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La vivienda como lugar de combate (III)

Fuentes: Rebelión

El movimiento de vivienda y la Segunda Internacional

“Acabemos con el negocio de la vivienda”.

El contundente eslogan anterior fue enarbolado durante la manifestación convocada a escala estatal por las organizaciones en defensa del derecho a la vivienda el pasado 5 de abril. «La vivienda debería ser un derecho universal, no un bien con el que especular», era otro de los lemas del comunicado de las organizaciones convocantes. “Solo encontramos viviendas con precios desorbitados o habitaciones de mala muerte”, fueron las amargas palabras de Carme Arcarazo, portavoz del Sindicato de Inquilinas de Cataluña. La propia portavoz distribuye las responsabilidades del desastre inmobiliario: “Aunque los rentistas son los culpables, los políticos, que no han hecho nada, son los responsables”.

El «asunto» de la vivienda se ha convertido sin duda en el tema de la «hora». El circuito secundario de acumulación deviene el festín del capital financiero-inmobiliario, el nicho de rentabilidad clave para insuflar respiración asistida al capitalismo parasitario de la piel de toro. La extracción de plusvalías del espacio urbano, convertido en activo financiero, atrae ingentes flujos de capital ficticio -creado del “puro aire” por la fábrica de deuda bancaria- que se vuelcan sobre la explotación del territorio y la masiva generación de rentas inmobiliarias. Con el agravante de que la actual vorágine del ladrillo se ceba con el sector del alquiler, afectando de lleno a las capas sociales más empobrecidas, cada vez más excluidas no solo de la agrietada sociedad de propietarios, sino también del acceso al arrendamiento en condiciones asequibles. El desvalido inquilino se halla entre la espada y la pared, al albur del grado de avaricia del casero y de la sentencia de “muerte” que supone la decisión de extraer el máximo rendimiento a su propiedad, mediante el alquiler turístico o de temporada, expulsando sumariamente al sufrido arrendatario. Como señala gráficamente Pablo Carmona:

“Una vez desahuciadas cientos de miles de familias tras la crisis de 2008, ahora toca dejarse el sueldo en pagar a los rentistas que sacan tajada de este y otros barrios. El 10% de esos propietarios, empresas medianas, pequeñas y grandes que se hacen con carteras de pisos en alquiler para llenarse los bolsillos. Y al menos otro 85% de ellos, rentistas particulares que han decidido robarle el sueldo a jóvenes, migrantes y familias de bajos recursos mientras ellos se desplazan a las nuevas urbanizaciones del Ensanche y Rivas-Vaciamadrid o -en el caso de los más pudientes- se compran el chalet”.

El hecho es que no estamos -a pesar de la «música celestial» de los voceros del negocio y de sus mamporreros en la academia y los mass media– ante un mercado al uso, regulado por el libre juego de la oferta y la demanda. Bien al contrario, se trata de un sector extractivo, en el que la propiedad de un bien «del que nadie puede prescindir» otorga poder monopolista al casero -tanto al desalmado fondo buitre como al bonancible y canoso “abuelito rentista”- para «robarles el sueldo» a los inermes inquilinos.

La flagrante contradicción entre la conversión de la vivienda en un bien de inversión, el «tesoro» patrimonial de las familias de clase media -más de un 70% de los hogares son propietarios-, y, por otro lado, la completa exclusión residencial de crecientes capas de la población, principalmente joven y migrante, amenaza con rasgar las costuras de la paz social. ¿Qué decir de un país en el que únicamente el 15% de los menores de 30 años están emancipados -la gran mayoría, gracias a la ayuda familiar-?

La grotesca histeria antiokupa, las «gárgaras» xenófobas del fascismo rampante o la obsesión antirregulatoria profesada por el bloque académico y mediático hegemónico no dejan de ser síntomas de la agonía acelerada del sueño “húmedo” del país de propietarios y del creciente pánico al desclasamiento que se propaga por la vetusta sociedad de las clases medias. Una «tormenta perfecta», en palabras incluso de la rabiosamente neoliberal prensa salmón, vocera de los intereses de los señores del ladrillo, que podría hacer estallar en pedazos la ficticia imagen de bonanza que ofrece actualmente la economía española a poco que el espectro del próximo shock global asome abruptamente por el horizonte.

Mientras tanto, el bloque “progresista” que pilota el Estado neoliberal presencia impotente el desastre tratando de poner “tiritas en la femoral”: la timorata Ley de Vivienda, con sus pacatas regulaciones y sus ridículos eufemismos -”zonas tensionadas”, “vulnerabilidad residencial”-, no ha sido más que otra cataplasma homeopática llena de agujeros legales, amén de una excusa perfecta esgrimida por parte de los «aterrorizados» rentistas para retirar una gran parte del stock hacia el alquiler turístico y de temporada. Por no mencionar el “salvaje Oeste” de prácticas abusivas que representan los prósperos mercados de habitaciones, la plaga de los pisos turísticos de Airbnb o los ominosos coliving, el paradigma de la desesperación en la que desemboca la exacerbación de la “exclusión residencial”.

La selva inmobiliaria deviene a pasos agigantados un espacio social agonístico, en el que el ejercicio del sagrado derecho de propiedad, en pos de la maximización de la extracción de rentas de una mercancía básica transformada en activo financiero, convierte el acceso a un cobijo en un calvario para millones de personas.

Cuando algo medular en la constitución de la organización social capitalista, como es el salario, no es capaz ni siquiera de hacer frente a la reproducción de la fuerza de trabajo, estamos ante una avería estructural que afecta a las entrañas del aberrante orden social vigente. «No tendrás casa en tu puta vida» era el provocador eslogan del colectivo VdeVivienda -el embrión de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca- en vísperas de la estrepitosa explosión de la burbuja inmobiliaria en el ya lejano 2006. Casi veinte años después, la sentencia resulta incluso demasiado pusilánime. El 70% de los jóvenes no puede permitirse sufragar siquiera un alquiler y el porcentaje medio del salario que se destina a la renta -sin incluir los suministros y otros gastos- supera el 50%, llegando en las grandes ciudades como Barcelona y Madrid al 70%. Como resume ácidamente el exportavoz del Sindicato de Inquilinas Jaime Palomera: «de seguir así, el futuro será que una persona de 40 años con trabajo estable se vea abocada a alquilar una habitación».

Del lúgubre panorama descrito se deduce una constatación de enorme relevancia para la conformación de los antagonismos sociales que pugnen al menos por contener el embate desatado contra los pilares básicos de la reproducción social. Cuando el sector de la circulación de capital se convierte en el pivote que sostiene la matriz de rentabilidad del sistema, las luchas populares por las condiciones de vida y de subsistencia cotidiana devienen el fulcro principal de las resistencias frente a la devastación capitalista. De este modo, se desplaza la vieja centralidad del trabajo asalariado hacia las luchas alrededor de los bienes básicos, de la defensa del territorio que se habita y del genuino derecho a la ciudad usurpado por la voracidad de la financiarización capitalista.

La constatación anterior choca empero con la concepción ortodoxa de la lucha de clases, presente todavía en la mayoría de las organizaciones de la izquierda tradicional y también en los sindicatos socialistas, creados recientemente en el movimiento de vivienda español. Como señalan Madden y Marcuse, para la izquierda ortodoxa -principalmente de tradición marxista, aunque también en parte anarquista- los conflictos ajenos al “asunto principal” son tratados como cuestiones secundarias:

“Las luchas residenciales, como conflictos que afectan a bienes de consumo y no de producción, han sido típicamente tratadas como cuestiones secundarias. El argumento teórico es que los conflictos en torno al consumo pueden únicamente producir victorias menores y reformistas y, en el peor de los casos, desviar energías que deberían emplearse en las arenas de las luchas ‘apropiadas’”.

Sin embargo, como resalta Corsino Vela, el hecho es que las batallas relacionadas con la reproducción social y la defensa del territorio devienen neurálgicas como reacción ante el desbordamiento de la agresión del capital hacia todos los ámbitos del metabolismo socionatural:

“En esas movilizaciones prevalecen, de hecho, aspectos relativos a la reproducción social y a la subsistencia por encima de los propiamente referidos a la reproducción de la fuerza de trabajo del capitalismo productivo (salario). Son luchas cifradas en torno a la vivienda, la sanidad, la alimentación, el acceso a recursos básicos (tierra, vivienda, agua), a los cuidados y a maneras de hacer, en general, que ponen en el primer plano los límites objetivos del capital como modelo de reproducción social basado en la producción y consumo de mercancías”.

Ante esta ofensiva en toda la línea de la acumulación hacia la masiva extracción de riqueza social en los ámbitos que atañen a la subsistencia cotidiana -de los cuales la vivienda es sin duda el más candente- surgen, en definitiva, dos cuestiones fundamentales: ¿Existe alguna posibilidad de atenuar siquiera el embate del capital desembridado a través de la movilización de las víctimas de las agresiones cotidianas de los amos del poder y del dinero contra los bienes básicos como la vivienda y la explotación del territorio? Y, en ese caso, ¿cuáles habrían de ser la forma de organización y los métodos de lucha de los que pugnan por contener la depredación desaforada que reina en la neoliberal “ciudad revanchista”?

En respuesta a este panorama de pesadilla han surgido, en la última década, una serie de organizaciones que pugnan por paliar el desastre inmobiliario mediante la defensa de sus víctimas -principalmente, en el ámbito “salvaje” del alquiler- frente a la formidable maquinaria saqueadora manejada al alimón por el capital financiero-inmobiliario y el Estado neoliberal. Sin embargo, y más allá de la siempre deseable pluralidad, es necesario constatar la división en dos bloques, crecientemente polarizados, dentro del nuevo movimiento de vivienda. Y quizás no de forma casual, la línea de demarcación de las dos “almas” del movimiento coincide casi al dedillo con la que provocó la traumática ruptura que afectó al movimiento obrero en los convulsos años de la Primera Guerra Mundial. Al igual que la Segunda Internacional, tras la traición al internacionalismo de los partidos socialistas, por su apoyo a la Unión Sagrada con la burguesía en el esfuerzo bélico imperialista, se fracturó en las tendencias reformista y revolucionaria, el movimiento de vivienda reedita de forma llamativamente similar la misma línea de quiebra.

El alma reformista

“El anhelo de tener una vivienda propia es muy respetable y entonces en un modelo ideal de vivienda debería existir un fuerte parque de vivienda social, un parque importante de alquiler regulado como hay en otros países, un parque de cooperativismo y cesión de uso y podría haber también pequeña propiedad. No hay que confundir la pequeña propiedad con la gran propiedad de la especulación con la vivienda”

Ada Colau

Tras la debacle hipotecaria de 2008 y la obligada reconversión subsiguiente de la máquina de succión de riqueza social que representa el sector inmobiliario hacia la extracción de rentas del alquiler, en el año 2017 surgieron los primeros Sindicatos de Inquilinos en España. Comienza entonces la nueva fase del movimiento de vivienda, tras la hegemonía de la lucha contra los desahucios hipotecarios, encabezada por la PAH, en el periodo inmediatamente posterior a la explosión de la burbuja inmobiliaria.

El 12 de mayo de 2017 se celebró la presentación en sociedad del Sindicato de Inquilinas de Barcelona. “La defensa del derecho a la vivienda y a un alquiler asequible, estable, seguro y digno” constituirían, según su manifiesto fundacional, sus propósitos fundamentales. La formación de un parque público de alquiler social; la exigencia de la bajada de los alquileres y la estabilidad de los contratos; la reforma de la neoliberal Ley de Arrendamientos Urbanos y la regulación estricta del alquiler de temporada, turístico y de habitaciones; y el asesoramiento y la defensa de los afectados por los “desahucios invisibles”, causados por las subidas exorbitantes perpetradas “a sangre fría” por los desalmados rentistas, representan sus principales reivindicaciones y ejes de actuación.

Los procesos de “negociación por bloques” con propietarios de edificios enteros, generalmente fondos buitres, grandes bancos o la SAREB -el siniestro “banco malo”-, con el objetivo de evitar la expulsión “silenciosa” de los vecinos buscando soluciones conjuntas en pos de lograr la renovación de los contratos sin subidas desorbitadas; y el recurso último a la huelga de alquileres, como vía de presión y acto de desobediencia colectiva para luchar contra las cláusulas abusivas y negociar una mejora de las condiciones con el renuente propietario, constituyen sus principales estrategias de lucha sindical en defensa de los desvalidos arrendatarios. Y se ha de resaltar el éxito obtenido -a costa de arrostrar la dureza de la represión jurídico-policial, al amparo de la ominosa Ley Mordaza- en algunos procesos de expulsión masiva de inquilinos y de paralización de desahucios, atajados gracias a la presión sindical y al coraje de los colectivos de vecinos, que logran arrancar al fondo buitre de turno alquileres asequibles y contratos estables. Lo cual representa, por otro lado, la prueba palpable de que, ante la imposibilidad manifiesta de lograr cambios estructurales, que alteren realmente la “relación de fuerzas” a favor del arrendatario frente al todopoderoso bloque propietario, la resistencia y la organización de los afectados por la violencia inmobiliaria resultan las únicas vías para lograr resultados tangibles.

De este modo, y como señala el militante del Sindicato Aldo Reverte, la “forma de oponerse al proceso de desposesión popular que nutre las cuentas del capitalismo no productivo” se basaría -análogamente a la práctica habitual del sindicalismo laboral- en la acción sindical en pos de la regulación y la estabilidad del alquiler:

“En este sentido, la lucha sindical e institucional característica del Sindicat ha sido la de regular el mercado del alquiler, a través de la acción directa o de la norma legal, contra los intereses del rentismo y en defensa de la función social de la vivienda”.

“Poder inquilino” es el título del libro publicado recientemente por los Sindicatos de Inquilinas de Madrid y Cataluña. En él se desarrollan un análisis de las causas del drama inmobiliario y una exposición de las estrategias del movimiento y de sus propuestas encaminadas a fortalecer al “sujeto inquilino”, en pos de arrancar la vivienda de las garras de los especuladores y de restaurar su condición de valor de uso esencial para la subsistencia cotidiana:

“Es decir, si todas estamos de acuerdo en que disponer de una vivienda es totalmente necesario para poder desarrollar nuestras vidas, para mantenernos y construir vínculos (con nuestra pareja, nuestra familia, nuestras amistades…), entonces ¿cómo puede ser que algo que es imprescindible para cualquier ser humano se convierta en fuente de lucro y beneficio para unos pocos?”

Es precisamente en este ámbito propositivo -más allá de las luchas concretas de “reducción de daños” y de resistencia contra la violencia inmobiliaria- donde se plasma el carácter genuinamente reformista del movimiento. Las medidas que se proponen como alternativas para “arrancar la vivienda a los rentistas y especuladores”, entre las cuales destaca la cooperativa en cesión de uso, no dejan de ser soluciones capitalistas, en la línea de la vieja ilusión keynesiana de la posibilidad de alcanzar un capitalismo de rostro humano, que rinda sus frutos a las “clases productoras” tras la fulminante “eutanasia del rentista”:

“Cuando un grupo de inquilinas enfrentadas a desahucios o subidas abusivas decide organizarse, pueden optar por constituir una cooperativa de cesión de uso con el fin de adquirir el edificio en el que viven. Este modelo, probado con éxito en diferentes contextos, permite retirar el inmueble del mercado especulativo, asegurar su gestión colectiva y garantizar el acceso a vivienda estable y asequible para las actuales residentes, así como para las generaciones futuras”.

Esta idea recurrente de acabar con la especulación, oponiéndola a un mitológico capitalismo productivo, pero sin cuestionar de raíz la propiedad inmobiliaria y el carácter intrínsecamente depredador del sistema financiero, se refleja en la propuesta de recurrir a “fuentes éticas” de financiación para la constitución de las cooperativas de vivienda:

“Asimismo, es crucial contar con apoyo financiero de fuentes éticas, como Fiare o Coop57, además de explorar subvenciones públicas y campañas de micromecenazgo”.

Los militantes del Sindicato Alex Francés y Blanca Martínez abundan en la necesidad de obligar al desalmado capital especulativo a “portarse bien” mediante la intervención legislativa del Estado burgués:

“Pero la bajada de los precios del alquiler no es la única medida necesaria que habría que adoptar de forma urgente. Se necesitan, entre otras, las siguientes medidas:

1. Contratos estables, de larga duración y renovación automática, que permitan tener garantías a largo plazo para poder planificar y desarrollar vidas en condiciones.

2. La expropiación de todas las viviendas vacías, turísticas y en manos de fondos buitres, que no están cumpliendo con su función social, para generar un parque público de vivienda, bajo control social.

3. Una regulación real del precio de los alquileres, que recoja la situación socioeconómica de las familias, y que ajuste el precio del alquiler a un máximo del 10% de los ingresos”.

La lista anterior de exigencias al legislador refleja asimismo el estatismo ingenuo -considerando las instituciones como “un campo en disputa”- de muchas de las demandas del Sindicato, característico de la tradición reformista socialdemócrata y reforzado por un acusado triunfalismo en la celebración de los pírricos avances legales de los últimos años:

“En este tiempo, se ha conseguido algo que hasta hace dos días la inmensa mayoría creía imposible: disputar la función social de la propiedad y empezar a hacer efectivo un programa con medidas que no se habían visto en mucho tiempo, como intervenir el mercado en favor de los sectores populares con bajadas de precios y alquileres sociales (…). Los pasillos de los ayuntamientos, de los gobiernos y de los parlamentos, que siempre habían sido suyos, también se han convertido en un campo en disputa”.

Teniendo en cuenta la desbocada evolución del sector inmobiliario en los años posteriores a la aprobación de la “celebrada” Ley de Vivienda y las múltiples vías de agua y triquiñuelas pseudolegales que los dueños del negocio han encontrado para eludir la aplicación de las medidas más lesivas para sus intereses, no parece ni por asomo que el triunfalismo que exhibe Palomera esté mínimamente justificado.

Y, al igual que el viejo reformismo bernsteniano -”el movimiento lo es todo”- el objetivo final queda formulado, en palabras de Francés y Martínez, de forma tangencial, como una observación a pie de página, tan residual como improbable:

“Pero no nos engañemos, la única manera de garantizar el derecho a la vivienda para todos, todas y todes, es sacando la vivienda del mercado y acabando con el rentismo como método de extracción de rentas de la clase trabajadora. Y esto no pasará en el marco del sistema capitalista”.

Como se desprende del planteamiento someramente descrito, la oposición central que caracteriza al “sujeto inquilino” se sitúa, como enfatiza Francés, en el mecanismo de extracción de rentas y no en la propiedad inmobiliaria, auténtica línea de demarcación de la sociedad de las clases medias:

“El propietario de una sola casa —y, a lo sumo, de una segunda residencia— que no percibe renta está más cerca de un inquilino que de un rentista (…). Los bloques políticos se distinguen por la contraposición entre quienes perciben renta y los que no, no entre los propietarios y los que no lo son”.

No se cuestiona por tanto, al menos en principio, la sagrada propiedad privada –conditio sine qua non del origen de la renta-, excepto si se “abusa” de ella, como vía de extracción de alquileres desorbitados o de operaciones especulativas. Antes al contrario, se le atribuye legitimidad, como forma de adquirir seguridad vital mediante el uso legítimo del ahorro acumulado tras una dura vida de trabajo.

Sin embargo, como señala Pablo Carmona, el bloque sociopolítico dominante está fundado en la entelequia de la sociedad de propietarios, bajo la hegemonía ideológica de las clases medias, y en la concepción de la vivienda como el sustrato basal de la prosperidad económica a través de la revalorización de los activos:

“Por otro lado, y aquí está la hipótesis central a tener en cuenta para los próximos años, estos grandes propietarios no pueden constituirse por si solos en la gran patronal del alquiler. Para ampliar su influencia deben coaligarse con las clases medias propietarias y rentistas en aspectos como el mantenimiento de los precios de sus activos, la seguridad jurídica de las inversiones y, por decirlo en términos claros, el sostenimiento y reforzamiento de la mano dura ante los impagos, las ocupaciones de vivienda y todo lo que suponga un cierto peligro a la seguridad y la rentabilización de sus propiedades”.

A pesar pues de la actitud conciliadora del Sindicato con el pequeño propietario -cargando siempre las tintas contra los desalmados fondos buitres y los “grandes tenedores”-, el hecho palmario es que el acceso a la propiedad inmobiliaria, a través de la “cadena de oro” del crédito hipotecario, ha sido el gran desactivador del antagonismo social en las últimas décadas. Por no mencionar su carácter profundamente retrógrado, en cuanto propulsor de la desigualdad social y pilar de la reproducción ideológica del orden social imperante, en las antípodas de cualquier forma de vida comunitaria. La propiedad -y con ella la sacrosanta institución de la herencia- representa, en definitiva, la base del modelo de “keynesianismo de activos”, que sostiene la estructura socioeconómica parasitaria hegemónica en la piel de toro: la España de propietarios, según la felicísima expresión del ministro franquista.

Como destaca el sociólogo Jean-Pierre Garnier, el alma reformista del movimiento se limita a criticar el mal uso que se hace de la vivienda y no su carácter de símbolo -al igual que los medios de producción- de la sacrosanta propiedad privada capitalista:

“Aunque se han creado ‘colectivos’ de inquilinos, sus reivindicaciones, en lugar de cuestionar la propiedad privada de las viviendas, se limitan a criticar el mal uso que se hace de ellas y a pedir a los políticos que emitan leyes que los protejan. Algo que, dada la relación actual de fuerzas, favorable al capital financiero, no conduce a nada”.

El alma revolucionaria

“Antes ser socialista era más sencillo conceptualmente, ya que el objetivo parecía relativamente claro: si se abolía la propiedad privada y se llevaba a cabo una planificación racional de la economía el resultado sería una sociedad mucho mejor. Y se pensaba que una clase obrera radicalizada lucharía por alcanzar este objetivo. Los debates se centraban en la naturaleza de las relaciones de poder existentes y en cómo motivar a los trabajadores para encaminarse hacia el socialismo. Si es cierto que hoy la sociedad capitalista está entrando en crisis porque se han socavado sus fundamentos en el trabajo proletario, esto nos enfrenta con problemas muy distintos”

Moishe Postone

“Cada victoria, energía, conocimiento y fuerza acumulados por el Sindicato de Vivienda ha de ser una aportación en el camino de construcción de un gran Partido Comunista de Masas centralizado, que no es otra cosa que la unión de todas las organizaciones del proletariado revolucionario en una fuerza capaz de disputar el poder a la burguesía e instaurar las condiciones del Estado Socialista”.

La solemne declaración anterior está extraída de la Propuesta Política del Sindicato Socialista de Vivienda de Cataluña, redactada tras su creación en 2024. De la misma forma que Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo encabezaron, como reacción a la traición socialdemócrata al internacionalismo proletario en el inicio de la Primera Guerra Mundial, la escisión comunista que asestaría la estocada final a la Segunda Internacional, los nuevos Sindicatos Socialistas de Vivienda encarnan, mutatis mutandis, la fracción revolucionaria del movimiento, frente al carácter reformista de los Sindicatos de Inquilinas.

Más de un siglo después, la división que atraviesa la convulsa historia del movimiento obrero de raigambre marxista parece pues repetirse una vez más a propósito del neurálgico “asunto” inmobiliario. El origen de la facción leninista rediviva se sitúa en el País Vasco en 2019, tras una abrupta ruptura de las juventudes de la izquierda abertzale, provocada por la decepción suscitada en amplios sectores de sus militantes por la “degeneración” socialdemócrata del movimiento de liberación nacional vasco posterior a la disolución definitiva de ETA en 2018. En una quizás no tan curiosa coincidencia, el segundo foco apareció en Cataluña en 2022, de nuevo a partir de una escisión ocurrida en Arran -juventudes de la izquierda independentista-, como consecuencia del profundo desgarro causado en las bases del movimiento por el tragicómico y decepcionante final del Proceso catalán. Podría por tanto formularse la hipótesis, de corte “sociopsicológico”, de que una parte significativa de los apasionados anhelos juveniles depositados en la “construcción nacional” de la República Catalana se volcaron, tras el vergonzante final del “Procés”, en la -igual de ilusoria- construcción del Partido Comunista de Masas.

Las palabras de Mónica Chirivella, exmilitante de Arran, en una “Carta abierta a la juventud comunista” que significó el pistoletazo de salida del Movimiento Socialista en Cataluña, reflejan de forma fehaciente esa acusada “impaciencia revolucionaria” que subyace en la génesis del denominado Proceso Socialista:

“Esta nueva generación política estamos cansados de la derrota ideológica y estratégica que arrastramos y somos conscientes de la nueva condición de posibilidad que permite materializar un nuevo proyecto comunista. Un nuevo proyecto que nos aleje de la falta de horizonte revolucionario que nos ha hecho actuar por inercia, que nos ha hecho ver que como Izquierda Independentista no tenemos un proyecto con potencialidad real para romper con la sociedad capitalista (…). Por eso, hacemos un llamamiento a todos los jóvenes comunistas que honestamente creen, de nuevo, que la revolución es posible”.

Los militantes del Movimiento Elías Abellán y Radix señalan asimismo la centralidad del “frente de la vivienda”, como caldo de cultivo ideal del proceso de construcción de un poder propio que fortalezca la independencia de la clase trabajadora:

“Por tanto, la segunda premisa de la que partimos es precisamente la voluntad clara y decidida de que nuestra intervención en el frente de la vivienda debe contribuir al aumento del poder político y organizativo de la clase trabajadora”.

Desde sus comienzos pues la facción revolucionaria del movimiento desarrolla su actividad teórica en dos direcciones. Por un lado, la justificación de la nueva propuesta organizativa, mediante la crítica del “movimentismo” de carácter reformista del Sindicato de Inquilinas; y, por el otro, la fundamentación de la necesidad ineludible de construir una alternativa verdaderamente revolucionaria, que aspire nada menos que a la “vivienda pública, gratuita, de calidad y universal, la abolición del alquiler y de las hipotecas y la expropiación de los pisos vacíos y turísticos”, como ingredientes esenciales de un nuevo proyecto comunista en el “frente de la vivienda”.

La portavoz del Sindicato en Cataluña Marina Parés plantea los ejes principales de la crítica al sindicalismo reformista:

“Desarrollaremos nuestra crítica a través de tres limitaciones principales, relacionadas entre ellas: el análisis parcial y economicista del conflicto con la vivienda, la concepción neutral del estado burgués y la confusión de la autonomía sindical con la independencia política del proletariado”.

Otra recurrente enmienda formulada contra el análisis del Sindicato de Inquilinas se funda en la acusación de fragmentar los intereses universales de un imaginario “sujeto proletario”:

“Esta es otra de las limitaciones a las que lleva el análisis parcial del Sindicato de Inquilinas: la fragmentación del proletariado en varios sujetos, dificultando su articulación unitaria, y el abandono de sus intereses universales en favor de la defensa de los intereses parciales de la clase media en proceso de proletarización”.

En contraposición, la estrategia revolucionaria aspira a asaltar los cielos en nombre del “sujeto universal”, en la más acendrada tradición marxista-leninista:

“Una estrategia basada en un proceso de acumulación de fuerzas que se traduce, en el momento actual, en la rearticulación del proletariado como sujeto revolucionario universal y la lucha cultural por la socialización del programa comunista entre las masas. Esta es la estrategia a la que llamamos el Proceso Socialista”.

Empero, y a pesar de la ambición altisonante del objetivo final, siempre queda, como constatan Abellán y Radix, un resquicio para el realismo:

“Estas no son palabras al viento. Sabemos que muchas de nosotras no viviremos el resultado de este proceso, que quizás solo veamos algunas conquistas y probablemente un buen número de derrotas. Pero tenemos la humilde y firme creencia en la posibilidad de la revolución, y creemos que este debe ser el punto de partida para el necesario debate dentro del movimiento por la vivienda”.

Nos hallamos pues ante una reedición del estructuralismo funcionalista característico del marxismo ortodoxo, basado en la imposición, cual rígido troquel, de un patrón teórico preestablecido al curso, siempre cambiante e impredecible, de una realidad social radicalmente diferente a la que alumbró el canon del marxismo-leninismo. La repetición incesante de las viejas proclamas, en las solemnes palabras del militante Javier Zapato, no atenúa pues ni un ápice el carácter fantasmagórico de su contenido:

“La conquista del poder político por parte de la propia clase trabajadora organizada, entendiendo como tal la destrucción del aparato del Estado capitalista (la disolución de su policía, su ejército, su judicatura, su burocracia, etc) y la instauración de una nueva forma de gobierno en que la mayoría explotada tenga democracia plena y pueda imponer sus intereses a la minoría explotadora. A esa nueva forma de gobierno es a lo que llamamos Estado Socialista”.

Como afirma el filósofo Joaquín Miras, el uso indiscriminado -cual Deus ex Machina– del concepto de “clase trabajadora”, como piedra de toque del discurso revolucionario y generador automático de conciencia de clase es una fantasía, ya que “la clase no es un concepto estructural, científico, sino una colectividad social organizada que actúa conscientemente. Y eso actualmente no existe”.

A pesar, por tanto, de que la objetiva oposición entre capitalistas y trabajadores señala el terreno inmediato donde se desarrolla la lucha por el sustento cotidiano, la lucha de clases no representa una “categoría inmóvil” dentro de una estructura social estática, sino una condición dinámica, relacional y sociohistórica que, como explica Miguel Amorós, con argumentos que recuerdan al historiador marxista E.P. Thompson, se constituye únicamente en la infinita diversidad y complejidad de las luchas de los oprimidos:

“Uno de los obstáculos mayores para la crítica radical lo constituye el concepto de ‘clase obrera’. Casi unánimemente se emplea como categoría inmóvil dentro de una estructura económica y social estática, donde suceden problemas laborales considerados abusivamente como lucha de clases. Tal idea rechaza la dimensión histórica de la clase y niega un hecho fundamental, a saber, que la clase se constituye en las luchas y no al contrario (…). La existencia de la lucha es crucial para la clase, porque sin ella la conciencia desaparece, los intereses de clase se olvidan y la propia clase se esfuma”.

Así pues, el mantra recurrente de la “independencia de clase”, como supuesta base estratégica de la construcción del Partido Comunista de masas, solo representa un brindis al sol, ya que la clase trabajadora no existe como sujeto consciente a priori.

No sólo eso. A pesar de lo perturbador que resulta este baldón para las organizaciones sedicentemente proletarias, resulta incuestionable que existe una correlación directa entre la degradación y la precarización de las condiciones de vida de las mayorías sociales -con la violencia inmobiliaria en lugar destacado- y la creciente deriva conservadora -cuando no incluso filofascista- de amplios sectores de las clases “productoras” primermundistas. Resulta por tanto ineludible afrontar el hecho de la pérdida del ethos antagonista de la cultura obrera tradicional por gran parte de las capas populares, fagocitadas por el impulso acomodaticio del deseo de preservación de sus precarios “privilegios”, frente a los imaginarios y demagógicos peligros, azuzados por los mass media y la extrema derecha, de la inmigración o de la inseguridad ciudadana -v.gr. la histeria antiokupa-.

La realidad es que no existe un “sujeto proletario”, que pueda encarnar la conciencia de clase, así como tampoco existen ni un “sujeto inquilino” ni un “sujeto propietario”, que representen mecánicamente los frentes en lucha en el mercado inmobiliario. El uso acrítico de tales categorías representa una confusión entre la esferas económico-material y la ideológico-política, que impide la operatividad de tales conceptos. Como botón de muestra del confusionismo citado, véase el siguiente paso de la Propuesta Política del Sindicato Socialista:

“En esta línea, sería erróneo afirmar que la clase trabajadora es ya por definición inquilina o que existe alguna cosa parecida a un sujeto inquilino desposeído transversal (…). Sin embargo, que todavía un alto porcentaje de la población trabajadora sea propietaria de su casa no significa que en medio de un panorama social de crisis y empobrecimiento estén a salvo de la sombra del endeudamiento: los hogares en propiedad hacen la función de ahorros en diferido, gradualmente saqueados (sic) por la dinámica económica”.

La descripción sui generis de la propiedad inmobiliaria -la base de la “sociedad de activos” y de la riqueza patrimonial del 70% de los hogares- como “ahorros en diferido”, así como la velada defensa del propietario “endeudado” -en la mísma línea, dicho sea de paso, que el sindicalismo reformista- no dejan de resultar curiosas en un documento de cariz supuestamente marxista.

De hecho, la contraprueba de la vacuidad contenida en la verbosidad del discurso revolucionario se plasma en la realidad práctica del activismo del sindicato. A pesar del aparente abismo existente entre los dos planteamientos, el modus operandi de las dos facciones del movimiento acaba convergiendo, como señala el activista Salva Torres, en estrategias sindicales de “reducción de daños”:

“Sin embargo, en la realidad cotidiana, las estrategias de unos y otros se asemejan en la forma de organizarse como sindicatos pues acaban buscando la negociación con la propiedad, lo que puede derivar en una estructura burocrática vertical”.

Otro rasgo común de las dos almas dominantes en el movimiento es, como destaca asimismo Torres, el deficiente análisis de las causas profundas de la degradación capitalista, que son las que provocan el recrudecimiento de la violencia inmobiliaria:

“Y es que la discusión que están planteando los distintos sindicatos parece más una pelea guiada por ganar espacios políticos que por profundizar de una manera honesta en la enorme complejidad que el capitalismo, especialmente el financiero, ha dado a la vivienda como circuito secundario de acumulación”.

Es decir, que más allá de las diferencias radicales en los discursos teórico-estratégicos y de la competición por alcanzar la hegemonía del movimiento y el control de sus instituciones representativas, en la práctica cotidiana las formas de lucha y de defensa de las víctimas de la violencia inmobiliaria resultan casi idénticas.

Desde el lado reformista de la «trinchera», la crítica a los revolucionarios se centra, en palabras de Reverte, en la profusión de vacuos ideologemas que impregna las consignas y en la incoherencia entre el rimbombante discurso y el pragmatismo defensivo de las luchas cotidianas:

“Podemos observar que en la reflexión del ‘moviment socialista’ en el movimiento por la vivienda cada vez hay menos propuesta y cada vez hay más ideario político en forma de consignas (…). La escisión entre medios y fines me parece un pecado menos grave que la incapacidad de hacer lo que se dice y decir lo que se hace, es decir, ‘difundir palabras al viento’”.

Tampoco podía faltar la acusación de cooptar el movimiento, agostando la pluralidad y erigiéndose en el Príncipe Moderno, el Partido Comunista de Masas:

“Bajo la idea de fondo de construir el ‘partido comunista de masas’, ha mezclado los planos de la organización política o estratégica con el del movimiento popular o de masas. Se han situado en una postura desgraciadamente bien conocida: la de concebirse como ‘el Partido’, legitimando prácticas destinadas únicamente a reforzar su propia organización, entrando en contradicción con el desarrollo de un movimiento de base más amplia”.

Así pues, ante la polarización del movimiento y el diálogo de sordos entre ambas facciones, resulta perentorio plantearse si existe una alternativa que vaya más allá de la dicotomía entre reforma y revolución y que represente un medio eficaz de resistencia popular contra la violencia inmobiliaria, amén de un intento de abrir grietas de vida comunitaria en el erial circundante.

Más allá de la reforma y la revolución: una infraestructura urbana radical

Por encima del triunfalismo y de la sonoridad de las viejas proclamas, la cuestión crucial es que el sindicalismo de vivienda no puede representar más que una vía defensiva para paliar los dramáticos efectos de la agresión rampante contra las condiciones de vida de las clases populares. Para superar el “sectorialismo” -en el que también ha caído la mayor parte del sindicalismo laboral- del movimiento de un solo asunto, debería tenderse pues hacia formas más amplias de organización horizontal, en el sentido de lo que Pablo Carmona denomina “comunidades en lucha”:

“La forma diversa y desestructurada del sistema de propiedad lleva aparejada una dificultad similar a la que se encontró el sindicalismo laboral. Por este motivo, hay dos posibles opciones ante esta realidad. La primera es especializarse de manera intensiva en construir un movimiento sindical en el ámbito de vivienda. La segunda sería ampliar la estrategia sindical a otros ámbitos que permitan caminar hacia comunidades en lucha no sectorializadas. Escapar con ello del sectorialismo, el corporativismo y la prestación de servicios en los que derivó buena parte del sindicalismo laboral”.

Lo anterior pone asimismo el acento en un aspecto tan olvidado como neurálgico en el desarrollo, siempre balbuciente, de nuevas formas de antagonismo social: la transformación de la vida cotidiana. El rasgo característico de las organizaciones de la izquierda tradicional, tanto en su vertiente reformista como en la presuntamente radical o revolucionaria, es la ausencia de una crítica de la vida cotidiana, que cuestione de raíz las instituciones y las relaciones sociales que estructuran todos los ámbitos de la absurda sociedad vigente: el trabajo heterónomo, como argamasa de la organización social capitalista, y la familia nuclear, como célula básica de la esfera privada recluida en el hogar dulce hogar. Por debajo por tanto de la aspiración reformista a “tener una casa para organizar un proyecto de vida”, y de la vana quimera de pretender construir una fuerza revolucionaria que asalte los cielos del Estado burgués, late un vacío por el que discurre la atomizada vida alienada de las clases populares.

De ahí que, como señala también Carmona, se haya de resaltar la “falta de imaginación” de la “izquierda movimentista” a la hora de desarrollar formas de resistencia que partan de la capilaridad de las luchas de los barrios frente al embate en todos los frentes de la explotación del territorio y la agresión contra las condiciones básicas de subsistencia de las mayorías sociales:

“El eje central del problema, que quizás tarde en percibirse pero que será inevitable, es que toda la izquierda movimentista está sumida en una terrible falta de imaginación que, aunque sea momentáneamente, deje fuera de sus ecuaciones de lucha, el factor estatal en un sistema de demanda y reivindicaciones. Por eso, por pequeñas que sean, todas las experiencias que -por marginales que parezcan- juegan a experimentar con un escenario de quiebra estatal están anticipándose a lo que está por venir: un mundo donde no habrá redistribución sin expropiación”.

¿Queda en fin algún resquicio, más allá del estatismo regulatorio y del maximalismo revolucionario, para desarrollar infraestructuras sociales radicales que aúnen la inmediatez de las luchas y resistencias populares frente a los abusos del poder, con la voluntad de trascender el asunto inmobiliario en pos de una transformación de la vida cotidiana?

Esta tarea de «hormiguita», de creación de «algo diferente», encajaría como anillo al dedo, como describe David Harvey, en el concepto lefebvriano de “heterotopía”:

“El concepto lefebvriano de heterotopía (radicalmente diferente del de Foucault) delinea espacios sociales fronterizos de posibilidad donde ‘algo diferente’ es no solo posible sino básico para la definición de trayectorias revolucionarias. Ese ‘algo diferente’ no surge necesariamente de un plan consciente, sino simplemente de lo que la gente hace, siente, percibe y llega a articular en su búsqueda de significado para su vida cotidiana. Tales practicas crean espacios heterotópicos en todas partes. No tenemos que esperar a que la gran revolución constituya esos espacios”.

Esta emergencia, súbita e inesperada, de “cuñas de reciprocidad y alivio en el desierto” posibilita asimismo la superación de la sempiterna escisión entre las tareas desarrolladas por los militantes y activistas especializados en su asunto particular -las más de las veces ingratas y agotadoras- y, por otro lado, su reclusión en la privacidad alienada a caballo entre el trabajo y la familia, que define la esencia de un activismo separado de la vida cotidiana.

La tarea fundamental de la hora, en palabras de Mario Domínguez, sería, en definitiva, perseverar tentativamente en el intento de construcción de una “infraestructura urbana radical”, que aspire, no a la «organización de las masas» sino a la fusión de las luchas cotidianas contra la barbarie del capital con la pugna por la emergencia «molecular» de “espacios de liberación”:

“Significa, por tanto, afirmar que sobre todo es preciso tender a la construcción de estas experiencias de liberación, más que a la organización de las masas (no sólo proletarias) de cara a la ruptura o la superación de los ordenamientos generales del sistema. Porque desprender espacios de liberación es posible aun en ausencia de esta ruptura o superación, o incluso porque la liberación se producirá a través de la expansión gradual, molecular y reticular de estos espacios”.

Primera parte: https://rebelion.org/la-vivienda-como-lugar-de-combate-i/

Segunda parte: https://rebelion.org/la-vivienda-como-lugar-de-combate-ii/

Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.com/2025/08/23/la-vivienda-como-lugar-de-combate-iii/

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