes de la hegemonía del capitalismo salvaje, encarnado en el talón de hierro de los recortes sociales y de las draconianas políticas de austeridad.
Sin embargo, cabría preguntarse si esta descripción, predominante en las fuerzas políticosociales sedicentemente progresistas, da cuenta cabalmente de la acerba realidad vigente: ¿son tales planteamientos adecuados para comprender las profundas transformaciones de la organización social imperante en las últimas décadas y el ascenso del complejo financiero-inmobiliario como sector clave del sostenimiento de la matriz de rentabilidad capitalista?
O, por el contrario, es necesario escarbar más profundamente en las “entrañas de la bestia” para hallar el engranaje fundamental del sujeto automático que impele la huida hacia adelante de la totalidad social regida por la voracidad del capital hacia la acelerada degradación de los soportes primarios de la reproducción social y del metabolismo socionatural.
Y, en ese caso, ¿cuál es la conexión entre esa trayectoria degenerativa del Moloch y la desenfrenada violencia inmobiliaria que presenciamos en pleno desarrollo?
El economista Alejandro Nadal nos brinda una de las claves del trasfondo estructural de esa deriva, camuflada bajo la agresividad de la huida hacia adelante encarnada en el sufrimiento “necesario” provocado por las despiadadas políticas neoliberales:
“El surgimiento del neoliberalismo no es el resultado del triunfo del capitalismo, como siempre se le ha presentado, sobre todo a partir del colapso de la Unión Soviética. En realidad, la historia es muy diferente. El neoliberalismo es la respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la incapacidad del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas”.
La idea central, que explicaría tal fracaso, es la clave de bóveda de la formulación marxiana acerca de la principal contradicción interna del modo de producción capitalista: a medida que avanza la acumulación, debido a la necesidad impuesta por la dura lucha de la competencia, crece la proporción de capital constante, mediante las continuas innovaciones tecnológicas ahorradoras de trabajo, en relación a la fuerza de trabajo empleada en la producción. La savia bruta que vivifica al “vampiro de trabajo vivo” tiende por tanto a menguar de forma inexorable a medida que aumenta la productividad y el “puro empleo de trabajo humano” se vuelve cada vez más superfluo, al menos en los sectores industriales tradicionales. El propio Marx señala este defecto fatal del mecanismo básico de la valorización del capital que, al regirse únicamente por su necesidad compulsiva de autoexpansión, tiende a agotar su propia fuente nutricia:
“El capital mismo es la contradicción en proceso, por el hecho de que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo necesario, mientras que, por otra parte, pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de toda la riqueza”.
Las fuerzas contrarrestantes de este agostamiento progresivo comienzan entonces a volverse vitales para sostener, con respiración asistida, el ritmo boqueante de la acumulación capitalista. Y el sector financiero-inmobiliario, a través de los colosales recursos insuflados por la fábrica de dinero “mágico”, deviene el fulcro neurálgico del sostenimiento, con respiración asistida, de la menguante rentabilidad del capital. Las consecuencias que se derivan de este papel crucial de cataplasma de los males incurables del sistema asumido por la fábrica de dinero-deuda son empero demoledoras para los mecanismos básicos de la reproducción social.
Sin duda se trata, como describen Madden y Marcuse, de una configuración tóxica, en la que la “buena forma” de hacer ganancias cede terreno ante el avance incontenible de la extracción de rentas, la deuda “a muerte” y el incremento especulativo del precio de los activos:
“La especulación inmobiliaria se convierte en la principal fuente de formación de capital, es decir, de realización de plusvalía. A medida que disminuye el porcentaje de la plusvalía total formada y realizada por la industria, aumenta el porcentaje creado y realizado por la especulación inmobiliaria y la construcción”
El geógrafo Neil Smith, uno de los primeros estudiosos del fenómeno de la gentrificación, resalta el trasvase masivo de capital hacia el “entorno construido”, a partir de la crisis crónica iniciada en los años 70:
“Cuando la tasa de beneficio en los principales sectores de la industria comienza a caer, el capital financiero busca un escenario alternativo de inversión, un escenario en el que la tasa de beneficio permanezca comparativamente alta y donde el riesgo sea bajo. Precisamente en este punto, tiende a producirse un incremento del flujo de capital hacia el entorno construido”.
Y la renovada maquinaria de generación del fluido vital del «sujeto automático» capitalista estaba lista para cumplir su cometido. El economista marxista Costas Lapavitsas, autor del texto “Beneficios sin producción”, describe el desacople de las finanzas modernas del capital productivo y su decantación “hasta el paroxismo” hacia el sector inmobiliario-especulativo:
“La actual banca comercial ha tendido a desacoplarse de la financiación del capital productivo para potenciar hasta el paroxismo el crédito hipotecario, el crédito al consumo y los préstamos garantizados por las acciones empresariales (para fusiones, adquisiciones, y tomas de control de otras empresas)”.
La creciente relevancia de esta explotación secundaria, generada mediante la “cadena de oro” de la deuda por la banca privada y suplementaria a la sufrida en el mercado laboral, constituye en definitiva el rasgo principal del carácter acusadamente depredador del capitalismo desquiciado.
Una configuración semejante agudiza asimismo la fractura social existente entre, de un lado, los que, gracias a su condición de beneficiarios de rentas financieras, de bienes raíces o de fondos de pensiones, disfrutan de tiempo libre y de las condiciones necesarias para apropiarse de los “frutos de la ciencia y la civilización”; y, del otro, los que están condenados a consagrar una fracción creciente de su tiempo a trabajar como “bestias de carga” para sufragar las exacciones financieras.
La aberrante matriz de rentabilidad del sistema económico imperante, propensa a convulsiones cada vez más violentas, tiene pues su fundamento medular en el mecanismo de generación de dinero-deuda del «puro aire“ a cargo de la banca central y comercial. Todo el castillo de naipes de titulizaciones hipotecarias -las hipotecas se originaban en los bancos, pero no se mantenían en sus balances, sino que se esparcían por la nebulosa del casino financiero global-, que colapsó con estrépito durante la hecatombe de 2008, se basó en este mecanismo de generación de deuda ex nihilo. Tal es el engranaje oculto del precario andamiaje que sostiene la estructura económica terciarizada e improductiva de los países “civilizados avanzados”.
El dispositivo resulta de una sencillez exorbitante. Los bancos crean deuda para financiar la actividad económica –actualmente, el 96% aproximadamente del dinero circulante– mediante anotaciones electrónicas, sin necesidad de que exista un ahorro preexistente, como reza el discurso difundido por la ortodoxia neoclásica y toda la vulgata periodística legitimadora del statu quo. Es decir, los créditos crean los depósitos, y no a la inversa. He aquí el grandioso -y, a la vez, pasmosamente sencillo- mecanismo de propulsión de la vorágine especulativa que sostiene el colosal entramado financiero-inmobiliario.
La generación e inyección del dinero-deuda en las venas de los flujos económicos, a cargo de las instituciones que tienen el poder monopolístico para fabricarlo y para enchufar su caudal ilimitado de liquidez hacia la revalorización de los activos financiero-inmobiliarios, constituye en definitiva la esencia del ejercicio del poder social en nuestras sociedades “civilizadas avanzadas”.
Los datos recolectados en 14 países de la OCDE revelan una cifra demoledora: si en la primera década del siglo XX dos tercios de los créditos bancarios en los países avanzados se dirigían hacia las empresas, hoy, esos dos tercios se dirigen a la compra de propiedades inmobiliarias.
La banca funge pues como la planificadora de la actividad económica, potenciando la formación de burbujas, el crecimiento exponencial de la deuda global y el descomunal casino financiero de apuestas especulativas que constituye la banca en la sombra.
Según los datos recogidos por el sociólogo Emmanuel Rodríguez, “en 1994 el volumen total de los préstamos hipotecarios de la banca española ascendía a 24.000 millones de euros. Trece años más tarde, en 2007, la cantidad ascendía a 300.000 millones. Es decir, para el conjunto del periodo 1994-2007, las cifras de endeudamiento hipotecario se multiplicaron por doce”.
Tengamos en cuenta asimismo que el préstamo hipotecario es un producto totalmente fraudulento, un dispositivo pseudolegal puramente confiscatorio que no merece siquiera el nombre de “préstamo”, ya que tal operación exigiría una renuncia de riqueza por parte del prestamista, que en este caso obviamente no se produce. Veamos el extravagante mecanismo un poco más de cerca: a cambio del supuesto préstamo, el banco recibe un activo real en prenda del pago –la garantía hipotecaria, generalmente la vivienda– que incorpora a su balance. A continuación, se crea la obligación de devolver el principal del préstamo más los intereses, un producto financiero creado por la entidad bancaria del “puro aire”, con una simple anotación electrónica en la cuenta corriente del ignaro prestatario. Incluso la fijación del tipo de interés -el tristemente famoso Euríbor- se basa en un cálculo arbitrario, en el que el oligopolio bancario se saca “de la chistera” -con la connivencia del capo di tutti capi de Frankfort- los datos de las transacciones que se incorporan al cálculo del tipo de interés aplicado a las hipotecas de millones de incautos deudores. Un margen comercial sin duda extraordinario: es tan colosal el expolio y está tan bien escondido que casi resulta hermoso.
En un país donde aproximadamente el 7 % de los hogares, alrededor de 1.200.000 familias, perdieron su vivienda -la gran mayoría debido a durísimos procesos de ejecución hipotecaria que acabaron en desahucios- tras la crisis devastadora iniciada en 2008, la constatación de la condición intrínsecamente fraudulenta del préstamo hipotecario resulta demoledora.
Toda la formidable “potencia de fuego” de una maquinaria semejante se abalanzó, en fin, presta a devorar el suculento filón que representaba el sector inmobiliario.
La mercancía fake
“El concepto tradicional de equilibrio de la oferta y la demanda no es relevante respecto de la mayoría de los problemas que se refieren al sector de la vivienda en la economía. Estas cosas que llamamos suelo y vivienda son aparentemente mercancías muy diferentes, que dependen sobre todo de los intereses y del poder relativo de los grupos concretos que operan en el mercado”
David Harvey
La metamorfosis esbozada hacia la conversión de la revalorización de los activos financiero-inmobiliarios en el núcleo del sostenimiento de la rentabilidad del capital conlleva asimismo, como destaca el urbanista Agustín Cócola, un cambio radical en el papel socioeconómico del “entorno urbano construido”:
“De este modo, se acelera el cambio hacia una nueva fase de desarrollo capitalista en la que la ciudad adquiere un papel clave como centro de acumulación de capital. La ciudad deja de ser un lugar donde localizar actividades productivas y pasa a ser una mercancía fundamental para crear oportunidades de beneficio: es el cambio de la producción en el espacio a la producción del espacio”.
El filósofo Henri Lefevbre, probablemente el más influyente teórico del fenómeno urbano moderno, señala el papel clave que desempeña la ciudad -o lo que de ella queda- como soporte de la nueva matriz de la acumulación:
“La ciudad (lo que de ella queda o en lo que se convierte) es más que nunca un instrumento útil para la formación de capital, es decir, para la formación, la realización y la repartición de la plusvalía. El inmobiliario y la construcción dejan de ser un circuito residual, una rama anexa y retrasada del capitalismo industrial y financiero para situarse en primer plano de la nueva matriz de acumulación”.
Pero la expansión del denominado “circuito secundario de acumulación”, potenciada por la gigantesca manguera de liquidez de los demiurgos del dinero-deuda, no representa únicamente la cataplasma idónea contra el declive acelerado del empleo y de la tasa de ganancia en los sectores productivos. Su papel como propulsor de la demanda efectiva, a través de la revalorización de los activos inmobiliarios, es asimismo esencial, como expone Jacobo Abellán, para sostener la marcha de la reproducción ampliada del capital y para paliar la crisis de demanda causada por el crónico estancamiento salarial:
“La vivienda, como un ‘almacén de valor’ intercambiable, proveería de un ‘fondo de demanda’ cuando otros recursos, financieros o no, se ‘secan’, es decir, disminuyen o dejan de estar disponibles. Unos precios elevados de la vivienda se traducirían en un aumento de la riqueza de los hogares propietarios, tanto para aquellos hogares que venden su vivienda durante ese periodo, que obtienen un beneficio cuantioso, como para aquellos que permanecen en ella, que ven como su vivienda se revaloriza. Un aumento en sus niveles de riqueza favorecerá asimismo sus expectativas de consumo, lo que empujará a la compra de nuevos bienes y servicios, favoreciendo por tanto un incremento de la demanda efectiva y la reactivación de la circulación de capital”.
Emmanuel Rodríguez define esta configuración tóxica, amén de generadora de crecientes cotas de desigualdad, como un “keynesianismo financiero”, sostenido por el “almacén de demanda” que representa el valor astronómico del patrimonio inmobiliario -un 70 por ciento de la riqueza generada en España en el último medio siglo-:
“La única solución eficaz al problema de la demanda ha sido su recomposición por la vía financiera, que es lo que aquí llamamos keynesianismo financiero o de precio de activos”.
Si la “sociedad de activos” se ha convertido en el rasgo característico de la patológica estructura económica vigente y la extracción de rentas y la revalorización inmobiliaria representan el sustento esencial de la actividad económica y del sostenimiento artificial de la demanda de consumo, ¿cuáles son las implicaciones de esta transformación radical de las fuentes de generación de la riqueza social? ¿qué consecuencias tiene que un bien básico para la subsistencia cotidiana y la reproducción social se convierta en el núcleo de la matriz de rentabilidad del capital y en el principal “tesoro” personal y familiar, cuya obtención justifica todos los desvelos y sacrificios imaginables?
Sin duda se trata de una metamorfosis revolucionaria de la estructura económica, cuyos fundamentos contradicen de raíz los rasgos presuntamente definitorios de un capitalismo “saludable”. La etapa crepuscular del sistema de la mercancía subvierte pues radicalmente los principios basales de la economía política clásica.
El objetivo de una política económica “progresista” era, según John Stuart Mill, “liberar las economías de los inmerecidos ingresos por alquiler y los crecientes precios del suelo de los que los propietarios se benefician mientras duermen”.
La renta era el término que designaba el ingreso que no tiene contrapartida en los costes de producción y cuya generación no requiere de ningún desembolso directo. Se trata por tanto de “ingresos no ganados”, obtenidos únicamente gracias al ejercicio de las prerrogativas que otorga un título de propiedad. A diferencia pues de las otras dos clases sociales -empresarios y trabajadores-, los terratenientes detraen una parte del producto social sin realizar ningún esfuerzo productivo ni “mancharse” con la explotación del trabajo humano.
El insigne John Maynard Keynes, sin duda el economista más influyente del siglo XX, consideraba la renta como un ingreso parasitario, que no recompensa ningún sacrificio “genuino” y que únicamente se funda en la explotación de la escasez de un bien necesario:
“Hoy el interés no recompensa de ningún sacrificio genuino como tampoco lo hace la renta de la tierra. El propietario de capital puede obtener interés porque aquél escasea, lo mismo que el dueño de la tierra puede percibir renta debido a que su provisión es limitada”.
Sin embargo, frente a la optimista prognosis keynesiana, acerca de la progresiva “eutanasia del rentista” y la transición paulatina hacia un capitalismo libre de elementos parasitarios, lo cierto es que el resultado ha sido más bien el contrario:
“Veo, por tanto, el aspecto rentista del capitalismo como una fase transitoria que desaparecerá tan pronto como haya cumplido su destino, y con la desaparición del aspecto rentista sufrirán un cambio radical otras muchas cosas que hay en él”.
Huelga decir que lo que el ilustre prócer consideraba una de las “características francamente objetables” del capitalismo y una rémora para la reproducción saludable de la organización social supone hoy el núcleo principal de la generación de riqueza de todas las economías “avanzadas”. Resulta imposible exagerar las implicaciones del desplazamiento descrito. La conversión del “espacio construido” en la fuente primordial de extracción de riqueza social, mediante la continua explotación del territorio urbano -véase, sin ir más lejos, el peso formidable del sector turístico en la economía española- y la revalorización de los activos inmobiliarios, penetra hasta el corazón de los mecanismos básicos de la reproducción social. De este modo, la desposesión de las clases populares se basa en un bien de primera necesidad, cuyas características están, para más inri, en las antípodas de cumplir con las reglas del sacrosanto libre mercado.
¿Cuáles son los rasgos de esta mercancía fake, que la convierten en la antítesis de un bien “perfectamente competitivo”, situándola más bien en el centro de una dinámica extractiva, en la que el poder social se ejerce mediante el monopolio privado de un bien del que nadie puede prescindir?
El hecho cierto es que, como señala el geógrafo Ricardo Gasic, la vivienda no es en absoluto una mercancía al uso sometida a los asépticos vaivenes de la ley de la oferta y la demanda:
“En un estudio de larga data titulado No Price Like Home -No hay otro precio como el de la vivienda-, se demuestra que entre 1870 y 2010 no existe ninguna otra mercancía que incremente su precio sostenidamente como la vivienda, al menos en las grandes economías nacionales de los países avanzados”.
¿Cómo es posible que un bien que se deprecia -se estima que la vida útil de una construcción ronda los setenta años- con el uso pueda encarecerse casi hasta el infinito? ¿Qué es lo que explica esta insólita anomalía?
Si atendemos a la “música celestial” de la ortodoxia neoclásica, un incremento de la oferta de vivienda debería producir automáticamente un descenso del precio. De hecho, ese es el mantra que no cesa de recitar la legión de supuestos “expertos” que pulula por las tribunas académicas y los mass media, ante la dramática situación actual de aguda crisis de “asequibilidad” en el acceso a la vivienda. Sirva como botón de muestra del “exquisito rigor” de semejante planteamiento el siguiente dato demoledor que proporciona Rodríguez: “Entre 1995 y 2007 se construyeron en España alrededor de siete millones de viviendas y el precio de los inmuebles se multiplico casi por tres”.
El discurso ortodoxo, que considera la vivienda como un bien de mercado cualquiera -cual si de una barra de pan o de una lavadora se tratara-, sujeto por tanto al ajuste automático hacia el precio y la cantidad de equilibrio, deforma intencionadamente las características únicas que distinguen radicalmente al sector inmobiliario de un mercado convencional.
Dado que la vivienda urbana está fijada para siempre al terreno construido, no se puede entender el carácter claramente confiscatorio del mercado inmobiliario sin atender a la relevancia de la renta del suelo en el conformación del precio de la vivienda, tanto de compra como de alquiler.
Como explica David Harvey, el geógrafo marxista más influyente de las últimas décadas, el suelo es una mercancía artificial, más próxima a un activo financiero que a un producto mercantil al uso:
“El suelo no es una mercancía en el sentido más corriente de la palabra. Es una forma ficticia de capital que deriva de las expectativas de futuras rentas”.
El propio Harvey resume los rasgos espurios de esta mercancía fake, que solo el troquel de la valorización del capital convierte en un producto comercializable, alterando radicalmente los requisitos de un mercado teóricamente competitivo:
“El suelo y sus mejoras tienen una localización fija. Esta localización absoluta confiere privilegios monopolistas a la persona que posee el derecho a determinar el uso de dicha localización”.
La determinación de la renta del suelo, clave para la formación del precio de la vivienda, se realiza, por tanto, como señala asimismo Rodríguez, en base a las expectativas de ingresos futuros, obtenidos en base al monopolio fundado en la propiedad privada:
“Las rentas del suelo surgen del dominio monopolista de una mercancía ficticia, sin costes de producción, que descuenta permanentemente los precios futuros de la producción inmobiliaria o agrícola. Se suele sostener, con razón, que los precios del suelo no son otra cosa que el precio anticipado de las edificaciones que se van a construir en él”.
He aquí pues la clave, en palabras de Javier Moreno Zacarés, de la capacidad cuasiinfinita de maximización de las rentas inmobiliarias:
“El rentista puede prestar el activo temporalmente, extrayendo renta en forma de pagos de alquiler (rentas literales), o vender el activo para canjear pronto ingresos futuros, extrayendo renta en forma de un pago a tanto alzado (ganancias de capital)”.
El propio Zacarés describe la “sustancia del alquiler” como la combinación de dos flujos diferentes, la renta “absoluta” del suelo y el beneficio “capitalista” de la construcción, de los cuales el primero predomina abrumadoramente:
“Cuando una casa queda fijada a una localización particular, asume las propiedades del suelo sobre el que reposa, en virtud de las cuales este devenga renta. Las rentas que rinde este alojamiento, sin embargo, serán una combinación de dos réditos, distintos pero interrelacionados: el rédito derivado de la deseabilidad del suelo bajo él (renta de la tierra), más el rédito proporcionado específicamente por su infraestructura construida (renta de la construcción). La combinación de estos dos flujos de rentas forma la sustancia del alquiler”.
Lo anterior ilustra la falacia que supone la visión ortodoxa del mercado inmobiliario como un “paraíso” de la libre competencia, amén de poner de manifiesto los intereses reales que se esconden tras la afirmación de que la solución a la crisis actual se basa en “aumentar la oferta de vivienda”.
Se trata, antes al contrario, de una relación profundamente desigual, condicionada principalmente por el poder diferenciado de los “grupos de intereses” que intervienen en el “campo de batalla” que representa, fundamentalmente para sus víctimas, la selva inmobiliaria.
El problema se agrava además en la situación actual de agudo recrudecimiento de la violencia inmobiliaria. La resaca de la hecatombe de 2008 ha provocado que todo el entramado que cimentó la colosal burbuja -construcción, financiación bancaria y expansión urbanística- haya permanecido, hasta hace muy poco, en un estado de hibernación, mientras que el alquiler y el sector turístico se convertían en los nuevos filones de la renovada euforia del “ladrillo”.
De nuevo Zacarés resalta la enorme asimetría entre las dos partes del contrato de alquiler y el carácter extractivo de la relación arrendataria:
“Como hemos visto antes, hay una profunda contradicción entre las funciones rentistas y residenciales de la vivienda. El conflicto entre las lógicas del rentista y el residente se hace más evidente en el caso la vivienda de alquiler privado. En ausencia de un control estricto del alquiler, los caseros buscarán por lo general maximizar el alquiler de vivienda que extraen de sus propiedades minimizando los costes operacionales (reparaciones, mejoras) y aumentando los precios de arrendamiento en función de la demanda, expulsando y sustituyendo inquilinos en conformidad”.
Lo anterior se observa gráficamente con un ejemplo práctico estilizado, extraído de un estudio sobre la Teoría de la Renta realizado por el Sindicato de Inquilinas de Barcelona, en el que se muestra que el montante arbitrario de la renta del suelo constituye la mayor parte del precio del alquiler:
“Supongamos que por un piso en el barrio del Clot pagamos 800 euros. El piso fue construido en 1950 y desde entonces siempre ha habido inquilinas pagando rentas, por lo tanto, la construcción está más que amortizada: las inquilinas, con los años, ya han pagado lo que en su día costó levantar las paredes, el material, la mano de obra, el beneficio del constructor, etc. Aun así, el piso tiene unos costes de mantenimiento, pero estos costes son aproximadamente de 100 euros al mes. Por lo tanto, los restantes 700 euros son un pago que únicamente va destinado al bolsillo del rentista, sin ningún otro destino. Es lo que sería la renta del suelo”.
El venerable “patriarca” del marxismo, Friedrich Engels, autor de un estudio pionero sobre “el problema de la vivienda”, fundamenta, de forma más teórica, el «misterio» del alquiler:
“Cuando se alquila, la vivienda produce a su propietario, en forma de alquileres, una renta del suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital invertido en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este capital. Y si, entretanto, el alquiler ha cubierto cinco o diez veces su precio de coste inicial veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la renta del suelo”.
La renta es, en definitiva, un pago de transferencia monopolística, impuesto por la relación de poder basada en la propiedad privada. Su magnitud depende en consecuencia del poder relativo de las partes intervinientes, y será mayor cuando las condiciones institucionales obliguen a los inquilinos a aceptar condiciones draconianas. De este modo, la práctica inexistencia de vivienda de alquiler social en España; la fraudulenta regulación legal del préstamo hipotecario y la liberalización casi absoluta del contrato de arrendamiento; el paraíso fiscal que representan los ingresos por arrendamientos para los afortunados arrendadores, debido a las suculentas desgravaciones obtenidas en el IRPF; el crecimiento exponencial de la vivienda de alquiler de temporada y turístico, un sector «salvaje» en el que la regulación brilla por su ausencia; y, last but not least, la presencia significativa en el mercado inmobiliario de los ominosos fondos buitres, con sus salvajes prácticas capaces de “destruir las vidas de la gente”. Todos ellos constituyen los inhóspitos rasgos del sector que potencian extraordinariamente el poder del arrendador inmobiliario -sea este persona física o jurídica- en detrimento del desvalido inquilino, que carece además en la mayoría de los casos de “alternativa habitacional”, lo que lo convierte en un cliente “cautivo”.
Sin duda se trata, como resalta de nuevo Harvey, de un “conflicto de clase”:
“En todos estos casos, el alquiler debe concebirse como una renta absoluta que recae sobre el poder monopolístico de los terratenientes como clase frente al poder y la condición colectiva de los inquilinos. Se establece, en pocas palabras, por un conflicto de ‘clase’ dentro de un área geográfica restringida (dentro de un espacio absoluto)”.
La ciudad revanchista
“La ciudad revanchista augura una feroz reacción contra las minorías, la clase trabajadora, las personas sin hogar, los desempleados, las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes. Se trata de una ciudad dividida, en la que quienes han resultado vencedores están cada vez más a la defensiva en relación con sus privilegios, cuya defensa se ha vuelto cada vez más feroz”
Neil Smith
Emmanuel Rodríguez describe los deletéreos efectos de la configuración patológica someramente descrita sobre el tejido social:
“En términos generales, la financiarización reduplica los efectos de desigualdad de las antiguas estructuras de clase, a lo que habría que añadir la pesada servidumbre que conllevan los enormes volúmenes de endeudamiento. Las burbujas inmobiliarias penetran con mucha mayor profundidad en el tejido social, por la simple razón de que los mecanismos financieros se insertan, en este caso, en una mercancía de primera necesidad”.
¿Cuáles serían las principales consecuencias para la desequilibrada estructura social imperante y para la posibilidad de construcción de formas renovadas de luchas populares del carácter cada vez más depredador de los «mecanismos financieros», caracterizados por la masiva extracción de rentas y de la “deuda a muerte”?
Los movimientos sociales urbanos se consideran con demasiada frecuencia, por parte de los «guardianes de la ortodoxia» revolucionaria, como “asuntos” separados o subordinados a la lucha de clases tradicional, enraizada en la explotación y la alienación del trabajo vivo en la producción.
Sin embargo, la profunda metamorfosis del sistema de la mercancía desde los tiempos heroicos de la Revolución Industrial exigiría quizás poner en cuestión ese sagrado principio, reflejado en la rotunda sentencia del patriarca Engels:
“La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de producción capitalista. Por tanto, se falsean totalmente las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se intenta identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista”.
Si bien no deja de ser obvio que se trata de dos relaciones “cualitativamente” diferentes, el hecho cierto es que también, como señala Jaramillo, están estrechamente relacionadas:
“Si tenemos en cuenta que la vivienda es un valor de uso indispensable para la reproducción de la fuerza de trabajo, el monto que el obrero debe pagar por consumirla debería estar incluido en el monto del salario que recibe”.
Por lo tanto, el salario debería incorporar el coste de la vivienda y el del desplazamiento al lugar de trabajo -muy relacionado a su vez con los masivos procesos de gentrificación que asolan actualmente las urbes neoliberales-. Sin embargo, esto dista mucho de ser así, ya que la indexación salarial, existente solo en algunos convenios colectivos, se basa en el IPC, que no incluye la compra de vivienda ni los intereses pagados al banco, y minusvalora enormemente el alquiler. Así pues, el coste de la vivienda está prácticamente desconectado del poder adquisitivo de los asalariados, aunque representa nada menos que casi la mitad del sueldo medio en España y es, de largo, el “bocado” más relevante de los ingresos de los trabajadores. Pero incluso existe otra arista más, que vuelve aún más enrevesado el asunto, ya que la carestía inmobiliaria implica también un conflicto potencial entre los capitalistas productivos y los rentistas, al aumentar el valor de la fuerza de trabajo y dificultar gravemente sus condiciones de vida y rendimiento laboral. Los abundantes ejemplos de la enorme dificultad -por parte de la patronal de la hostelería e incluso también de la administración pública- de encontrar trabajadores que se desplacen a las zonas turísticas de Canarias y Baleares, dados los niveles prohibitivos del alojamiento, son sólo un botón de muestra de tal realidad.
El propio Marx destacó, como recuerda Abellán, el concepto de “explotación secundaria”, como un aspecto clave de la expropiación de riqueza que sufre el salario del obrero añadida a la explotación laboral:
“El concepto marxiano de explotación secundaria proviene de su concepto de explotación, con el que quería explicar la extorsión realizada por el capitalista para apropiarse de una parte del valor producido por el trabajador durante la producción sin pagarle un equivalente a cambio”.
En un contexto en el que la “violencia inmobiliaria” deviene un fenómeno preeminente en la fracturada estructura social vigente y la arremetida contra las condiciones de vida de las mayorías sociales resulta más virulenta, parece por tanto necesario, como señala de nuevo Abellán basándose en Harvey, el replanteamiento de la estructura canónica del conflicto de clase:
“En su artículo de 1974 Harvey señala que la dinámica de la urbanización genera dos tipos de clases sociales: la clase de los proveedores (promotores inmobiliarios, especuladores y propietarios/caseros), que poseen el monopolio de la propiedad de los recursos urbanos y que obtienen una renta por su provisión, y la clase de consumidores de ese recurso. La renta monopolista de clase sería la tasa de retorno. El lugar del conflicto también se desplazaría. Mientras en el conflicto capital/trabajo el conflicto tendría lugar en el ámbito laboral, en el conflicto rentista versus comunidad, por el contrario, el conflicto tendría lugar dentro del barrio y del espacio urbano. De la misma forma, el sujeto central de la lucha de clases sería un sujeto distinto”.
Tales constataciones suscitan un trascendental interrogante:
¿Hasta qué punto las luchas por la vivienda y por la defensa del resto de aspectos relacionados con la reproducción social adquieren, en la realidad vigente, la suficiente envergadura como para representar el locus principal del enfrentamiento entre poseedores y desposeídos? El embate en toda la línea de la voracidad capitalista contra los cimientos de los mecanismos de la reproducción social, que convierte los bienes básicos como la vivienda en el filón primordial de la expropiación de riqueza de las clases trabajadoras, produce, como señala Rodríguez, un desplazamiento paralelo del carácter de las luchas populares:
“La lucha por el derecho a la vivienda desplazaba la vieja centralidad del trabajo, ponía el foco en las garantías a la reproducción social, que habían sido convertidas en activos financieros. De acuerdo con el viejo léxico marxista, el lugar de organización —de construcción de una experiencia común— se debe desplazar así necesariamente de la producción a la reproducción”.
En el periodo vigente, caracterizado por la preeminencia del circuito secundario de acumulación, en el que las vetas de obtención de ganancia del capitalismo en crisis terminal se desplazan de la producción a la circulación, al consumo y a la vivienda, las nuevas líneas de fractura social deben sin duda reflejar esa metamorfosis.
El historiador e intelectual anarquista Miquel Amorós abunda en esa mutación de la “condición proletaria actual”:
“La condición proletaria actual se define mejor hoy por las dificultades del hábitat, reflejo de las cuales son los movimientos provivienda, la lucha contra los desahucios, las ocupaciones de fincas, los sindicatos de inquilinos y los conatos de instalación en el campo. El movimiento anarcosindicalista ha de encabezar la resistencia a la gentrificación”.
Ninguna conceptualización teórica podrá, en cualquier caso, predeterminar el carácter futuro de las luchas sociales. Sólo el desarrollo imparable del creciente conflicto por las condiciones básicas de subsistencia de las clases populares podrá generar -o, en caso contrario, encaminarnos de forma rauda a la barbarie- la constitución de nuevos sujetos transformadores, que desafíen el embate redoblado de los “amos del planeta” contra los fundamentos del metabolismo social y natural.
La ciudad neoliberal es, en definitiva, en los términos de Smith, un territorio “revanchista” y cruel; un campo de batalla polarizado entre la defensa feroz de los desmedidos privilegios ostentados por los “vencedores”, y la lucha por la dignidad y la emancipación, mediante los intentos de organización y de resistencia de los -ojalá que provisionalmente- “perdedores”.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2025/06/11/la-vivienda-como-lugar-de-combate-i/#more-3026
Alfredo Apilánez. Economista y profesor. Autor de varios artículos y trabajos sobre temas relacionados con la economía, principalmente en el ámbito financiero, y del libro Las Entrañas de la Bestia. La fábrica de dinero en el capitalismo desquiciado
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